domingo, 23 de septiembre de 2018

El chico de los viernes




     El reloj de la cafetería marcaba casi las cuatro. Marta aspiró disfrutando del aroma a café recién hecho, miró su reflejo en el espejo e intentó ordenarse el cabello. Sabía que esa melena era uno de sus puntos fuertes, pero a la hora de trabajar suponía un problema y finalmente optó por una cola baja con un par de rizos sueltos a cada lado de la cara. Los días en la costa habían surgido efecto y lucía un bronceado que realzaba el azul de sus ojos. Estaba preciosa y lo sabía.







     Apenas había tres mesas ocupadas con clientes habituales. Tres jubiladas hablaban sin descanso. Saltaban de las hazañas de sus nietos a la novela de moda sin dejar de lado al nuevo novio de Belén Esteban. Junto a ellas, una pareja no levantaba la cabeza de sus respectivos teléfonos sin mediar palabra mientras esperaban que llegara la hora de recoger a sus hijos en el colegio de la esquina. Una joven ejecutiva intentaba frente a su portátil dejarlo todo listo para irse el fin de semana un poco más tranquila.









     A las cuatro y cinco minutos entró por la puerta haciendo levantar la cabeza a la joven del ordenador.





-Ahí tienes a tu bombero – le dijo a Marta su compañera golpeándole con la cadera al pasar por su lado.







Seguía igual que lo recordaba, ¿o quizás todavía más atractivo? Se quitó la americana, la dobló y se giró para colocarla en una de las sillas. “Joder como le quedan los trajes!!” pensó Marta mientras se acercaba a tomarle nota con los ojos clavados en el culo de su cliente. Intentó controlar el incipiente sofoco antes de llegar a la mesa en la que él ya tomaba asiento.





-¡Buenas tardes!



-¡Hola!- sonrío amablemente- ¿Puedes ponerme un café con leche?



-¿Descafeinado, leche fría y azúcar moreno? ¿Con un donut de chocolate?- Marta se adelantó a sus deseos terminando la pregunta con un pícaro guiño.



-¡Por supuesto!



    

     Le encantaban los hoyuelos que se formaban en sus mejillas cuando sonreía. Hacía varios meses que se pasaba todos los viernes a la misma hora, pedía un café con leche y un donut, y leía durante algo más de media hora saboreando los primeros momentos de libertad del fin de semana. Por supuesto que no era bombero a pesar de que en sus fantasías siempre acababa apagando fuegos después de avivarlos. Sabía que trabajaba en una oficina cercana, pero no tenía ni la más remota idea de que hacía allí. Lo que sí que tenía claro desde el primer momento en el que sus miradas se cruzaron era que se lo comería a besos. Era un chico educado que siempre tenía una sonrisa en el momento oportuno pero al que no parecían afectarle las cada vez más descaradas insinuaciones de la camarera.







     Cuando le llevó la comanda a la mesa, él ya estaba sumergido entre las páginas de la novela, ajeno a la mirada provocativa de la chica del ordenador. En el momento en el que había entrado había cambiado prioridades y, ya con la pantalla bajada, removía el café con leche caliente, frío desde hacía un rato, intentando llamar su atención. Marta aprovechó para observarlo mientras se acercaba: había aflojado levemente el nudo de su corbata y un mechón rebelde caía sobre su frente desafiando el poder del fijador que mantenía al resto de cabello a raya. Rozó su mano levemente al dejar la taza sobre la mesa. Parecían unas manos suaves pero fuertes. No pudo evitar sentirlas recorriendo su cuerpo, apretándola contra él y, antes de darse cuenta, las imaginó marcando el ritmo de un galope desenfrenado que volvió a sonrojar sus mejillas justo en el momento en que la miró y le dio las gracias.







     “De hoy no pasa” se dijo volviendo a la barra acalorada. No sabía cómo lo haría, pero esa noche estaría entre sus brazos sí o sí.





     Sonó la campana de la puerta y entró un chico algo desaliñado. Barba de una semana y sin peinar por lo menos durante el mismo tiempo. Vestía camiseta negra, tejanos desgastados, botas y una chaqueta de cuero con un parche de Iron Maiden en la espalda. Miró el interior del local y se dirigió a la mesa ocupada por el chico del traje. Un apasionado beso fue su saludo a falta de palabras.





-Era demasiado perfecto –le dijo su compañera riendo e intentando no hacer demasiada sangre de su desilusión.







     En la mesa de al lado, la ejecutiva había dejado un billete sobre la mesa y había marchado sin tan siquiera pedir la cuenta.

lunes, 17 de septiembre de 2018

¡No va más!





     Hace un rato que no veo más allá.






     La primera vez que entré todo era emocionante. Encontré un ambiente limpio de humo, impensable años atrás. Imaginé la niebla cubriendo gran parte de la sala impregnando con su desagradable olor la ropa de cualquiera que tuviera a bien entrar. Por suerte, hacía tiempo que fumar en locales de pública concurrencia estaba castigado por la ley.







Interminables hileras de máquinas poblaban gran parte de la sala principal. Luces de colores y, sobre todo, una música pegadiza que se metía en mi cabeza martilleando sin descanso mi resistencia, trataban de atraerme hacia la zona más concurrida. Delante de casi todas podías encontrar a gente con la mirada perdida y vasos repletos de monedas que introducían de forma automática antes de pulsar el botón con la esperanza de llenar unos bolsillos cada vez más vacíos. De vez en cuando, se escuchaba una sirena y el sonido del metal que algún afortunado conseguía sacar de las entrañas de la máquina.









     En la mesa de dados, una rubia despampanante besaba los cubos de marfil antes de que el jugador enrachado los tirase. Los gritos de alegría confirmaron que el lanzador seguía con la suerte de su lado haciendo que fueran cada vez más los que apostaban a su favor. Esa euforia contrastaba con el silencio que se vivía en las mesas de cartas: la tensión se palpaba en el tapete y las caras de concentración de los que lo rodeaban denotaban que había en juego cantidades importantes de dinero. Esto no era solo azar, cálculo de probabilidades y psicología entraban en juego para saber las opciones de ganar e intentar leer en el semblante del resto de jugadores si tenían una buena mano.








     El cálculo nunca se me dio bien y como había ido a divertirme y no a pensar, me pedí un whisky de malta y me detuve junto a una ruleta para ver su funcionamiento.









     Parecía bastante simple. Elegías un número, colocabas las fichas encima y esperabas a que cuando la rueda dejase de girar la bolita se detuviera sobre el dígito elegido para multiplicar la apuesta por treinta y seis. También podías elegir entre grupos de números, par o impar, rojo o negro y unas cuantas opciones más a las que no presté atención. Cogí una de mis fichas y la puse sobre el trece negro. El crupier hizo girar la ruleta en un sentido y la bola en sentido contrario. A medida que ambas perdían velocidad, la bola rebotó de un lado a otro hasta detenerse en mi número. Sentí un subidón de adrenalina al verlo que se multiplicó al notar unos pechos apretándose contra mi espalda mientras ese dulce perfume lo llenaba todo.







     - Parece que esta es tu noche de suerte –me susurró al oído.











       Ya no hay cosquilleo. Hace tiempo que cambié el whisky de doce años por una copa del veneno más barato que se puede encontrar al otro lado de la barra de este maldito casino. Las chicas explosivas que se pegaban a mí en las épocas en las que la suerte estaba de mi lado, han cambiado de brazo dejando que tan solo una enorme dosis de desesperación me abrace. El sudor empapa la fina tela de mi camisa pegándola a un cuerpo que se tensa en exceso. El adelanto que ayer me dieron en el trabajo descansa junto al dinero destinado a la hipoteca de este mes sobre el trece negro.





     -¡No va más!