jueves, 28 de septiembre de 2017

Entre montañas

     Me dedico a la botánica y me encanta la fotografía, así que cuando me enteré de la exposición que había en una sala cercana sobre la flora de Alaska, no dudé en acercarme. En los pocos meses que llevaba en este estado, ese era uno de mis primeros momentos de esparcimiento, aunque técnicamente, también tenía algo que ver con mi trabajo.


     Allí le conocí. Era escritor y, como buen descendiente de los antiguos habitantes de aquellas montañas, amante de la naturaleza. Cuando le dije a lo que me dedicaba me explicó que tenía una cabaña, a pocos kilómetros de la ciudad, cuyos alrededores no podía dejar de visitar. Después de toda la mañana conversando y admirando el trabajo del artista, subimos a su coche y pusimos rumbo al norte para visitar la zona de la que tan bien hablaba.


     Aparcamos junto a la cabaña de madera pero no llegamos a entrar. Nos dirigimos directamente al bosque porque quería enseñarme la zona antes del anochecer. Se movía por los senderos con la seguridad que da haber recorrido el mismo camino infinidad de veces, entre abetos centenarios y arbustos aromáticos que durante esa primavera se encontraban en su mayor esplendor. Doblamos un pequeño recodo y el paraíso apareció entre nosotros: un riachuelo que brotaba de las rocas formaba una pequeña laguna antes de seguir su rumbo hacia el mar.

    
     Todavía no tengo muy claro como sucedió. Hacía calor y me provocó diciendo que no me atrevía a bañarme, que el agua provenía directamente del deshielo de las nieves de más al norte y no aguantaría la temperatura. El caso es que antes de darnos cuenta estábamos salpicándonos desnudos. Poco después, hicimos el amor entre las sombras del atardecer tal pasión, que la vida a partir de ese momento cobró otro sentido.


     Fueron años de ensueño. Durante la semana vivíamos en la ciudad y aunque apenas teníamos tiempo para vernos, siempre nos quedaba el ratito de charla antes de dormirnos abrazados. Los fines de semana los pasábamos en su cabaña. Era pequeña, pero tremendamente acogedora. Un coqueto porche que daba directamente al valle acogía nuestros desayunos y la alfombra junto a la chimenea, nuestras noches de pasión. Construimos un invernadero en la parte posterior para poder tener todo tipo de plantas cuando el frío arreciase; las rosas siempre fueron nuestras favoritas. Muchas mañanas se marchaba al amanecer, y al salir con mi primer café de la mañana, me encontraba una de esas rosas en el último escalón. Era su forma de decirme que me esperaba en claro del bosque. El escribía recostado en el tronco de un árbol, yo leía apoyada en su pecho.


     Todo fue muy rápido. Tras unos análisis le llamaron del hospital diciendo que tenía que comparecer al día siguiente ante el especialista. Una semana después la enfermedad se lo llevó. Deposité sus cenizas junto al árbol que había visto nacer y crecer nuestro amor y cada sábado, cuando volvía a las montañas, cortaba una rosa roja, la depositaba sobre la hierba y pasaba un rato hablando con él.


                Una mañana de invierno me asusté al llegar al claro del bosque. Un enorme lobo descansaba junto a su árbol, justo en el punto en el que sus cenizas estaban enterradas. Levantó mirada y, al fijarla en mí, sus ojos brillaron de forma hipnótica. Desapareció lentamente entre la vegetación dejándome a solas con su recuerdo y la sensación de que alguien me observaba.



     Al día siguiente desperté relajada, siempre que estaba en la cabaña la paz inundaba mi alma, sentía que él estaba cerca. Me preparé un tazón de chocolate caliente y salí al porche a ver el paisaje nevado. Una lágrima mojó mi rostro mientras se dibujaba una sonrisa en mi cara: en el último escalón, una rosa roja adornaba la madera desnuda. Las huellas de un lobo todavía eran visibles sobre el manto blanco.





jueves, 21 de septiembre de 2017

18 (Felicidades!!!)





-¿Nos invitas a una cerveza?


           Preguntas titubeante, sabiendo cual va a ser mi respuesta pero dudando si haces bien al pedírmelo. No puedo decirte que no, a  veces lo hago, pero me cuesta.  Me acerco a la barra, pido dos botellines y te doy un billete pequeño para que los pagues.  Te observo mientras cuchicheas con tu amiga y noto como el paso de los años que te han convertido en la mujercita que tengo delante, pesa en mi espalda más de lo que me habría gustado.


     Lo recuerdo perfectamente: el Real Madrid jugaba contra el Molde y tus abuelos y yo íbamos a caballo entre la tele y la sala de espera, pero tu llegada se alargó hasta el día siguiente (me hiciste perder un día de trabajo en SEAT, pero quería estar allí cuando llegaras). Recuerdo tus mofletes, tus orejillas despegadas y la facilidad para llegar enferma al 22 de Septiembre durante tus primeros años. No voy a profundizar en recuerdos, para recordarte la que liaste tirando la cortina del restaurante en Menorca ya tienes a la yaya (parecías una virgencica con la cortina en la cabeza). Habría pagado por verte pulsando el botón del sexto piso, un día como hoy, para bajar a la planta baja con las prisas porque ibas tarde al instituto y te habías entretenido con las redes.


     Te has hecho fuerte, sensata, comprensiva y como se te ocurra torcerte, ten claro que te pienso dar una buena colleja.


-                        -Nos vamos, luego nos vemos ¿vale? –dices mientras me das un beso en la mejilla y, dirigiéndote a la puerta me gritas- ¡Gracias tete!


"Gracias a ti por ser como eres", pienso mientras te veo salir. Gracias a ti.


P.D.: en la fiesta de mi cumpleaños conseguiste hacerme llorar. Tómate esto como una dulce venganza.

martes, 19 de septiembre de 2017

MISION FALLIDA



Camino hacia la luz lo más rápido posible. Desde el momento en el que se paralizó el suministro eléctrico y saltó la alarma de incendios, tan solo las luces de emergencia que señalan la salida iluminan el edificio que alberga las oficinas de la C.I.A. Toda la operación se ha ido al traste y todavía me pregunto qué ha podido suceder. A priori era una misión sencilla: el contacto que teníamos dentro tenía acceso directo a la información, un listado de espías estadounidenses en suelo ruso, mis teóricos compañeros. Únicamente tenía que esperar mi llegada en su despacho y pasarme el listado, pero nada ha sucedido como estaba planeado.


Al salir a la calle la luz del sol ya ha desaparecido. Hacer saltar la alarma de incendios en caso de problemas siempre me ha dado buenos resultados; entre la confusión que se suele provocar es más fácil pasar desapercibido. Sin embargo, al pisar el exterior me siento observado nuevamente. Tuve esa sensación al entrar en las oficinas, con la chica de recepción, y en el ascensor, con uno de los becarios que subió conmigo. Ahora no los veo entre la multitud, aunque los busco de forma disimulada.


Abandono el lugar lo antes posible intentando utilizar calles secundarias. Tengo habitación reservada en varios hoteles, utilizando distintas identidades; el más cercano está al otro lado del río, a unos quince minutos caminando. Una vez allí, dejaré pasar un par de días que aprovecharé para cambiar de imagen y alquilaré un coche con el que salir de la ciudad rumbo al norte.


Sigo dándole vueltas a lo sucedido. Al llegar al despacho de mi contacto me encontré la puerta entornada y, tras golpear suavemente con los nudillos, me decidí a entrar. Allí estaba, sentado en la silla de su escritorio con un disparo entre ceja y ceja. Todo era orden a su alrededor, de hecho, de no ser por el agujero sangrante de su frente y el olor a pólvora, cualquiera podía decir que allí no había pasado nada. No sabía quién podía haber hecho eso, lo que tenía claro era que yo también estaba en peligro. Cogí parte del informe que el funcionario estaba revisando en el momento de su muerte, le prendí fuego y lo acerque a uno de los detectores de humo del despacho. Después de hacer saltar la alarma, esperé unos segundos a que la gente empezara a salir de los despachos contiguos para poder mezclarme con ellos y bajar por las escaleras de forma ordenada.




Avanzo apresuradamente por el puente cuando un coche negro frena de golpe a escasos metros de mí. Salto hacia el río en cuanto veo una pistola con silenciador aparecer por la ventanilla. Noto una bala rozar mi muslo y otra impactando contra mi rodilla. Cuando estoy a punto de llegar al agua, una lluvia de proyectiles cae sobre mi cuerpo. Un dolor agudo en el hombro y en la espalda anuncia que me han alcanzado justo antes de sumergirme en la oscuridad.

Una súbita paz me rodea. El agua, en un principio fría, comienza a no ser una molestia, es tan solo el remanso de silencio y tranquilidad que tanto he añorado a lo largo de los últimos años. Los pulmones han dejado de quemarme, las heridas han dejado de doler cuando un cálido resplandor me muestra el camino a seguir. Abandono mi cuerpo en el lecho del río y camino hacia la luz.

martes, 12 de septiembre de 2017

REMEDIOS



     Remedios se detuvo en el portal del bloque de pisos en el que habitaba su hermana, se colocó bien el pañuelo con el que se cubría el cuello y abotonó el abrigo antes de salir a la calle. Hacía años que se protegía del frío con el mismo abrigo. “Es que ha salido muy bueno”, solía decir a sus hijas, “ya no hacen abrigos como los de antes”. El invierno en el norte era duro, pero en la ciudad se llevaba mejor que en el campo. A estas alturas del año, su pequeña aldea ya debía estar completamente nevada. Imaginó los tejados de pizarra teñidos de blanco y todas las chimeneas del pueblo echando humo. Recordaba la última vez que fue. Su Fernando todavía vivía y pasaron una semana de Agosto en casa de sus cuñados. Pasaron los días de un lado para otro, riendo y contando antiguas batallitas con los amigos que todavía vivían allí. Era feliz con Fernando. Desde que él faltaba su vida se había vuelto aburrida. Sólo los ratos que pasaba con sus nietos y las tardes en casa de su hermana le hacían salir de la rutina.

     Al cruzar la puerta un golpe de aire frío le azotó la cara. Caminó hacia las calles del centro. A medida que se acercaba al casco antiguo los adornos navideños eran más frecuentes. En todas las ciudades se cuidaban más las zonas comerciales, sobretodo en estas fechas tan señaladas, que el resto de la ciudad. Los troncos de los árboles estaban rodeados por tiras de leds que cambiaban de color y enormes campanas luminosas colgaban de cables de acero que cruzaban la calle de farola a farola. En la puerta de la iglesia un coro infantil cantaba villancicos ante un público cada vez más numeroso. Se paró a escuchar. La puerta estaba abierta y del interior del templo surgían las notas de un órgano acompañando las dulces voces. Cantaban de pie, al abrigo que proporcionaba el pórtico principal antes de comenzar la escalinata que llevaba al exterior.


 Aplaudió cuando terminaron la última estrofa de “El tamborilero” y se encaminó a la panadería de la esquina. Era tarde, pero acababan de sacar las últimas barras y el olor a pan recién horneado inundaba el local. Pidió una barra de cuarto. Mientras se despedía de la dependienta y bromeaba con ella sobre lo bien que estaba allí con el frío que hacía en la calle, notó el calor del crujiente pan en su mano. A su hermana le encantaba el pan recién hecho. Desde que se quedó viuda pasaba más tiempo con ella pero últimamente le preocupaba. Había perdido mucho peso. Estaba rara, despistada, y repetía mucho las mismas cosas. A Remedios le recordaba a su vecina Anselma. Anselma era una horonda gaditana, muy salada, que vivía en una casa del casco antiguo al lado de la suya. Poco a poco se fue quedando más delgada y en la cara se le dibujó una extraña expresión de inocencia. Parecía que reía de todo pero la sensación era que su mente estaba muy lejos de su cuerpo. Al final se la llevaron a una residencia a las afueras. No se acordaba del nombre de la enfermedad, pero le daba mucha pena pensar que su hermana también podía ir apagándose poco a poco.


     Comenzaba a caer una fina llovizna, así que apretó el paso para llegar lo antes posible al cruce que le separaba de la zona peatonal del centro del pueblo en la que se encontraba su casa. Al bajar el bordillo para cruzar el último paso de peatones resbaló con la pintura mojada y se precipitó hacía la calzada de manera repentina. Mientras caía pudo ver dos faros a su izquierda que se acercaban a demasiada velocidad.

jueves, 7 de septiembre de 2017

VIAJE A AYIKI LAO




     El Sol de agosto acariciaba mi piel mientras que, sentado en aquella roca, respiraba profundamente el olor a pino y romero que inundaba el ambiente de la sierra jienense. A esa altura el silencio sepulcral tan solo se rompía por el sonido de mis latidos. Abrí dos latas de cerveza, derramé parte de una en la tierra seca y me dispuse a beber de la otra mientras observaba a los buitres planear en el acantilado, por debajo de nuestra posición. Cerré los ojos y saboreé esa mezcla de sensaciones que inconscientemente me provocaron un viaje espacio-temporal.


 
     Seguía siendo agosto, pero prácticamente media vida atrás. El mismo sol de justicia golpeaba mi nuca mientras cruzaba el pequeño puente colgante con destino Ayiki Lao. Me paré justo en medio de la pasarela y me quedé contemplando el agua que unos pocos metros por debajo de mí circulaba refrescando levemente el ambiente. Comencé a subir aquellas incómodas escaleras. Nunca sabía si subir un peldaño a cada paso o dar un paso intermedio antes de proceder a ascender el siguiente. No eran más de ocho o nueve escalones, bajos y largos, que llevaban a la puerta de lo que en aquella época era nuestra casa.


     Al entrar no pude evitar una sonrisa; todo estaba como siempre. Un par de mesas de jubilados discutiendo por una ficha de domino mal jugada, tres jornaleros en la barra, cuatro amigos en una mesa discutiendo de fútbol y el eterno Gabriel tras la barra y a punto de marchar a casa. Después de saludar a algún parroquiano, derecho a la cocina a dar dos besos a Anita. Al salir los astros se conjuraron y algo diferente sucedió aquel día. Un torneo de fútbol-sala aplazado por el calor, los clientes habituales del sábado a mediodía y los turistas que llegábamos un año más a pasar las fiestas patronales hicieron que en pocos minutos el bar estuviera lleno. 


     Recuerdo perfectamente cuando entraste con tus padres y la que después sería tu esposa, tu piba, saludando a todo el mundo con una euforia y alegría que contagiaba a cualquiera que estuviera cerca de ti. Hablaba con tu madre, me decía que estabas contento, más tranquilo, más formal, cuando un grito se escuchó por encima de la algarabía general. Al girarme ya estabas de rodillas, cantando el himno de tu equipo y haciendo girar por encima de tu cabeza la camiseta rojiblanca que hasta ese momento cubría tu delgado cuerpo. Todo pasión.



     Ayiki Lao no era solo fiesta. Cada tarde saltábamos la valla que delimitaba la escuela para jugar interminables partidos de fútbol contra los chicos del pueblo. Tardes de risas, cabreos, patadas y cientos de mosquitos tragados hasta que el ocaso o el agotamiento nos decía que era hora de volver a casa a preparar la noche. Miles de estrellas nos protegían y observaban curiosas las historias que se alargaban hasta la salida del Sol. Batallitas que seguimos recordando verano tras verano entre botellines fríos y abrazos efusivos provocados por la exaltación de la amistad que la amarga rubia provoca.


     Los años pasaron pero los problemas no dejaron de llegar. Seguías con un optimismo, una valentía y una entrega envidiables en cada gesto de tu vida, pero hay veces que no es suficiente con el esfuerzo. A veces la vida no es justa.



     Brindé con tu lata y derramé su contenido mientras apuraba la mía de un trago, limpié con el dorso de la mano las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y me despedí besando el suelo antes de volver al camino que me llevaría al coche.