sábado, 25 de agosto de 2018

The show must go on




     Todo comenzó cuando apenas contaban siete años y su padre les prometió una sorpresa para la tarde del sábado. Caminaban nerviosos, cada uno cogido a una de sus manos y sin parar de hablar hasta que al llegar al descampado de detrás de la iglesia, se quedaron con la boca abierta. Una asombrosa construcción de cuerdas y lonas de colores había crecido allí de la noche a la mañana. El espectáculo más grande del mundo había llegado al pueblo.









     La música sonaba por todas partes. Alrededor del circo corrían payasos con zapatos ridículamente grandes mientras un chico, poco mayor que los dos hermanos, lanzaba bolos al aire una y otra vez, volviendo a recogerlos antes de que tocasen el suelo para hacerlos volar de nuevo. El olor que provenía de una jaula con dos feroces leones se mezclaba con el de palomitas dulces y manzanas de caramelo, pintando de asombro e ilusión la cara de los pequeños. Cuando estaban a punto de entrar, una gitana que decía leer el futuro miro a los niños y cambiando su cara misteriosa por una enorme sonrisa les dijo:



 

-   Bienvenidos a vuestra casa.








      Desde entonces no dejaron de imaginarse en el centro de la pista. Jugaban a que viajaban de ciudad en ciudad llevando su espectáculo dónde quiera que hubiese espacio para plantar su gran carpa. Bobby, el perro de su abuela, se convertía por momentos en una fiera salvaje traída de la profundidad de la selva africana para obedecer las órdenes de los osados domadores. Otras veces, era un caballo capaz de hacer las más brillantes cabriolas para regocijo del que ellos imaginaban un público entregado.






     Las tardes que Bobby no estaba, los columpios del parque se convertían en peligrosos trapecios en los surcaban el aire a metros del suelo para terminar aterrizando después de un espectacular salto mortal del que más de una vez salieron con las rodillas ensangrentadas.






     Camino al colegio, los bordillos se transformaban en finas cuerdas sobre las que caminar con los brazos extendidos. De forma lenta, pero con paso firme, cruzaban la inmensa estructura de lado a lado, incluso se permitían el lujo de dar algún saltito a la pata coja o cambiar el sentido para dar más emoción al número a pesar del riesgo que conllevaban los giros bruscos en mitad de aquel abismo.


 



     Todo eso cambió cuando uno de sus números llevó a Dani al hospital. “El increíble niño volador” se colocó de pie sobre el pequeño balancín metálico y, cuando sus compañeros saltaron al alimón sobre el otro extremo, se elevó un par de metros en el aire desafiando a la gravedad para aterrizar de cabeza contra el duro suelo.






     Años después, entre actuación y actuación del “Gran circo hermanos Romanoff”, se siguen riendo de lo ocurrido cuando Dani recuerda sus inicios señalando a los presentes la cicatriz que, aún hoy, adorna su frente.



miércoles, 8 de agosto de 2018

La casa del bosque


Apenas tendríamos doce años cuando decidimos afrontar la que sería nuestra gran aventura de ese día. Descendimos excitados el desnivel que nos llevaría al pequeño bosque que resistía entre los campos de cultivos y la parte trasera de la casa en la que vivían los tíos de David. Las higueras y los sauces ocultaban la luz del Sol provocando un ambiente fresco y húmedo que se agradecía en aquella calurosa mañana estival. Solo el cantarín sonido de un riachuelo cercano rompía el silencio que parecía instaurado en aquel calmado rincón del mundo







     Los muros de la casa comenzaron a verse entre los árboles. Sin duda, había vivo mejores épocas. Las paredes, años atrás encaladas de forma impecable, hacía tiempo que mostraban el barro de los adobes que la sostenían en pie. Las ventanas del piso de arriba colgaban desvencijadas, sujetas por la hiedra que otrora adornaba la pared lateral y que ahora crecía sin control enredándose en las ramas de un melocotonero cercano.







     Sus habitantes desaparecieron hace tiempo. Se escuchaban distintas versiones en el pueblo. Algunos decían que las dos hermanas eran brujas que una noche subieron a lomos de sus escobas acudiendo a la llamada del maligno. Otros, que la hermana mayor se volvió loca y la pequeña no tuvo más remedio que encerrarla para salvar su vida. En las noches de tormenta todavía se escuchan sus risas desquiciadas mezclándose con los truenos. La abuelita de David nos explicó que se pusieron enfermas a la vez y fallecieron en el interior de la casa, pero cuando el vecino más cercano intentó acercarse, se encontró con todo cerrado y sus llamadas solo fueron contestadas por el maullar del gato negro que convivía con ellas. Nadie cree que marcharan a vivir a otro lugar sin llevarse a su gato.









     Sabíamos que chicos mayores se habían colado alguna vez y todos coincidían en que la casa estaba encantada. Hablaban de ruidos, de voces, de presencias de ultratumba y, lo más extraño, aunque todos terminaban por salir de allí corriendo y sin pararse a mirar atrás, al momento la puerta aparecía cerrada con el cerrojo que había en el interior.









     Nos acercamos con cautela a la vieja puerta de madera y la empujé sin mucha confianza al principio y un poco más decidido después. La madera emitió un leve sonido pero no cedió. Miré a mi compañero que observaba un par de metros a mi espalda.




-Ese debe de ser el agujero.






     Le señalé un hueco un par de palmos bajo la cerradura. Un chico que decía haber entrado solo meses atrás, nos explicó que si metías el brazo por ese agujero podías llegar a descorrer el cerrojo que bloqueaba el acceso. Tenía claro que David no metería la mano, así que en un arranque de coraje, me arrodillé e intenté que el temblor de mi brazo no fuera demasiado inconveniente para lograr nuestro objetivo. Subí la mano por la parte interior de la puerta y la saqué asustado al notar que algo me envolvía.





-¡Joder que susto!





     Mi amigo, que había dado dos pasos atrás al escuchar mi grito, se acercó de nuevo para ayudarme a quitar las telarañas que cubrían mi mano.





-Me parece que he rozado el pasador al sacar la mano- le confesé con la adrenalina recorriendo mi pequeño cuerpo.




     Esta vez más decidido, introduje el brazo hasta el codo y no tarde en localizar el frio metal que se deslizó con suavidad, dando la sensación de estar recién engrasado. Los goznes no. Los goznes chirriaron como si la puerta llevará siglos sin abrirse. Como si quisiera avisar al resto de la casa de que alguien la había despertado de su letargo.








     El interior estaba vacío y polvoriento. Solo un armario bajo de madera oscura y las telarañas que colgaban caprichosas, adornaban unas paredes repletas de desconchones que una vez debieron ser tan blancas como el exterior de la casa. A cada lado del pasillo había dos puertas y algo más adelante, la que debió de ser la sala de estar se abría ante nosotros. Caminamos muy juntos y despacio, intentando hacer el menor ruido posible, temerosos de despertar a los fantasmas que las leyendas situaban entre aquellos muros. Asomamos la cabeza con cautela a las habitaciones que iluminadas por unos altos ventanucos, nos mostraron sendas camas desnudas y una cómoda con varios cajones que no nos atrevimos a abrir. En la sala grande, la luz que entraba por el enorme hueco que daba al patio trasero mostraba un chimenea que controlaba la estancia desde un rincón y una escalera estrecha que ascendía al piso de arriba. Nos estremecimos cuando un gato negro paso disparado entre nosotros para perderse en la maleza que se había adueñado del patio hasta el punto de comenzar una huida que no fue más allá de los tres primeros pasos.








     Nos miramos e intentamos reír y, aunque la risa fue todo la falsa que cabía esperar, nos infundió valor suficiente para acometer el ascenso al piso superior.








     Tres tramos de escaleras estrechos y oscuros nos frenaron más de lo que nos habría gustado. No sabíamos que nos encontraríamos al realizar cada giro y asomábamos la cabeza pensando que en cualquier momento aparecerían las brujas con sus uñas afiladas y lanzándonos mil maldiciones. Al final aparecimos en un pequeño distribuidor con tres puertas, dos abiertas y una cerrada. Las ventanas de las habitaciones eran bastante más grandes que las del piso inferior y eso nos tranquilizó un poco. Una de ellas estaba completamente vacía de mobiliario, tan solo el retrato de una mujer de intensa mirada colgaba de una de las paredes desnudas. En el techo se podían ver las vigas de madera que sostenían el tejado en cuyos huecos algunos pájaros habían aprovechado para anidar. La otra era exactamente igual en cuanto a tamaño. La hiedra impedía la entrada de parte de la luz, pero a pesar de ello, se podía contemplar las paredes y un rincón oscurecido en el que parecía haber ardido una hoguera tiempo atrás. No había cuadros, ni muebles, solo una lona arrugada bajo la ventana. Ni se nos pasó por la cabeza mirar si había algo debajo.







     Afrontamos expectantes la puerta cerrada. La luz que entraba a través de las otras habitaciones nos tranquilizó lo suficiente como para no plantearnos salir de allí sin ver la casa entera. Al empujar la madera, el chirrido provocó un escalofrío que eliminó de buenas a primeras toda nuestra entereza. Una bocanada de aire glaciar salió a recibirnos cuando dimos los primeros pasos hacia el interior de una habitación más oscura que el resto. La ventana que daba justo encima de la puerta de entrada, estaba cubierta por una cortina que impedía la entrada de luz. Caminamos juntos hacia ella y la descorrimos. Dos pájaros aletearon sobre nuestras cabezas escapando al exterior. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la luz, descubrimos un figura de un medio metro en la esquina más alejada de la puerta.


Me quedé petrificado al ver lo que parecía una figura en porcelana de una niña vestida de blanco, de un blanco riguroso e impecable, sin una mota de polvo. La tela de su vestido se movía empujada por la brisa que entraba por la ventana. Tenía el pelo rubio y largo, por debajo de la cintura, las manos extendidas y unos cristalinos ojos azules cuya mirada se perdía más allá de la puerta. La huida de mi compañero me trajo de vuelta a la realidad. Se me aceleró el corazón al verlo salir disparado escaleras abajo, pero aún más cuando volví a mirar la muñeca y vi sus ojos clavados en los míos.








     Corrí y corrí sin mirar atrás. Bajé aturullado las escaleras, notando pasos que me perseguían y manos que tiraban de mi camiseta. Estuve a punto de caer varias veces antes de salir al bosque y escuchar un portazo tras de mí. Recuperamos la respiración apoyados en un árbol a una distancia prudencial. Desde allí, todavía temblando, observamos la puerta cerrada, no quisimos comprobar si con cerrojo. En el piso superior, justo encima de la entrada, una cortina impedía que la luz entrara en la habitación a través de la ventana.