domingo, 30 de abril de 2017

EL REGALO



     Daniel llegó cabizbajo al edificio de viviendas en el que se encontraba su pequeño ático. Recogió unos cuantos sobres del buzón de correos y comenzó el ascenso con la mente muy lejos de allí. No tenía ganas de nada. Se daría una buena ducha y dejaría pasar el tiempo mirando sin ver cualquier programa de televisión. A pesar de tener claro que la enfermedad acabaría ganando a su amigo, la espera se había hecho tan larga que algunos habían abrigado falsas esperanzas.

     Bajo el agua caliente recordó su profesor como era hace años. Él era un alumno desmotivado y la literatura nunca le había llamado la atención especialmente, pero aquel hombre la predicaba con una pasión tan inusitada que incluso hacía gracia. Justo antes de acabar cada clase, escribía una palabra en la pizarra y sin decir nada, salía por la puerta. Era una costumbre extraña que a veces provocó risas entre sus alumnos (siempre recordaría el día que escribió “prepucio” y abandonó la clase con toda naturalidad) pero otras veces les hacían ver la vida de otra manera (cuando después de leer “suspiro” en la pizarra Sandra miró sonrió mirando a Daniel sería un momento especial). Él despertó su vena periodística y le animó a seguir ese camino. Nunca perdieron el contacto. Mientras estaba en la universidad, Alberto le mandaba un e-mail cada viernes  regalándole una nueva palabra.
-Nunca se acaban -solía decir- Y cuando se acaben, tendremos que inventar otras nuevas.
     Luego llegó su enfermedad y los e-mails se convirtieron en una carta cada primer viernes del mes.


     Al entrar al despacho para comprobar su correo electrónico, un sobre llamó su atención entre el grupo de facturas que había recogido al llegar. Esa letra era inconfundible. Estuvo un rato sin decidirse a abrirlo, con la carta en la mano y los ojos repletos por unas lágrimas que peleaban por salir. Rasgó el borde y sacó la pequeña cuartilla que contenía con una sola palabra escrita: “resiliencia”. Tecleó en su ordenador en busca de un significado para él desconocido. Sonrió dejando marchar las lágrimas que tanto rato llevaba reteniendo.

-Gracias Alberto…

sábado, 22 de abril de 2017

UN ULTIMO ESFUERZO



     Sigo avanzando. Hace ya un rato que no escucho sus pasos detrás de mí pero no puedo relajarme. Me ha costado demasiado llegar hasta donde estoy como para dejarme ir ahora. Aunque no les oiga sé que siguen al acecho, esperando cualquier signo de flaqueza para abalanzarse y darme caza. Salgo del bosque y sin el cobijo de los árboles la lluvia vuelve a rociarme. Llueve sobre mojado. Tanto la camiseta como el pantalón están pegados a mi cuerpo como una segunda piel y con cada charco que piso, mis zapatillas se vuelven un poco más pesadas. El sol ya se ha escondido, lo que, unido al viento que azota mi cuerpo empapado provoca una enorme sensación de frío que eriza mi piel. Veo unas luces al fondo del valle. Un par de kilómetros más y podré abrazar a mi hijo. Todo este sufrimiento habrá valido la pena sólo por ver la sonrisa de mi niño.


     De repente noto una presencia y sin detenerme giro la cabeza con la esperanza de estar equivocada. No lo estoy. Dos sombras aparecen del interior del bosque y se lanzan a tumba abierta intentando darme alcance. Me pongo tensa y por unos momentos los nervios me atenazan. Dura apenas unos segundos. Fijo la vista en las luces del pueblo, cada vez más cercanas. No voy a bajar los brazos, no estando tan cerca. Acelero el ritmo sin pensar en lo que dejo atrás, sin hacer caso de mis pies doloridos ni a unas piernas que se contraen al límite de sus fuerzas. Aprieto el paso mientras entro en las primeras calles del pueblo y voces de ánimo retumban en mi cabeza intentando darme un último aliento. Unos focos enormes aparecen al fondo de la calle y noto como mis piernas flaquean aunque siguen aumentando la velocidad. Miro hacia atrás y parece que nadie me sigue. Vuelvo a mirar. Nadie. Me relajo y ahora sí, me dejo llevar. Cruzo la meta exhausta, pero sonriente.

viernes, 21 de abril de 2017

MORO



     Ya era de noche cuando llegaron al pueblo. Manuel se despidió de sus compañeros de tajo y aceleró el ritmo rumbo a su hogar. El trabajo en el campo era duro, pero a pesar de que el cansancio engarrotaba su cuerpo, las ganas de ver a Isabel le proporcionaban una energía adicional. Llevaban tres años casados, los más felices de su vida, pero la última semana su salud se había complicado. Cuando se fue de casa por la mañana la dejó tiritando por la fiebre. Sólo se tenían el uno al otro y su escaso jornal para subsistir, así que muy a su pesar, cerró la puerta al salir y se marchó rogando a Dios que cuidase de ella.

     Tembló al doblar la esquina. Las noches de diciembre estaban siendo más frías que otros años y de todas las chimeneas brotaba humo procedente de las fogatas que calentaban el interior impregnando el ambiente ese olor tan peculiar. Sólo la luna iluminaba levemente las hileras de casas por lo que hasta que no estuvo cerca de la suya no pudo ver lo que realmente provocó que su cuerpo se estremeciese. Tumbado junto a la puerta, dormía un enorme perro negro.
 
     Nadie recordaba cuando había llegado al pueblo, pero su imagen siempre iba ligada a la de Juanillo “El Negro”. Solía pasear a su lado de un lado para otro durante el día y al llegar la noche, marchaba al monte meneando el rabo. Era un perro negro, grande y pacífico que siempre parecía feliz hasta que un día apareció sentado en la puerta de la casa de su amigo. Nadie le hizo caso hasta que tres días después un vecino preocupado encontró el cuerpo sin vida del viejo Juanillo junto a las cenizas de un fuego que hacía días que no ardía. Moro, que así se llamaba el perro, permaneció inmóvil durante todo ese tiempo y cuando se llevaron el cuerpo para darle sepultura, acompañó a la comitiva con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha.

     A partir de aquel día la historia de Moro en el pueblo dio un giro inesperado. Volvía a ser un perro jovial, pero de vez en cuando, aparecía dormido en la puerta de una casa en la que algún habitante se encontraba enfermo. La muerte solía llegar en un par de días. Moro continuaba su ritual y acompañaba a los familiares durante el velatorio y hasta que el cuerpo de su ser querido era llevado al cementerio. La gente del pueblo le quería. Le alimentaba y agradecía al animal su compañía en los momentos duros.

     Pero esta vez la enferma era Isabel.

     Intentó espantarlo aun sabiendo que era inútil. Moro se separó un poco de la puerta pero no se marchó. La casa estaba fría cuando Manuel cruzó el umbral. Si dirigió directamente a la habitación donde Isabel, empapada en sudor, seguía tiritando. Encendió el fuego y puso sopa a calentar antes de entrar con un trapo húmedo para intentar refrescar su frente. Deliraba en sueños. Avivó el fuego e intentó tomar algo de sopa caliente para alejar el frio que se apoderaba de su cuerpo. Cuando se dio cuenta que no podría vencer el tipo de frío que helaba su alma, se metió con ella en la cama, la cogió de la mano y lloró desconsoladamente. Así, entre el llanto de él y las palabras ininteligibles de ella, se quedó dormido.

     Le despertó el canto de un gallo. Isabel dormía. Había dejado de hablar en sueños pero su piel ardía igual que durante los días anteriores. En su cara se apreciaba algo distinto, una serenidad que no era propia de ella. Manuel se levantó. Se vistió, echó más leña al fuego para mantener el calor el mayor tiempo posible y con la cuerda que usaba a modo de cinturón se ajustó los pantalones antes de salir y encontrarse con Moro. Le dio una palmadita con lágrimas en los ojos y decidido, siguió su camino.

     Isabel abrió los ojos a media mañana. Estaba muy cansada pero no sudaba y parecía que la fiebre había remitido. Se levantó torpemente y se alegró al ver que Manuel había alimentado el fuego antes de irse a trabajar. Salió al pequeño huerto de la parte de atrás a asearse y se puso ropa seca antes de dar cuenta de un buen plato de sopa. Pasó el resto del día descansando y limpiando la casa ya que con Manuel en el campo y ella en cama la tenían un poco dejada. Cogió algunas hortalizas del huerto y se dispuso a preparar la cena para cuando llegara su marido.
 
     Hacía mucho que había anochecido cuando se asomó a la puerta en busca de su amado, pero lo único que vio fue  un enorme perro negro sentado junto a la entrada.

     Encontraron a Manuel al día siguiente. Se había colgado con la soga que usaba de cinturón en el bosque que limitaba con la finca de olivos en la que trabajaban. Durante su camino hacia el camposanto, Moro no se despegó de Isabel.



Nota: mi pequeño homenaje a Moro, el perro de Fernan Núñez