lunes, 15 de abril de 2024

El cielo puede esperar

 

 


 

Los vivos dicen que los fantasmas son el alma de seres atormentados. Personas que dejaron cosas sin resolver en el mundo que habitaban y que se aferran a él con la única misión de solventarlos para poder descansar en paz. 

 

El último día que latió mi corazón fue un domingo de diciembre. Hacía años que estaba enfermo y aunque nunca hablé de ello con mi gente, tenía claro que no había vuelta atrás. No sé si fue un penúltimo guiño del destino o la dosis de morfina, pero aquel día me encontraba extrañamente bien. Como cada domingo desde que comenzaron a independizarse, vinieron todos a comer a casa. Fue una comida amena: mi hijo y yo nos metimos con el marido de mi hija hablando de fútbol, nos contaron las batallitas de la semana con los niños y cuando después del café me senté en el sillón, dejaron al pequeño en mi regazo. Apenas tenía seis meses y la misma cara que su hermana mayor, que no le soltaba la mano en ningún momento. 

 

Pero llegó la noche y se acabó la tregua. El dolor se convirtió en algo insoportable hasta el punto que cuando escuché la ambulancia fui consciente de que allí terminaba todo. Me dejé ir en una camilla del hospital. Me habían sedado y tan solo abrí los ojos un instante para ver a la mujer de mi vida junto a mis hijos agarrando mis manos.

 

Y si tenía alguna duda, ahí desapareció: “yo me quedo aquí” me dije mientras algo intentaba alejarme de mi cuerpo.

 

Desde aquel día han pasado muchos años y he disfrutado y sufrido a partes iguales. He estado al lado de mis hijos en muy buenos momento y algunos malos, que estar solo en los buenos es fácil, y aunque supongo que la mayoría creerán que su vida es normal, para mí han logrado cosas excepcionales. Se han tropezado, han caído, se han levantdo y se han vuelto a tropezar (a veces con la misma piedra, ellos siguen siendo humanos) pero han seguido avanzando y poco a poco, y con mucho trabajo, han conseguido la mayoría de sus metas. Son muy tozudos, no sé a quién habrán salido.

 

 Mis nietos ya son mayores de edad. Los he visto crecer poco a poco y me han hecho sentir orgulloso de cada uno de sus pasos. Chicos inteligentes y cariñosos, todo un logro en el mundo que les ha tocado vivir.

 

Hoy es domingo y, como siempre desde que se independizaron, han venido a comer a casa. Ella sigue cocinando más de la cuenta, como siempre que la visitan. Han hablado de todo un poco, trabajo, el pueblo, médicos y mi hijo ha discutido de fútbol con sus sobrinos (no conseguimos que fueran seguidores de nuestro equipo, nadie es perfecto). Han reído. Sobre todo han reído y la han hecho reír.

 

Cuando se ha quedado sola, se ha sentado en el sofá mirando una serie y dormitando. Me he sentado a su lado y al posar mi mano sobre la suya, ha sonreído levemente y aunque sé que es imposible, he notado latir mi corazón. Estoy seguro de que nota mi presencia, o tal vez sean imaginaciones mías, pero hasta que dentro de muchos años volvamos a reunirnos, yo seguiré cuidándola como cuando éramos críos y jugábamos en las calles del pueblo.

 

Los vivos dicen que los fantasmas somos el alma de seres atormentados. Personas que dejamos cosas sin resolver en el mundo que habitábamos y que nos aferramos a él con la única misión de solventarlos para poder descansar en paz. En muchos casos es así y tal vez yo sea un bicho raro, único en mi especie, pero mi motivo es otro. Si sigo aquí es porque creo que es imposible imaginar un lugar en el que pueda encontrar más paz y ser más feliz que rodeado de los míos. El cielo puede esperar.