Apenas
tendríamos doce años cuando decidimos afrontar la que sería nuestra gran
aventura de ese día. Descendimos excitados el desnivel que nos llevaría al
pequeño bosque que resistía entre los campos de cultivos y la parte trasera de
la casa en la que vivían los tíos de David. Las higueras y los sauces ocultaban
la luz del Sol provocando un ambiente fresco y húmedo que se agradecía en
aquella calurosa mañana estival. Solo el cantarín sonido de un riachuelo cercano rompía el silencio que parecía instaurado en aquel calmado rincón del
mundo
Los
muros de la casa comenzaron a verse entre los árboles. Sin duda, había vivo
mejores épocas. Las paredes, años atrás encaladas de forma impecable, hacía
tiempo que mostraban el barro de los adobes que la sostenían en pie. Las
ventanas del piso de arriba colgaban desvencijadas, sujetas por la hiedra que
otrora adornaba la pared lateral y que ahora crecía sin control enredándose en
las ramas de un melocotonero cercano.
Sus
habitantes desaparecieron hace tiempo. Se escuchaban distintas versiones en el
pueblo. Algunos decían que las dos hermanas eran brujas que una noche subieron
a lomos de sus escobas acudiendo a la llamada del maligno. Otros, que la
hermana mayor se volvió loca y la pequeña no tuvo más remedio que encerrarla
para salvar su vida. En las noches de tormenta todavía se escuchan sus risas
desquiciadas mezclándose con los truenos. La abuelita de David nos explicó que
se pusieron enfermas a la vez y fallecieron en el interior de la casa, pero
cuando el vecino más cercano intentó acercarse, se encontró con todo cerrado y
sus llamadas solo fueron contestadas por el maullar del gato negro que convivía
con ellas. Nadie cree que marcharan a vivir a otro lugar sin llevarse a su
gato.
Sabíamos
que chicos mayores se habían colado alguna vez y todos coincidían en que la
casa estaba encantada. Hablaban de ruidos, de voces, de presencias de ultratumba y,
lo más extraño, aunque todos terminaban por salir de allí corriendo y sin
pararse a mirar atrás, al momento la puerta aparecía cerrada con el cerrojo que
había en el interior.
Nos
acercamos con cautela a la vieja puerta de madera y la empujé sin mucha
confianza al principio y un poco más decidido después. La madera emitió un leve
sonido pero no cedió. Miré a mi compañero que observaba un par de metros a mi
espalda.
-Ese debe de ser el agujero.
Le
señalé un hueco un par de palmos bajo la cerradura. Un chico que decía haber
entrado solo meses atrás, nos explicó que si metías el brazo por ese agujero
podías llegar a descorrer el cerrojo que bloqueaba el acceso. Tenía claro que
David no metería la mano, así que en un arranque de coraje, me arrodillé e
intenté que el temblor de mi brazo no fuera demasiado inconveniente para lograr
nuestro objetivo. Subí la mano por la parte interior de la puerta y la saqué
asustado al notar que algo me envolvía.
-¡Joder que susto!
Mi
amigo, que había dado dos pasos atrás al escuchar mi grito, se acercó de nuevo
para ayudarme a quitar las telarañas que cubrían mi mano.
-Me parece que he rozado el pasador
al sacar la mano- le confesé con la adrenalina recorriendo mi pequeño cuerpo.
Esta
vez más decidido, introduje el brazo hasta el codo y no tarde en localizar el
frio metal que se deslizó con suavidad, dando la sensación de estar recién
engrasado. Los goznes no. Los goznes chirriaron como si la puerta llevará
siglos sin abrirse. Como si quisiera avisar al resto de la casa de que alguien
la había despertado de su letargo.
El interior estaba vacío y polvoriento.
Solo un armario bajo de madera oscura y las telarañas que colgaban caprichosas,
adornaban unas paredes repletas de desconchones que una vez debieron ser tan blancas
como el exterior de la casa. A cada lado del pasillo había dos puertas y
algo más adelante, la que debió de ser la sala de estar se abría ante nosotros.
Caminamos muy juntos y despacio, intentando hacer el menor ruido posible,
temerosos de despertar a los fantasmas que las leyendas situaban entre aquellos
muros. Asomamos la cabeza con cautela a las habitaciones que iluminadas por
unos altos ventanucos, nos mostraron sendas camas desnudas y una cómoda con
varios cajones que no nos atrevimos a abrir. En la sala grande, la luz que
entraba por el enorme hueco que daba al patio trasero mostraba un chimenea que
controlaba la estancia desde un rincón y una escalera estrecha que ascendía al
piso de arriba. Nos estremecimos cuando un gato negro paso disparado entre
nosotros para perderse en la maleza que se había adueñado del patio hasta el
punto de comenzar una huida que no fue más allá de los tres primeros pasos.
Nos miramos e intentamos reír y, aunque la
risa fue todo la falsa que cabía esperar, nos infundió valor suficiente para
acometer el ascenso al piso superior.
Tres tramos de escaleras estrechos y
oscuros nos frenaron más de lo que nos habría gustado. No sabíamos que nos
encontraríamos al realizar cada giro y asomábamos la cabeza pensando que en
cualquier momento aparecerían las brujas con sus uñas afiladas y lanzándonos
mil maldiciones. Al final aparecimos en un pequeño distribuidor con tres
puertas, dos abiertas y una cerrada. Las ventanas de las habitaciones eran
bastante más grandes que las del piso inferior y eso nos tranquilizó un poco.
Una de ellas estaba completamente vacía de mobiliario, tan solo el retrato de
una mujer de intensa mirada colgaba de una de las paredes desnudas. En el techo
se podían ver las vigas de madera que sostenían el tejado en cuyos huecos
algunos pájaros habían aprovechado para anidar. La otra era exactamente igual
en cuanto a tamaño. La hiedra impedía la entrada de parte de la luz, pero a
pesar de ello, se podía contemplar las paredes y un rincón oscurecido en el que
parecía haber ardido una hoguera tiempo atrás. No había cuadros, ni muebles,
solo una lona arrugada bajo la ventana. Ni se nos pasó por la cabeza mirar si
había algo debajo.
Afrontamos expectantes la puerta cerrada.
La luz que entraba a través de las otras habitaciones nos tranquilizó lo
suficiente como para no plantearnos salir de allí sin ver la casa entera. Al
empujar la madera, el chirrido provocó un escalofrío que eliminó de buenas a
primeras toda nuestra entereza. Una bocanada de aire glaciar salió a recibirnos
cuando dimos los primeros pasos hacia el interior de una habitación más oscura
que el resto. La ventana que daba justo encima de la puerta de entrada, estaba
cubierta por una cortina que impedía la entrada de luz. Caminamos juntos hacia
ella y la descorrimos. Dos pájaros aletearon sobre nuestras cabezas escapando
al exterior. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la luz, descubrimos un
figura de un medio metro en la esquina más alejada de la puerta.
Me quedé
petrificado al ver lo que parecía una figura en porcelana de una niña vestida
de blanco, de un blanco riguroso e impecable, sin una mota de polvo. La tela de
su vestido se movía empujada por la brisa que entraba por la ventana. Tenía el
pelo rubio y largo, por debajo de la cintura, las manos extendidas y unos
cristalinos ojos azules cuya mirada se perdía más allá de la puerta. La huida
de mi compañero me trajo de vuelta a la realidad. Se me aceleró el corazón al
verlo salir disparado escaleras abajo, pero aún más cuando volví a mirar la
muñeca y vi sus ojos clavados en los míos.
Corrí y corrí sin mirar atrás. Bajé
aturullado las escaleras, notando pasos que me perseguían y manos que tiraban
de mi camiseta. Estuve a punto de caer varias veces antes de salir al bosque y
escuchar un portazo tras de mí. Recuperamos la respiración apoyados en un árbol
a una distancia prudencial. Desde allí, todavía temblando, observamos la puerta
cerrada, no quisimos comprobar si con cerrojo. En el piso superior, justo
encima de la entrada, una cortina impedía que la luz entrara en la habitación a
través de la ventana.