Como cada
mañana desde hace unos meses, Jordi camina por el pasillo que une la estación
de cercanías de Passeig de Gracia con la línea L3 de la red de metro
barcelonesa. Al llegar al centro, junto a un cartel donde una pareja feliz
anuncia viajes al caribe, abre una pequeña silla de camping y coloca a sus pies
la funda de esa bella guitarra cuyas cuerdas comienzan a acariciar sus manos.
El tren de las siete y diez tiene que estar a punto de llegar al andén.
Como cada
mañana desde hace unos años, Andrea baja del tren de las siete y diez en
Passeig de Gracia y se dispone a recorrer el pasillo que enlaza con la línea de
metro L-3. Antes de adentrarse, se quita los auriculares, los esconde tras la
solapa de su chaqueta y se asegura de llevar a mano el portamonedas. Al doblar
la esquina, empieza a escuchar las notas de una guitarra y su peculiar voz
entonando una canción de Pablo Alborán. Tiene que reconocer que no es
excesivamente bueno, pero esa voz le cautivo en cuanto le escuchó cantar. No
sabe cómo ha llegado a esa situación. Lo recordaba sentado en el mismo vagón
que ella, con su traje de ejecutivo y su maletín de piel. Coincidieron cada mañana
durante prácticamente un año sin llegar a dirigirse la palabra. Alguna mirada
furtiva, alguna sonrisa tímida, ¡incluso un par de veces que se sentaron cerca
le pareció notar su olor! Un olor delicioso, mezcla de naranja y canela, que
todavía hoy creía percibir cuando pasaba a su lado. Hasta que un día no
apareció. Ni al siguiente. Ni al siguiente… Lo volvió a ver tres meses después,
aunque no parecía el mismo. Parecía que su brillante carrera había tocado a su
fin.
Aminora el
paso al llegar a su altura y durante unos instantes, el tiempo se detiene y
disfruta de la música sin apenas mirarle. Al soltar unas monedas en la funda,
él le obsequia con una sonrisa y un gesto de agradecimiento. Andrea sigue
caminando, y cuando el sonido de la guitarra se pierde entre los ruidos del
pasillo, vuelve a colocarse los auriculares.
Al salir a la superficie el incesante
fluir de gente hace que apriete el paso instintivamente. No llega tarde a
trabajar, el ascenso que con tanto esfuerzo consiguió un par de meses atrás le permite no tener que fichar hasta
las diez, pero un día fue a trabajar a esa hora y él no estaba tocando. Desde
entonces, vuelve a coger el tren de las 7:10 y aprovecha para sentarse a
desayunar antes de entrar a la oficina. Merece la pena perder dos horas soñando
dormida con tal de escuchar esa voz que tanto le hace soñar despierta.
Toca dos
canciones más para asegurarse de que ella se aleja y recoge antes de
encaminarse en dirección contraria, hacia la salida en la que le aguarda su moto. Desde que vive en la
ciudad no tiene la necesidad de coger el tren para llegar a la empresa
informática que dirige. Tocar en el metro, es lo único que se le ha ocurrido
para poder seguir admirando esos dos ojos verdes.