martes, 23 de octubre de 2018

La sonrisa de X


     X es la persona más risueña que jamás he conocido. Nos criamos juntos en un barrio a las afueras de Barcelona. Ya desde pequeñito sonreía continuamente derrochando esa felicidad que tanto apreciamos en la cara de los críos pero de la que, sin darnos cuenta, nos vamos desprendiendo con el paso de los años. Era travieso pero sin maldad. Hacía ese tipo de bromas de las que incluso los adultos reían, de manera que cuando intentaban soltarle alguna reprimenda les resultaba imposible permanecer serios. El los miraba risueño y les prometía que no volvería hacerlo con los dedos cruzados a su espalda.





     Crecimos y él apenas cambió en ese aspecto. Durante la adolescencia, en las tardes que pasábamos encerrados y cabizbajos por la lluvia, él nos contaba emocionado que ese año se podría dejar llevar por la corriente del río que pasaba por el pueblo de sus padres; que en la sierra las cascadas serían espectaculares y que pronto crecería hierba en el descampado de detrás de casa que utilizábamos como campo de fútbol. Siempre terminaba por liarnos y salíamos a coger caracoles para hacer carreras o simplemente salpicarnos unos a otros sobre los charcos que se formaban en las calles sin asfaltar.





     Con los años, no podría ser de otra manera, se convirtió en un chico encantador. Le encantaba abrazar a la gente, abrazos de distinta intensidad dependiendo del momento, abrazos que transmitían esa energía positiva que X compartía con todo aquel que lo necesitara. No sé cómo, pero consiguió seguir viendo la vida con la mirada de un niño. Ilusionado con cada nuevo día, cada nueva experiencia. En los momentos duros, le vi llorar hablando de gente que se había ido, pero sin dejar de reír.





-¡No puedo evitarlo! –repetía si le preguntábamos- Les recuerdo como eran cuando estábamos juntos y verlos felices me impide estar triste por mucho que los eche de menos.







     Y siguió sonriendo, y seguimos creciendo juntos hasta que una tarde de Mayo su rostro cambió. Fue un ínfimo instante, pero algo le asombró hasta un punto al que nunca había llegado.





     El entorno de M siempre le había tenido por una chica rarita. Era la mejor amiga de mi hermana; callada y tímida, parecía que algo le martirizaba. Sus padres le llevaron a psicólogos preocupados porque su niña no reía ni parecía divertirse con nada. Todo estaba bien. Le encantaba hacer deporte y era una buena estudiante, pero ni las mejores comedias ni las trastadas de sus amigas parecían suficiente para hacerle sonreír.





     “La triste”, como le apodaron en el colegio, se convirtió en una chica preciosa de largo cabello negro y unos melancólicos ojos verdes que no perdían detalle de todo lo que sucedía a su alrededor aunque parecía que nada fuese con ella.





     Una tarde, el quinto mes de un año que hace tiempo quedó atrás, a mi hermana se le escapó un “¡Hostia!” cuando paseando con M por el centro comercial vio brillar sus ojos y una preciosa sonrisa iluminando su cara. Siguió su mirada hasta un atónito X que, a escasos metros de ellas, parecía hipnotizado por magia que desprendía la expresión que se reflejaba en el rostro de aquella chica.




     Fue solo un instante.




     Desde aquella tarde de Mayo, X no ha dejado de sonreír; M también lo hace de vez en cuando.




miércoles, 17 de octubre de 2018

Nacida en la tormenta






La noche en que nació, las campanas de la iglesia resonaban por encima del fragor de la tormenta. No era lo  habitual. Nadie en el pueblo recordaba una tormenta con semejante descarga eléctrica desde antes de la guerra, sin embargo, aquella tarde de Marzo, las nubes comenzaron a rodear la pequeña aldea para cerrarse sobre ella lentamente. Parecía que un pequeño ojo de luz diurna se había centrado sobre el pueblo pero que poco a poco, el cansancio causaba mella haciendo que cerrase sus párpados debilitados para dar paso a una de las mayores oscuridades que el ser humano era capaz de imaginar. Las sombras se cernieron sobre el valle antes de que la noche llegara y, al poco rato, infinidad de relámpagos rasgaron el cielo mientras Amelia se retorcía de dolor por las contracciones previas al parto. Una titilante vela iluminaba la pequeña habitación ajena al temporal que azotaba las paredes exteriores. Tan solo Azrael le hacía compañía observándola desde la esquina más cercana.



     Cuando las campanas redoblaron, muchos vieron en eso un mal presagio. Que la llegada de la tormenta solo podía ser una señal del cielo de que nada bueno podía suceder aquella noche.




     Sin embargo una niña sana llegó al mundo trayendo de nuevo la alegría a aquella humilde casa. No tenía que haber sido así, en eso estaba de acuerdo con el resto del mundo,
pero eso era lo de menos. El padre era el elegido, el que la luna le indicó durante la noche de San Juan en la que su esplendor estaba en lo más alto y su circunferencia era perfecta. El embarazo había sido complicado, pero a pesar de llevarlo sola adelante, había cumplido con todos los pasos necesarios. Todas y cada una de las instrucciones se habían llevado a rajatabla, por eso en el momento que aquella niña de piel blanca y pelo rojo llegó al mundo, Amelia y el gato negro que le acompañaba sonrieron ampliamente sabedores de lo que acababa de suceder.




     Acababa de nacer la que estaba llamada a ser la bruja más poderosa del mundo. Por fin había llegado la enviada de Lucifer.


martes, 9 de octubre de 2018

LA ELEGIDA



     Creo que te he estado buscando desde que tengo uso de razón y, a pesar de equivocarme una y otra vez, no pienso rendirme. Eres mi destino y tarde o temprano te encontraré.








     Últimamente tengo la sensación de que no te tengo tan cerca, pero no por eso bajo la guardia, aunque cuando estoy lejos de casa y me parece reconocerte, una ilusión especial ilumina mi cara. Siempre creí que en cuanto te viese sabría que eras tú, pero con el paso de los años las decepciones han ido minando mi moral. Te necesito. Me resulta imposible soñar con esa casita en las montañas o en conducir un descapotable por las carreteras de la Toscana sin haberte sentido junto a mí antes.









     Sé que la providencia te pondrá en mi camino, solo es cuestión de tiempo, y cuando llegues estaré preparado para sujetarte dulcemente con una sonrisa bobalicona en mi cara de corderito degollado.






Puede que sea complicado, que seas una entre mil millones, pero cada semana estoy más convencido de que, esta vez sí, la chica de la administración ha acertado con la combinación ganadora. Siento que por fin descansas en mi  cartera, doblada junto a mi abono de transporte.

lunes, 1 de octubre de 2018

EL HOMBRE DEL FARO


     Desde el acantilado podía divisar las velas de un navío que surcaba el mar alejado de la costa. El sol brillaba con fuerza arrancando destellos plateados de una superficie que comenzaba a erizarse. Había despertado el viento del norte. Vivía solo en aquella maldita isla. Años atrás decidió dejar su profesión y redimirse encargándose del faro que desde aquel islote gobernaba y guiaba a la mayoría de bajeles que cruzaba aquella peligrosa zona del océano. Era una función importante: los arrecifes eran afilados y, si algún barco buscaba refugio en la noche o durante la tormenta, la potente luz le indicaba el camino adecuado para superar los escollos.










     El viento soplo con más fuerza inundándolo todo con un profundo olor a agua salada. Oscuros nubarrones fueron cubriendo el cielo a la vez que el sol se batía en retirada por el horizonte. Esa noche no habría luna. A lo lejos, las velas del barco se aproximaban; el capitán, consciente de la tormenta que se avecinaba, había virado hacia tierra para ponerse a buen recaudo. Llegaría a la costa de noche cerrada. Steven giró sobre sus talones y caminó hacia el edificio que habitaba.







     Al llegar a la puerta comenzaban a caer las primeras gotas. Azotaron su rostro con fuerza, como tantas veces habían hecho cuando surcaba los siete mares a bordo de una de las embarcaciones piratas más temidas y luchaba contra los envites de las olas en altamar. Atrancó la puerta tras cruzarla y ascendió por la larga y estrecha escalera de caracol que le llevaría a la sala acristalada en la que se encontraba la enorme linterna.







     Nunca se dedicó a la piratería por necesidad, disfrutaba siendo así. La vida en el mar, peleas y escaramuzas en sus incursiones en tierra, saquear y matar sin piedad a personas, a veces inocentes, con el miedo del que sabía que no podría escapar a la parca reflejado en la cara. Pero los años no pasaban en balde y llegó un momento en el que se comenzó a preocupar en exceso por su vida durante cada reyerta: era el momento de cambiar.







     Llegó a un acuerdo con el gobernador inglés para conseguir su inmunidad y un trabajo como farero a cambio de entregar su navío con la tripulación incluida. No lo dudó. Jamás tuvo remordimientos, pero no podía evitar añorar los días en que era realmente libre.





     Al llegar a lo alto del faro se sentó a mirar a través de los cristales. La oscuridad cubría el océano en el que tan solo se apreciaban las briznas de espuma que algún relámpago esporádico hacía visibles. El barco se acercaba a la costa zarandeado por los envites de enormes olas haciendo cada vez más difícil mantener el rumbo adecuado.








     Estos eran los pocos momentos que hacían que la vida en ese rincón del mundo mereciese la pena. No pensaba encender el faro hasta que fuera imposible la vuelta atrás. La tripulación vería la luz justo en el momento de estrellarse contra las rocas.







     Imaginó la cara de terror de los navegantes y una cruel sonrisa se dibujó en su rostro.