jueves, 9 de marzo de 2017

GRIPE CELENISA




     El fuego ardía en uno de los rincones de la única estancia del edificio. En un pequeño caldero de cobre, hervía agua que poco después se convertiría en una insulsa sopa de nabos, plato único de la cena de Peter para esa fría noche de Diciembre. El poco calor que brotaba de la fogata se escapaba entre las rendijas de unas ventanas desvencijadas y una pesada puerta de madera que nunca llegó a encajar bien en el marco.

     Sentado a la mesa, en uno de los dos únicos taburetes que la rodeaban, Peter miraba las llamas pensando que al día siguiente le tocaría ir al mercado a intentar cambiar algunos de los nabos que no utilizaría para la sopa por algo más consistente. Si el panadero accediera a darle un par de mendrugos por un par de manojos, tendría pan para una quincena y no tendría que preocuparse tanto de tener algo que llevarse a la boca. Con eso, el resto de los nabos y el poco queso que le quedaba, podría pasar un par de semanas perfectamente.

     Le dio un escalofrío y se acercó al fuego: en esta época del año coger frío podía significar la muerte.

-¿Cómo está mi hermano mayor?
     La puerta se abrió de golpe y un hombre algo más joven que Peter irrumpió en la casa.
-¡James! Que alegría de verte. Llegas a tiempo para la cena.

     Durante la cena se pusieron al día. James llevaba meses viajando por toda la isla y su hermano lo encontró bastante demacrado. Mucho más delgado que cuando se fue, con aspecto cansado y tiritaba de forma esporádica. El recién llegado le puso al tanto de sus aventuras y le explicó que en las dos últimas ciudades en las que había estado, la gripe celenisa estaba causando estragos. Era una enfermedad terriblemente contagiosa que comenzaba pareciendo una gripe normal pero viraba de forma repentina provocando altas fiebres, sangrados abundantes por la boca y terminaba con la vida del enfermo entre terribles sufrimientos.

     Peter se estremeció. Nunca había estado enfermo, aunque creía haber padecido todas las enfermedades habidas y por haber. Su hermano le explicó que para evitar contagios, las dos últimas noches había dormido en la calle, porque en los sitios cerrados compartidos con posibles enfermos, era mucho más fácil contraer la enfermedad.

     Se fueron a dormir a un viejo jergón de paja que aproximaron a los rescoldos de la fogata y abrigados por una raída manta, se dieron las buenas noches.

     Despertó bañado en sudor. En su mente todavía vislumbraba imágenes de personas tosiendo sangre y pidiéndole ayuda. Al mirar a su hermano el pánico le hizo ir más allá: seguía dormido, pero en su mano se podía apreciar un pañuelo teñido de color carmesí.


     Salió al exterior buscando aire, pero el resultado no fue el previsto. Su zona era de calles sucias y estrechas, como prácticamente todas las de la ciudad. Un denso olor a orín lo envolvía todo llegando a provocarle arcadas. Caminó hacia la plaza de forma inconsciente. Su hermano estaba contagiado, y seguramente, él también lo estaba. Podía notar como el frío se apoderaba de su cuerpo y las mejillas comenzaban a arderle a causa de la fiebre. Los excrementos de los animales que campaban a sus anchas por las callejas revolvían todavía más su estómago. Al llegar a la plaza, la cosa no mejoró: era día de mercado y aunque fuera el único lugar abierto de la ciudad amurallada, el bullicio de la multitud le hacía sentir todavía peor. Al otro lado de la plaza vio un edificio que le hizo caminar con mayor determinación. Pasó entre la gente sin mirar a nadie por miedo a que reconociesen su enfermedad. Sin hablar por si el virus que le estaba comiendo por dentro podía llevarse a alguien más con el altísimo. Subió la pequeña escalinata y entró en la iglesia.

     El silencio en el interior del templo era absoluto. Se arrodilló para rezar aunque ya notaba dolor en las articulaciones, sin duda el virus avanzaba con rapidez. En la oscuridad que tan solo rompían un par de cirios pudo apreciar los techos abovedados en todo su esplendor. Los gruesos muros de piedra le aislaban de la algarabía que inundaba la plaza y le permitía pensar con claridad. Entre temblores y tiritonas fue consciente de que le quedaban pocas horas de vida, las de mayor sufrimiento. Tomó una decisión, se santiguo y siguió rezando mientras subía los escalones que le llevaban a la única torre de la iglesia, la torre del campanario. Cada escalón era un suplicio. Le ardía el pecho, notaba palpitaciones en la sien y un inconfundible sabor metálico en su boca.

     Cuando unos minutos después llegó al final de su recorrido sus ropas estaban empapadas en sudor. A sus pies la vida seguía ajena a su drama. La cantidad de gente en la plaza había aumentado a medida que se acercaba el mediodía. Los tenderos seguían ofreciendo su mercancía a gritos, y cuando escuchó repicar las campanas a su espalda, se precipitó hacia el vacio.

     James despertó descansado. Miró a su alrededor buscando a su hermano, pero no lo vio. Había dicho algo del mercado, seguro que estaba allí. Rió recordando el golpe que se había dado en la nariz al caer al suelo durante la noche.

4 comentarios:

  1. ¿Entonces fue una muerte inútil? Qué terrible, cómo la mente nos juega esas malas pasadas, haciéndonos actuar en consecuencia a cosas imaginadas.
    Muy buen relato, David.
    Un abrazo

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  2. Un relato con una incógnita, la gripe que el tanto sentía no era tal. Se precipitó al vacío pensando que su hermano le había contagiado. muy buen relato David

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