domingo, 29 de diciembre de 2019

La chica de ayer



     Me levanto cansado, cada día me cuesta más ir a trabajar. Desayuno un par de tostadas mientras veo las noticias y me pongo el chubasquero antes de partir camino de la estación. No es que me moleste la lluvia, de hecho ni siquiera me cubro la cabeza con la capucha, pero pasar todo el día fuera de casa con la ropa mojada no sería bueno ni para mi imagen ni para mi salud.




     El andén ya espera, repleto de gente, la llegada del tren con destino a Atocha. Me aíslo del ajetreo exterior subiendo el volumen de la música que utilizo para relajarme. Al subir al vagón, me coloco en un rincón de la plataforma, ni siquiera intento buscar un asiento libre a pesar de que el viaje llevará casi media hora. Me dedico, como cada mañana, a observar a la gente que me rodea intentando imaginar cómo serán sus vidas.




     Estoy seguro de que la mayoría son estudiantes, aunque hay alguna persona que llama la atención por encima del resto. Me quito los auriculares a ver a Nelson con su acordeón en el otro extremo del vagón, uno de los habituales músicos que amenizan los viajes en trenes de cercanías a cambio de unas monedas, pero es un reflejo en la ventanilla de enfrente lo que capta mi atención.




     ¿Es ella?





     Habían pasado más de treinta años pero jamás había olvidado aquella época. Jóvenes, sin compromisos ni preocupaciones, recorríamos las calles de Madrid con la sensación de que el mundo era un lugar maravilloso. Fueron tiempos intensos, y esa era la palabra que mejor definía nuestra forma de vivirlos. Las noches de Pentagrama y Vía Láctea escuchando la música de Alaska, Los Secretos y Nacha Pop que terminó por convertirse en banda sonora de nuestra juventud mientras la movida madrileña crecía. Siempre estaba ella. El grupo podía ser más o menos numeroso, pero siempre estaba allí.








     La quise. Desde el silencio, desde la distancia, la quise desde la primera vez que la vi y hasta que desapareció espantada por lo que estaba haciendo con mi vida. Decepcionada tras descubrir las marcas en mis brazos después de ser testigo de cómo algunos de nuestros amigos se perdían por la misma razón. Horrorizada por aquella sinrazón que me alejaba cada vez más de mí, de todo.



    

     Tardé mucho en salir de la niebla, en volver a quererme y entender que la vida era demasiado bonita como para desperdiciarla en sucios portales con viajes hacia ningún lugar, que comenzaba sin tener claro si había comprado el billete de vuelta. Perdí muchas cosas por el camino pero no había una sola noche de toda mi existencia en la que no me preguntase como habría sido mi vida a su lado.





     Me acerco a ella nervioso pero decidido.




    −Hola Eva, ¿cuánto tiempo? ¿Cómo va todo?




     Me mira. Durante un breve instante noto en sus ojos el brillo de antaño, con aquella dulce mirada que intentaba esquivar mis ojos cuando estábamos demasiado juntos, con la luz que encendió la Plaza de San Ildefonso la única noche que me atreví a besarle. Fueron solo unas décimas de segundo antes de convertirse en la mirada de alguien que, despreocupado, observa un escaparate de ropa sabiendo que no va a comprar ninguna de las prendas expuestas.




    −Me parece que se confunde, no me llamo Eva. Si me permite, tengo que bajar, esta es mi estación.



    −Disculpe señorita, pero me ha recordado a alguien que conocí hace años.




     Me siento en el primer asiento vacío que encuentro y vuelvo a ponerme los cascos. Miro por la ventana cansado mientras el tren se pone en marcha dejando atrás el andén en el que aquella desconocida se pierde entre la multitud.







    

     Le reconoció en cuanto le vio entrar en el vagón. Estaba envejecido, pero sin duda era él. Cuando se acercó a hablarle le tembló todo el cuerpo. Le devolvió a un mundo entero de recuerdos e ilusiones, de proyectos y esperanzas y a una triste decepción. No quería pasar por aquel infierno. Ahora tenía otra vida, otra familia, otros proyectos. Ya no era aquella Eva. Bajó del tren dos estaciones antes de su destino. Un taxi le acercaría al avión de vuelta a Bruselas. 
            

domingo, 15 de diciembre de 2019

EL ÚLTIMO ABRAZO NO DADO




Era mi primera visita a A Coruña. Solo
pasaría allí un día y una noche pero, después de peregrinar hasta Santiago, me había fijado como final de trayecto ver atardecer desde la Torre de Hércules. Crucé la ciudad caminando, con la tranquilidad de saber que el objetivo del viaje ya estaba cumplido y ahora tocaba recibir parte de la recompensa: un bonito paisaje, una buena cena y un merecido descanso en una cama decente antes de volver a Barcelona.





La zona me impresionó desde que la estatua de Breogán apareció ante mi. No se trataba solo de la Torre y la Rosa de los vientos, un enorme parque con monumentos diseminados aquí y allá proponían una ruta que podría llevarme un buen rato. Por suerte, el Sol todavía se encontraba alto, así que me encaminé a la parte más alejada de la Torre para iniciar mi particular periplo. Bordeé los quebrados contra los que el Atlántico se balanceaba mecido aquel día por un suave viento del Oeste que inundaba todo con ese peculiar olor a salitre. En cuanto fue posible, bajé a una cala pedregosa para tocar por primera vez aquel agua, fría y cristalina, tan diferente de la de mi Mediterráneo. Volví a subir a los acantilados. Dejé atrás algunos bancos de piedra encarados hacia el horizonte para acercarme al cortado cuando me pareció escuchar una voz.





Una chica de poco más de veinte años hablaba por teléfono. Su acento caribeño se entrecortaba con cada sollozo, pero en el silencio de aquel solitario paraíso su conversación era audible aunque no prestaras atención.





−No sé si aguantaré mucho más. Siento que me lo estoy perdiendo todo. Me pierdo sus llantos, sus risas, su despertar cada mañana… Ayer su padre me envió un vídeo en el que me tira un beso y paparruchea que me quiere mucho. No estoy viendo crecer a mi hijo. Sí, ya sé que es por su bien, para darle una vida mejor, pero empiezo a dudar de que eso compense no tener a una madre, no tenerle a mi lado…





Por un momento dejó de hablar, tan solo lloraba quedamente mientras el viento del Atlántico, el mismo océano que veía su niño cada mañana, le revolvía el pelo.





En ese instante sentí la necesidad de abrazarle. Miré a mi alrededor. No había nadie cerca. ¿Qué pensaría si en un lugar tan solitario se le acercase un extraño para abrazarle? ¿Sería tan reconfortante como yo pensaba? ¿Sentiría miedo? Me alejé lentamente hacia la Torre, incluso me detuve un par de veces dispuesto a volver, pero no lo hice.







Hora y media después, tenía ante mi una docena de zamburiñas y una copa de Ribeiro helado, sin embargo no podía dejar de pensar en la joven que había visto llorar. Sabía que mi gesto se podría haber mal interpretado, que podía haber resultado incómodo, pero en ese mismo momento me prometí que nunca más volvería a renunciar a ese impulso. Aquel había sido mi último abrazo no dado.



domingo, 1 de diciembre de 2019

Y ENTONCES SONRIÓ



        Sus manos se rozaron. Sus ojos hicieron que todos sus miedos 

desaparecieran al comprender que los dos sentían lo mismo. Y 

entonces sonrió.



jueves, 28 de noviembre de 2019

PERSONAJE INSPIRADOR






     Necesitaba personajes nuevos. La gente, incluso él mismo, comenzaba a estar cansado de las novelas policíacas. Quería probarse con algo nuevo, aparcar a su archiconocida pareja de detectives y demostrar al mundo que era algo más que otro escritor de novela negra, pero empezaba a dudar.






     Se sentó en una esquina de la barra y pidió una copa. Llevaba unas noches haciéndolo. Ocupaba  el mismo taburete y contemplaba la gente que entraba y salía del bar en busca de alguien que pudiera ofrecerle ese “algo más” que necesitaba para poner el bolígrafo sobre la hoja en blanco que le esperaba sobre la mesa de la habitación del hotel. Sandra le puso sobre la barra un bourbon con hielo y  sonrió antes de girarse para seguir con su trabajo. Cuando la conoció pensó en ella como protagonista, pero la historia de la chica guapa que llegaba a la capital desde un pequeño pueblo para triunfar como actriz o cantante, no era nada original.





     Después de la tercera copa y varios borrones en su libreta, pagó la cuenta y salió del bar tambaleándose, dispuesto a vagar por las callejuelas que le llevarían al hotel. Se había trasladado a una ciudad que desconocía en un desesperado intento de encontrar concentración. Allí había descubierto rincones preciosos, llenos de una historia apasionante, pero de momento nada que le ayudase a ir más allá de cuatro renglones sin sentido.






     Dos días después se fijó en el grupo de jóvenes que ocupaba la mesa de billar. Vestían camisetas y tejanos, con chalecos de moteros, al más puro estilo Ángeles del Infierno. Estaba seguro que uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante, tenía allí instalado su pequeño negocio de compra-venta. Se acercó un hombre trajeado a hablar con él. Se le notaba nervioso, pero tras una breve conversación y un apretón de manos en el que se intercambiaron algo más que un simple saludo, hizo un gesto a alguien que le esperaba en la barra y desapareció del local.






Tampoco era capaz de sacar nada de esa historia. Creyó que sería un buen principio, pero tras una semana haciendo borrones y observando desde lejos, tan solo consiguió hundirse un poco más en su miseria.


 







     Volvía noche tras noche. Se sentaba en el mismo taburete, con la misma copa delante y su libreta sobre la barra. No hablaba con nadie, un gesto a Sandra para que llenase la copa era su único contacto con los personajes que le rodeaban y que, con la ayuda del bourbon, cada vez le ahogaban con mayor crueldad. Tras levantarse, se acercaba a la mesa de billar, saludaba a su “amigo” Marc y abandonaba el local con la esperanza de que aquella bolsita atrajera a sus musas.







     Terminó dando con sus huesos en una clínica de desintoxicación. Al salir, un viejo amigo se apiadó de él y le ofreció un trabajo como crítico literario en el suplemento dominical de un diario de tirada nacional. Caminando por la librería de un centro comercial, se decidió a coger un libro del estante de novedades: “Hoja en blanco”. La sinopsis hablaba de la decadencia de un escritor de éxito que, abandonado por sus musas, pasaba las noches en la esquina de la barra de un bar de copas. Vivía obsesionado por escribir una novela para la que no tenía argumento ni personajes mientras se le escapaban los días. En la solapa interior, sobre la breve biografía de una escritora novel, una imagen de Sandra le sonría como tantas veces había hecho desde el otro lado de la barra.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL COLOR DE SUS CALCETINES







     La observo mientras baila sonriente, con el pelo alborotado y un movimiento de caderas que me vuelve loco.


     Solía coincidir con ella en la estación de tren. Era una de esas personas que no conoces, pero que después de cruzarte con ella una y otra vez, terminas por saludar. Solo se trataba de un gesto educado, aunque me sintiese atraído por ella la primera vez que la vi. Me llamaron la atención dos cosas: esos enormes y expresivos ojos claros, y sus calcetines. Solía llevar, o al menos así era siempre que alcanzaba a verlos, calcetines de colores alegres, a pesar de que no siempre quedasen bien con resto de su indumentaria.


     Me pregunto de qué color serán sus calcetines esta noche. Es nuestra tercera cita y, en la segunda, habíamos tenido una curiosa charla sobre ese tema. Aquel día llevaba unos calcetines naranjas, bastante gorditos. Me explicó lo importante que eran para ella cuando le dije que los de nuestra anterior cita (unos a rayas de mil colores, a cual más estridente) me habían robado una sonrisa nada más verlos.


−Esa era mi intención, necesitaba sentirme graciosa. Para mi alguien capaz de hacerme reír tiene mucho ganado y esos calcetines me transmiten su alegría. Hacen que pierda la timidez y me dan ese puntito de desparpajo que necesito para poder bromear con alguien y hacer según que comentarios. Estos naranjitas que llevo me aportan calor. Me dan la luminosidad que hoy le falta al Sol para poder sonreír y recordarme que hasta en los días más oscuros encontraremos cosas que nos aporten la fuerza suficiente para seguir caminando.


     Me resultó curioso que el día en el que decidí proponerle tomar un café los llevase verdes. Se encontraba sola en la cafetería de la estación, leyendo mientras una taza humeante descansaba a su lado. Le pregunté si le importaba que me sentase en su mesa y allí comenzó todo.


     Esa tarde venía de una reunión importante que resultó ser un éxito. Se puso los calcetines verdes para que el optimismo y la esperanza le acompañasen todo el día. El broche perfecto, había llevado a aquel chico que le solía sonreír desde la distancia y al que esperaba ver en el tren de vuelta, a sentarse junto a ella y compartir capuccino y conversación mientras los trenes partían uno tras otro de la estación.


     Se acerca bailando sensualmente y pega su cuerpo al mío. Mientras su mano izquierda acaricia mi nuca, sus labios rozan el lóbulo de mi oreja antes de susurrarme:


−Que sepas que hoy llevo calcetines rojos.