Me
dedico a la botánica y me encanta la fotografía, así que cuando me enteré de la
exposición que había en una sala cercana sobre la flora de Alaska, no dudé en
acercarme. En los pocos meses que llevaba en este estado, ese era uno de mis
primeros momentos de esparcimiento, aunque técnicamente, también tenía algo que
ver con mi trabajo.
Allí
le conocí. Era escritor y, como buen descendiente de los antiguos habitantes de
aquellas montañas, amante de la naturaleza. Cuando le dije a lo que me dedicaba
me explicó que tenía una cabaña, a pocos kilómetros de la ciudad, cuyos
alrededores no podía dejar de visitar. Después de toda la mañana conversando y
admirando el trabajo del artista, subimos a su coche y pusimos rumbo al norte
para visitar la zona de la que tan bien hablaba.
Aparcamos
junto a la cabaña de madera pero no llegamos a entrar. Nos dirigimos
directamente al bosque porque quería enseñarme la zona antes del anochecer. Se
movía por los senderos con la seguridad que da haber recorrido el mismo camino
infinidad de veces, entre abetos centenarios y arbustos aromáticos que durante
esa primavera se encontraban en su mayor esplendor. Doblamos un pequeño recodo
y el paraíso apareció entre nosotros: un riachuelo que brotaba de las rocas
formaba una pequeña laguna antes de seguir su rumbo hacia el mar.
Todavía
no tengo muy claro como sucedió. Hacía calor y me provocó diciendo que no me
atrevía a bañarme, que el agua provenía directamente del deshielo de las nieves
de más al norte y no aguantaría la temperatura. El caso es que antes de darnos
cuenta estábamos salpicándonos desnudos. Poco después, hicimos el amor entre las
sombras del atardecer tal pasión, que la vida a partir de ese momento cobró
otro sentido.
Fueron
años de ensueño. Durante la semana vivíamos en la ciudad y aunque apenas
teníamos tiempo para vernos, siempre nos quedaba el ratito de charla antes de
dormirnos abrazados. Los fines de semana los pasábamos en su cabaña. Era
pequeña, pero tremendamente acogedora. Un coqueto porche que daba directamente
al valle acogía nuestros desayunos y la alfombra junto a la chimenea, nuestras
noches de pasión. Construimos un invernadero en la parte posterior para poder
tener todo tipo de plantas cuando el frío arreciase; las rosas siempre fueron
nuestras favoritas. Muchas mañanas se marchaba al amanecer, y al salir con mi
primer café de la mañana, me encontraba una de esas rosas en el último escalón.
Era su forma de decirme que me esperaba en claro del bosque. El escribía
recostado en el tronco de un árbol, yo leía apoyada en su pecho.
Todo
fue muy rápido. Tras unos análisis le llamaron del hospital diciendo que tenía
que comparecer al día siguiente ante el especialista. Una semana después la
enfermedad se lo llevó. Deposité sus cenizas junto al árbol que había visto
nacer y crecer nuestro amor y cada sábado, cuando volvía a las montañas, cortaba
una rosa roja, la depositaba sobre la hierba y pasaba un rato hablando con él.
Una mañana
de invierno me asusté al llegar al claro del bosque. Un enorme lobo descansaba
junto a su árbol, justo en el punto en el que sus cenizas estaban enterradas.
Levantó mirada y, al fijarla en mí, sus ojos brillaron de forma hipnótica.
Desapareció lentamente entre la vegetación dejándome a solas con su recuerdo y
la sensación de que alguien me observaba.
Al día siguiente desperté relajada, siempre que estaba en la cabaña la paz inundaba mi alma, sentía que él estaba cerca. Me preparé un tazón de chocolate caliente y salí al porche a ver el paisaje nevado. Una lágrima mojó mi rostro mientras se dibujaba una sonrisa en mi cara: en el último escalón, una rosa roja adornaba la madera desnuda. Las huellas de un lobo todavía eran visibles sobre el manto blanco.