martes, 29 de mayo de 2018

La primera rosa


-   Abuelita, ¿por qué las rosas tienen espinas?



     Andrea descansaba sentada sobre una caja de madera vacía mientras observaba a su abuela cuidando las plantas de la terraza. Estudiaba con ojos inocentes cada movimiento que ella hacía en ese lugar tan distinto a la ciudad en la que habitaba mientras duraba el curso. Catalina soltó las tijeras de podar y enderezó su anquilosado cuerpo. Cada día que pasaba notaba más el discurrir del tiempo, pero las temporadas en las que su nieta le hacía compañía, se levantaba con otro ánimo. Se sacudió las ropas y se sentó en un sillón de mimbre hacia el que Andrea corrió veloz para acomodarse en su regazo. El atardecer alargaba las sombras mientras la cercanía del río refrescaba un ambiente cargado por el calor estival.



     Hay nombres, como Violeta o Azucena, que las personas hemos hecho nuestros a pesar de que en un principio solo eran flores; pero no con todos sucede lo mismo.



     Hace muchos, muchos años, en un bosque muy, muy lejano, las hadas y los seres humanos vivían en total armonía con la naturaleza. Era un bosque tranquilo a pesar de que a su alrededor, hordas de trolls campaban a sus anchas sembrando el terror en las poblaciones limítrofes. En ese bosque vivía Rosa. Rosa era la muchacha más bonita que jamás existió sobre la faz de la tierra; sin embargo, nadie le admiraba por su belleza. Comandaba el escuadrón de soldados que mantenía a raya las embestidas del ejército de las sombras con un valor tal, que sus hazañas fueron cantadas por los mejores trovadores hasta que, lamentablemente, cayeron en el olvido.



     En aquella época, los enemigos de Rosa atacaban de forma desordenada, algo que a los defensores les venía muy bien. Bajo el inteligente mando de nuestra heroína, las acometidas eran repelidas una y otra vez sin apenas sufrir bajas. Sin embargo, los ataques cesaron de forma inesperada. Un halcón que voló más allá del bosque, informó que sus enemigos se estaban reorganizando bajo las órdenes de K, un enorme ser mitad troll mitad león que había llegado del mismo averno para proseguir con el avance del ejército del mal.



     Cuando los malvados trolls se acercaron al bosque, Rosa supo que no sería una simple escaramuza. Eran diez veces más que ellos y estaban mejor armados que en otras ocasiones. La única solución era vencer a K.



     Avanzó hacia él decidida a evitar que la batalla se desencadenase y el comandante de las tinieblas aceptó su reto. Fueron unas horas interminables en las que K demostró quien era más fuerte, pero la valentía de Rosa hizo que no se amilanase y poco a poco, el cansancio hizo mella. Después de recibir la infinidad de heridas que le infringía tanto con su espada como con sus afiladas garras, Espina, la espada de Rosa, atravesó el pecho de su enemigo haciéndolo caer inerte en un enorme charco de sangre negra. Al ver que su cabecilla no se levantaba, los trolls huyeron aterrorizados para no volver jamás.



     Volvió tambaleante a lomos de su corcel y nada más entrar en la aldea, cayó desplomada. Selegna, el hada más poderosa del bosque, hizo todo lo posible por mantenerla viva, pero ni su magia pudo con el poderoso veneno que, impregnando la espada de K, había contaminado el cuerpo de la brava guerrera a través de las numerosas heridas que había sufrido durante su duelo. Justo cuando estaba a punto de viajar con sus antepasados, Selegna le prometió que siempre formaría parte de ese bosque que había defendido con su vida.


     Y cumplió su promesa.


     A la siguiente primavera, una nueva flor comenzó a brotar por todo el bosque. Era la flor más bonita que nadie había visto nunca. De un color tan rojo como la sangre que brotó del cuerpo de la heroína, tan intenso como los labios que arengaron a su pueblo hacia la lucha por la libertad. De un tacto delicado, como su trato con el resto de seres del bosque, como su piel a pesar de las cicatrices que le acompañaron hasta el fin de sus días. Por encima de todo eso, destacaban las espinas que cubrían su tallo y que dejaban claro que su espíritu guerrero habitaba allí.



     Por eso, pequeña, las rosas se llaman así. Y lo que ahora son espinas, durante muchos años fue la espada que hizo retroceder a las sombras del mal hasta el oscuro agujero en el que aún hoy habitan.

miércoles, 23 de mayo de 2018

NOCHE DE CONCIERTO


     Terminó de desatascar el desagüe de María, la entrañable abuelita que vivía en el tercero, y se dirigió al pequeño cubículo que habitaba a la entrada de la finca. No era más que una zona de la portería habilitada a modo de vivienda. Un pequeño lavabo y una estancia algo más grande que hacía las funciones de cocina, salón y, cuando habría el viejo sofá-cama, dormitorio. No era gran cosa, pero había llegado a un acuerdo con el casero que le permitía vivir allí a cambio de encargarse del mantenimiento del antiguo edificio.



     Bajo la ducha recordó el día que fundó su primera empresa: Doménech y Doménech reformas integrales. El duro pero ilusionante trabajo codo con codo junto a su hermano. Era buena época para la construcción y la pequeña empresa creció como la espuma. Su vida, hasta entonces humilde, pasó a convertirse en la de un nuevo rico. Fiestas con famosos día sí y día también hasta que ella se cruzó en su camino.



     Mientras se secaba mirando el traje que le esperaba colgado de la puerta, el ruido del tráfico exterior martilleo sus oídos. Nada que ver con lo de aquí a un rato. Sonrió. La camisa era casi transparente, pero gracias a su dieta obligada, continuaba sentándole como un guante. Los codos de la chaqueta, tan desgastados como la suela de los mil veces lustrados zapatos, aguantaban gracias a la calidad del género. Junto a su teclado, era lo único que mantenía de tiempos mejores.



     Andrea era una preciosa actriz de la que quedó prendado a primera vista. En poco  tiempo pasaron a ser una pareja que no podía faltar en ningún acontecimiento social que se preciase. El nacimiento de su niña marcó un antes y un después en esa relación. Roberto no quiso frenar su tren de vida y dejó de lado tanto a su empresa como su familia. Su mente recuerda entre nieblas aquella época. Viajes y orgías, salpicados de alguna imagen de su pequeña cantando mientras el acariciaba el precioso piano de cola que adornaba el salón llegaban a su memoria de forma difusa. Nunca estudió música, pero su buen oído le otorgaba una fascinante facilidad a la hora de interpretar canciones conocidas.



     Salió a la calle tras asegurarse que llevaba la entrada. Le había costado dos meses de propinas y varios fines de semana tocando su viejo teclado en la puerta de la catedral, pero el capricho valía la pena. El Gran Teatro del Liceo siempre fue una de sus debilidades y rondando como estaba los sesenta años, tenía que darse algún capricho por mucho sacrificio que tuviera que hacer a cambio.



     Su matrimonio saltó por los aires a la vez que lo hacía la burbuja inmobiliaria. Endeudado y sin nada más que sus inmuebles para hacer frente a los pagos, vio cómo su mujer le ponía las maletas en la calle. Cuatro trajes (de los que ya solo le quedaba uno), el pequeño teclado que aún le acompañaba a día de hoy y una colección de relojes gracias a la que sobrevivió durante mucho tiempo. Sus amigos desaparecieron a la vez que su dinero. De Andrea y de su hija, solo volvió a tener noticias a través de las revistas.



     Ocupó su asiento en el tercer anfiteatro. No era una gran localidad, aunque en ese templo y tratándose de un recital de piano, el lugar era lo de menos. Había llegado pronto, pero se había colgado el cartel de no hay billetes, así que no tardaría en ver todas las butacas ocupadas. Volvió a sacar su entrada y los ojos se le humedecieron al ver el rostro impreso sobre una escueta frase:


     Recital de piano de Silvia Domenech.


jueves, 17 de mayo de 2018

PUENTES


                Desde pequeño llamaron mi atención y a medida que voy creciendo (que no madurando) me doy cuenta de la importancia de los puentes.




   Cada vez que puedo me escapo al pueblo de mis padres, quizás eso me marcó. Es un pueblo pequeño situado en un rincón de la sierra andaluza. Dos ríos lo atraviesan y se unen allí, por lo que para ir a cualquier lado estás obligado a cruzar algún puente. Cuando era un crío, el objetivo era cruzar el que tenía más cerca de casa para alcanzar la feria que instalaban al otro lado. La inocencia gobernaba mis días y atravesar esos escasos cinco metros, me transportaba a un mundo en el que no necesitaba mucho más para ser feliz…




     A pocos metros de allí, un puente de madera, estrecho y más largo que el primero, me separaba del que fue nuestro bar favorito hasta su cierre, nuestro punto de encuentro, nuestra casa. Caminar sobre esas tablas que cuelgan burlonas sobre el Guadalquivir se convirtió en un símbolo de libertad y amistad.




    Me he encontrado muchos después. Cuando he tenido prisa los he atravesado corriendo, sin mirar sobre mis hombros; pero prefiero hacerlo caminando con calma, disfrutando de cada momento. He cruzado algunos acompañado por una multitud; puentes anchos y seguros sobre los que pasaba con tranquilidad, sin apenas darme cuenta. Otros han sido más complicados. Pasarelas estrechas y largas, inestables. Estos casi siempre hay que cruzarlos solo y, aunque siempre he notado que había manos cerca que me sujetarían si se venía abajo, caminar sobre madera medio podrida sin ver hacia dónde llevan provoca una angustiosa sensación de desasosiego. Pero la niebla de la otra orilla siempre acaba por desaparecer cuando la luz del sol la traspasa, y creedme, por muy densa que parezca, siempre termina por traspasarla.




A veces he tenido que saltar para evitar mojarme y otras he construido puentes de plata, pocas, por suerte no hay mucha gente que quiera huir a través de ellos.




    Siempre me he preguntado dónde irán los puentes que no me atrevo a cruzar… 




lunes, 14 de mayo de 2018

Mi pequeño fantasma


Escucho pasitos en la sala de estar, el sonido de la televisión y una risa infantil que intenta no ser escandalosa. Hasta hace nada, no tenía ni idea que existían canales de dibujos animados que emitían las veinticuatro horas, ahora me costaría dormir sin ese suave murmullo de fondo.




Todo comenzó un cálido verano en el que dejé mi pequeño apartamento para mudarme a una casa a las afueras. Era una casa antigua, pero muy bien conservada. Las tres habitaciones, la cocina y los dos baños ocupaban una sola planta junto a un enorme salón comedor. No tenía muchos muebles, pero sí que traje lo que para mí eran dos piezas fundamentales. Una enorme televisión y ese viejo, pero todavía cómodo sofá, que me había acompañado durante gran parte de mi vida.




Terminé de colocar las cosas a última hora de la tarde. Tras una cena ligera, me encaminé al dormitorio para pernoctar por primera vez en el que tenía que convertirse en mi nuevo hogar.




Cuando estaba a punto de quedarme dormido, me pareció escuchar pasos en el salón. Pensé que eran imaginaciones, pero el sonido de la televisión hizo que me incorporase como un resorte. Cogí el despertador a modo de arma arrojadiza y avancé en silencio por el pasillo mientras sonaba la música de un programa infantil. La risita ahogada de una niña fue lo último que escuché antes de irrumpir amenazante en la sala.


Estaba vacía.


En la caja tonta se podía ver uno de esos canales infantiles que emiten dibujos animados. El reloj marcaba las 00.37 cuando el televisor se apagó.




Pasé todo el día inquieto, pero llegué a la conclusión que habría sido algún fallo a la hora de programar el temporizador, al fin y al cabo, siempre he sido muy torpe con las nuevas tecnologías. Volví de trabajar tarde y muy cansado. No tardé en dormirme.




No tenía claro si estaba despierto o seguía durmiendo, pero una risa familiar llegó hasta mi oído haciéndome abrir los ojos. La televisión sonaba con la misma cantinela de la noche anterior, el volumen no era muy alto así que la risa de una niña, aunque queda, llegaba con claridad hasta mi habitación. Decidí actuar con más rapidez que la noche anterior y, al coger el despertador, el silencio lo volvió a envolver todo. Eran las 00.37.






 

     La tercera noche también resultó imposible dormir. Decidí desenchufar la televisión para ver qué pasaba. El resultado fue una noche peor que las dos anteriores. Un llanto desconsolado que duró algo más de media hora en la sala, pero toda la noche en mi cabeza, me mantuvo petrificado bajo las sábanas. Durante el día siguiente los sollozos siguieron martilleando mi mente haciendo complicado que me concentrase en mis tareas diarias y provocando errores laborales que no me podía permitir. En el tren de vuelta ya tenía la decisión tomada. Al llegar a casa volvía a enchufar el aparato de televisión y así lo dejé  al dirigirme al dormitorio.




     Estaba casi dormido cuando escuché ruido en el salón. Primero unos pasitos y poco después, el sonido de los dibujos animados. 
 



     El invierno ha llegado pero las puertas de mi habitación siguen abiertas cuando me tumbo envuelto en un aura de felicidad. Me resulta agradable quedarme dormido arropado por  risas inocentes, aunque no sepa de quien son…