Vestía
de riguroso negro, algo que contrastaba en exceso con el resto de ella. Piel
blanca, pelo rubio platino y unos ojos azules con toda la claridad que unos ojos
humanos podían tener. Solo sus labios daban una nota de color que discordaba
con la lucha entre la luz y la oscuridad, solo los labios eran capaces de
llevarte al cielo o al infierno según la diosa fortuna hiciera que se levantara
ese día. A mí me llevó de un lugar al otro.
La
conocí de casualidad, como suele suceder con las mejores cosas de la vida.
Sentado en la terraza del bar de una pensión con vistas al río, entró caminando
despacio y, tras echarme una desinteresada mirada, ocupó una mesa cercana. La
observé, analicé y saqué conclusiones precipitadas, como solemos hacer cuando
nos sentimos en nuestro hábitat y seguros de nosotros mismos.
Extranjera,
de vacaciones y de paso en el pueblo, dudaba que estuviese por aquí más de un
par de días. De vida saludable, deportista por el tipo de ropa y por un cuerpo
perfectamente moldeado, seguro que se tomaría una infusión antes de abrir algún
libro sobre la historia de esta zona de España que visitaba por primera vez.
Seguro que era doctora o veterinaria.
Cuando
vi que el libro que abría era una versión en inglés de “El nombre del viento”
despertó un poco más mi atención, pero fue la jarra de cerveza que dejaron en
su mesa lo que me ganó definitivamente.
-Do you like it? –osé preguntarle
con lo poco que recordaba de las clases de inglés que recibí durante mis años
de bachiller.
-La verdad es que me está
sorprendiendo gratamente –me contestó en un perfecto castellano sonriendo por
primera vez- Tanto el libro como la cerveza.
Me
atreví a acercarme para seguir con la conversación. Cerró el libro y pidió dos
jarras más. Notaba como sus ojos entraban en mis pensamientos mientras
intentaba venderle las virtudes del pueblo, crecido a medida que pasaba el
tiempo y permanecía a mi lado. Apenas hablaba de ella, ni siquiera me dijo su
nombre, solo explicó que venía del Sur y
que estaba preparando un estudio sobre las distintas costumbres del Norte de
España. Yo no podía dejar de mirar sus labios. Los imaginaba suaves y dulces,
de esos que cuando tienes pegados a los tuyos no quieres dejar ir.
-¿Y cuándo te vas?- le pregunté
intentando descubrir si podría disfrutar mucho más con su presencia.
-Ahora.
Cogió
mi mano y me arrastró escaleras arriba hasta empujarme al interior de una de
las habitaciones. Antes de poder reaccionar ya me había desnudado y cabalgaba
sobre mí. Entrelazó sus dedos con los míos impidiendo que acariciase esa piel
que tanto anhelaba, manteniendo mi boca lejos del vaivén de sus pechos, llevándome
a tocar el cielo entre suspiros y gemidos hasta que, exhausta, dejó caer su
cuerpo empapado en sudor encima del mío.
Me
besó. Nunca habría podido imaginar el tacto de esos labios, el calor de esa
lengua, la relajación de esa respiración que volvía a la calma haciendo que
Morfeo me arrastrara a su mundo a pesar de mis vanos intentos por resistirme.
La
soñé junto a mí. Paseando a orillas del río cogidos de la mano, comiendo juntos
las uvas de fin de año, de muchos fines de año. Vestida de blanco y sonriendo
mientras caminaba por el pasillo de la iglesia antes de dar el sí quiero.
Empujando el carrito de nuestros niños, envejeciendo a su lado, aunque ella
seguía siendo la joven voluptuosa de la terraza del bar de la pensión…
Desperté
en una habitación vacía. Sobre la mesita de noche, un ejemplar de “El nombre
del viento” era el único rastro de que aquel ángel (¿o demonio?) era real. Al
abrirlo, un beso de carmín rojo marcaba la primera página en lo que yo quise
entender como una despedida.
Han
pasado treinta y siete años, tres meses y un día y tal vez os pueda sonar
extraño pero, durante todo este tiempo, no ha habido ni una sola noche en la
que no haya soñado con los labios de aquella chica sin nombre.