jueves, 23 de marzo de 2017

El último baile

            Hacía semanas que el otoño había llegado al bosque. El sol del amanecer se filtraba entre los árboles y sus reflejos dorados hacían brillar las grandes hojas todavía bañadas por frías gotas de rocío. A esa hora apenas calentaba. El olor a tierra húmeda inundaba el ambiente y tan sólo el rumor provocado por el paso de un río crecido y el aleteo de algún pájaro en busca de su desayuno, rompían el silencio instalado entre árboles milenarios.


     Llevaba días intentado resistirme, pero en el momento en que noté su frío aliento supe que mi última batalla estaba a punto de dar comienzo. Tiró de mí. Primero fue una suave invitación que se tornó en un gesto brusco que me hizo salir a bailar. Sabía lo que eso significaba. Había visto infinidad de veces como lo hacía con otras.


     Comenzamos una danza frenética mientras me llevaba de un lado a otro acelerando el ritmo por momentos y susurrándome al oído dulces mentiras disfrazadas con la música que sólo él sabía hacer sonar. Me hacía sentir libre. Toda una vida de tranquilidad y sosiego perdía su sentido al elevarme de su mano y volar por encima de las copas, cada vez más despobladas, sin preocuparme por un futuro ya conocido que pronto se convertiría en presente. La música aflojo a la vez que comenzó a mecerme tiernamente entre sus brazos, acariciándome con dulzura, preparándome para lo que los dos sabíamos que era inevitable. Me indujo a un sueño eterno y yo me dejé hacer…


     Me abandonó en el suelo, al lado del sendero que cruzaba el bosque, junto a otro montón de hojas secas.


jueves, 9 de marzo de 2017

GRIPE CELENISA




     El fuego ardía en uno de los rincones de la única estancia del edificio. En un pequeño caldero de cobre, hervía agua que poco después se convertiría en una insulsa sopa de nabos, plato único de la cena de Peter para esa fría noche de Diciembre. El poco calor que brotaba de la fogata se escapaba entre las rendijas de unas ventanas desvencijadas y una pesada puerta de madera que nunca llegó a encajar bien en el marco.

     Sentado a la mesa, en uno de los dos únicos taburetes que la rodeaban, Peter miraba las llamas pensando que al día siguiente le tocaría ir al mercado a intentar cambiar algunos de los nabos que no utilizaría para la sopa por algo más consistente. Si el panadero accediera a darle un par de mendrugos por un par de manojos, tendría pan para una quincena y no tendría que preocuparse tanto de tener algo que llevarse a la boca. Con eso, el resto de los nabos y el poco queso que le quedaba, podría pasar un par de semanas perfectamente.

     Le dio un escalofrío y se acercó al fuego: en esta época del año coger frío podía significar la muerte.

-¿Cómo está mi hermano mayor?
     La puerta se abrió de golpe y un hombre algo más joven que Peter irrumpió en la casa.
-¡James! Que alegría de verte. Llegas a tiempo para la cena.

     Durante la cena se pusieron al día. James llevaba meses viajando por toda la isla y su hermano lo encontró bastante demacrado. Mucho más delgado que cuando se fue, con aspecto cansado y tiritaba de forma esporádica. El recién llegado le puso al tanto de sus aventuras y le explicó que en las dos últimas ciudades en las que había estado, la gripe celenisa estaba causando estragos. Era una enfermedad terriblemente contagiosa que comenzaba pareciendo una gripe normal pero viraba de forma repentina provocando altas fiebres, sangrados abundantes por la boca y terminaba con la vida del enfermo entre terribles sufrimientos.

     Peter se estremeció. Nunca había estado enfermo, aunque creía haber padecido todas las enfermedades habidas y por haber. Su hermano le explicó que para evitar contagios, las dos últimas noches había dormido en la calle, porque en los sitios cerrados compartidos con posibles enfermos, era mucho más fácil contraer la enfermedad.

     Se fueron a dormir a un viejo jergón de paja que aproximaron a los rescoldos de la fogata y abrigados por una raída manta, se dieron las buenas noches.

     Despertó bañado en sudor. En su mente todavía vislumbraba imágenes de personas tosiendo sangre y pidiéndole ayuda. Al mirar a su hermano el pánico le hizo ir más allá: seguía dormido, pero en su mano se podía apreciar un pañuelo teñido de color carmesí.


     Salió al exterior buscando aire, pero el resultado no fue el previsto. Su zona era de calles sucias y estrechas, como prácticamente todas las de la ciudad. Un denso olor a orín lo envolvía todo llegando a provocarle arcadas. Caminó hacia la plaza de forma inconsciente. Su hermano estaba contagiado, y seguramente, él también lo estaba. Podía notar como el frío se apoderaba de su cuerpo y las mejillas comenzaban a arderle a causa de la fiebre. Los excrementos de los animales que campaban a sus anchas por las callejas revolvían todavía más su estómago. Al llegar a la plaza, la cosa no mejoró: era día de mercado y aunque fuera el único lugar abierto de la ciudad amurallada, el bullicio de la multitud le hacía sentir todavía peor. Al otro lado de la plaza vio un edificio que le hizo caminar con mayor determinación. Pasó entre la gente sin mirar a nadie por miedo a que reconociesen su enfermedad. Sin hablar por si el virus que le estaba comiendo por dentro podía llevarse a alguien más con el altísimo. Subió la pequeña escalinata y entró en la iglesia.

     El silencio en el interior del templo era absoluto. Se arrodilló para rezar aunque ya notaba dolor en las articulaciones, sin duda el virus avanzaba con rapidez. En la oscuridad que tan solo rompían un par de cirios pudo apreciar los techos abovedados en todo su esplendor. Los gruesos muros de piedra le aislaban de la algarabía que inundaba la plaza y le permitía pensar con claridad. Entre temblores y tiritonas fue consciente de que le quedaban pocas horas de vida, las de mayor sufrimiento. Tomó una decisión, se santiguo y siguió rezando mientras subía los escalones que le llevaban a la única torre de la iglesia, la torre del campanario. Cada escalón era un suplicio. Le ardía el pecho, notaba palpitaciones en la sien y un inconfundible sabor metálico en su boca.

     Cuando unos minutos después llegó al final de su recorrido sus ropas estaban empapadas en sudor. A sus pies la vida seguía ajena a su drama. La cantidad de gente en la plaza había aumentado a medida que se acercaba el mediodía. Los tenderos seguían ofreciendo su mercancía a gritos, y cuando escuchó repicar las campanas a su espalda, se precipitó hacia el vacio.

     James despertó descansado. Miró a su alrededor buscando a su hermano, pero no lo vio. Había dicho algo del mercado, seguro que estaba allí. Rió recordando el golpe que se había dado en la nariz al caer al suelo durante la noche.

jueves, 2 de marzo de 2017

La sonrisa del payaso



Corrió las cortinas y la luz del día inundó la pequeña habitación de una pensión del casco antiguo de Barcelona. Una cama, un carcomido armario y una silla junto a una sencilla mesa era todo el mobiliario. Sobre las paredes, un cuadro de flores y un espejo sobre la mesa  completaban la austera decoración. Abrió la ventana y aspiró el aire de la mañana: ni puro, ni fresco. Nada que ver con el que años atrás respiraba en la terraza de su casa junto a la costa catalana. Se giró, cogió la mochila que descansaba a los pies de la cama, un pequeño taburete y salió con destino a la rambla.

Se colocó en el lugar habitual, junto a un quiosco de venta de flores y sentado en el taburete y ayudado por un pequeño espejo, comenzó a maquillarse. Un antifaz de pintura blanca sobre sus ojos, una peluca rizada de color amarillo y una nariz de goma roja se complementaban con una enorme sonrisa para convertirle en un payaso de circo, de esos que tienden a desaparecer.
 
Subido en el taburete permanecía inmóvil como si de una estatua se tratase hasta que alguien depositaba una moneda en su raído bombín. Entonces, tras agradecer la donación con una exclamación y un exagerado aspaviento, adoptaba otra posición en la que volvería a pasar un tiempo hasta que otro donante anónimo tuviera a bien contribuir con su causa.

El grupo que le rodeaba iba creciendo. Intentaba no mirar a nadie a la cara y para evitar distracciones, fijaba su vista en un punto al otro lado del grupo hasta que dos coletas rubias llamaron su atención. No tendría más de seis años y las coletas caían a los lados de una cara pálida desde la que dos ojos azules le miraban ilusionados poniendo una nota de alegre color. Vestía con uniforme escolar y agarrada a la mando de una preciosa mujer de pelo dorado (seguramente su madre) observaba con admiración aquel payaso que tan solo se movía tras el sonido de las monedas al caer en su sombrero.

Sacó unas monedas de su pequeño bolsillo y las introdujo en el bombín. Con un rápido movimiento, el payaso infló un globo que había aparecido de la nada y antes de que pudiera reaccionar, la niña tenía en sus manos un bonito perro de color verde. Sonrió mientras la gente aplaudía y al momento siguió su camino.

De vuelta en su cuarto de la pensión se quitó nariz y la peluca y los lanzó sobre la cama. Se miró en el espejo y vio la foto que había sujeta al marco. Una niña de unos seis años con falda a cuadros, calcetines altos y una camisa blanca parecía mirar al payaso. Las lágrimas rodaron por sus mejillas borrando poco a poco una enorme sonrisa blanca.





miércoles, 1 de marzo de 2017

PILOTO 29



-¡Corre David, que solo faltan cinco minutos!
     La voz de Mario reclamaba nervioso a su entrenador para tomarse juntos las doce uvas. Había sido una cena distendida. La familia del pequeño le hacia sentir realmente como uno más de ellos y había reido y cantado hasta prácticamente las doce. Ahora, con las uvas y las botellas de cava preparadas, esperaban las doce campanadas ilusionados con lo que el nuevo año les depararía. Sin duda los echaría de menos. Esta sería la primera noche en la que dormiría en su nuevo hogar. Se había llevado las cosas poco a poco y les había prometido pasarse a desayunar y a comer de vez en cuando.
-Y cuando hagas croquetas, guardame un tupper Rosa- soltó haciendo que la cocinera se llenase de orgullo.
     En la televisión comenzaron a sonar los cuartos, y antes de darse cuenta, el sonido de las botellas de cava descorchándose llenaba el comedor del hostal. Un nuevo año comenzaba.

     La cena en casa de Marta fue bastante tranquila. Hacía mucho tiempo que no celebraban excesivamente fin de año porque montaban una fiesta en el bar después de las campanadas. Aunque al principio les tocaba currar bastante, a partir de las 4 la fiesta era tipo “autoservicio” y ahí era cuando ellos empezaban a divertirse de verdad. Después de tomarse las uvas, Marta se maquilló ligeramente, se arregló el pelo y se enfundó en un vestido de fiesta negro. No se puso tacones, la noche sería larga y quería bailar hasta que el cuerpo aguantase sin sufrir por parecer tres dedos más alta.

       La noche avanzó entre bailes, risas y copas. Practicamente todo la gente que celebraba el fin de año en el pueblo se encontraba en el bar, así que, aunque eran muchos los que decidían pasar estas fechas en ciudades más grandes, el ambiente era lo más parecido a una noche de feria. A medida que la noche fue avanzando, la multitud disminuía hasta que sobre las cinco de la mañana ya eran pocos los que seguían en el local. Ana bailaba con su nuevo chico en un rincón. Era un buen muchacho, uno de los seguidores del equipo que seguramente la haría mucho más feliz de lo que él la habría hecho nunca.

        A David le costaba apartar su mirada de Marta. Ataviada con un sensual vestido negro no paraba de moverse al ritmo de la música. El calor del interior del local actuaba de colorete natural para sus mejillas y una eterna sonrisa iluminaba su cara. Estaba preciosa. Llevaba tiempo pensando en ella de otro modo pero no tenía pensado actuar de momento. Desde luego que esa noche, con las dos copas de más que llevaba encima, no era la noche ideal para intentar algo con ellas.