jueves, 15 de octubre de 2020

Como el abuelo me enseñó

 

 

     El sol comenzaba a asomar entre las montañas cuando salí de las porquerizas. Caminé despacio hacia la granja, satisfecho de haber hecho bien mi trabajo, como cada mañana. Los cerdos crecían a buen ritmo y pronto estarían preparados para pasar por el matadero. Las carnicerías de la zona se los rifarían a sabiendas de que la carne de mis cerdos era la más sabrosa gracias a los cuidados que les proporcionaba a diario. Procurar que sean felices, que hagan ejercicio, una buena alimentación… todo eso junto era la clave para que el resultado final fuera el óptimo.

 


 

 

     En otras circunstancias no lo haría, pero tenía que ir al pueblo a comprar, así que me desnudé y tomé una ducha rápida. Me puse con calma la ropa que me esperaba sobre la cama. Primero los calcetines “un hombre siempre se viste por los pies”, me repetía siempre el abuelo. De él lo aprendí todo, gracias a él era quien era.

 

     Me asomé a la habitación antes de marchar. Su melena rubia se recortaba sobre la almohada mientras su profunda respiración rompía el silencio de una estampa de cuento de Disney. La noche había sido intensa y tardó en quedarse dormida así que la dejé disfrutando del merecido descanso. Salí de casa, cerré con llave y me subí a mi viejo todoterreno decidido a comprar en el pueblo todo lo que necesitaba.

 

     Al pasar junto al instituto reduje la velocidad. Allí dentro pasé muchos de los peores momentos de mi vida. En mi época era algo habitual pero después le llamaron bulling y se convirtió en algo malo. Se metían conmigo por mi procedencia, decían que olía a cerdo. ¡Qué sabrían aquellos niñatos! Siempre fui limpio a clase. El abuelo siempre decía que era normal oler a guarro mientras se estuviera en la granja pero, una vez entre el resto de la gente, el aseo tenía que ser algo primordial. A pesar de cumplir a rajatabla esa norma ellos siguieron acosándome. Aceleré para alejarme en el momento en el que comenzaron a salir adolescentes del edificio.

 

     En la puerta de la tienda, un cartel con la foto de una joven desaparecida cubría gran parte del cristal. Tenía una mirada tierna e inocente, con la ilusión propia de alguien que ha tenido una vida fácil, sin preocupaciones ni más problemas que decidir que ropa se pondría al día siguiente o elegir la pareja que le acompañaría al próximo baile entre su ramillete de admiradores. Era guapa, seguro que la mayoría de jóvenes habrían sido capaces de hacer cualquier cosa para conseguir una cita con ella.

 

     El interior de la tienda estaba repleto de cosas para la granja: los sacos de semillas ocupaban gran parte del local pero me dirigí a la zona de herramientas consciente de lo que había ido a buscar. Me crucé con Sebas y me saludó con su efusividad habitual. Le devolví el saludo por educación, pero sin intención alguna de entablar conversación con él. Me daba asco, olía a cerdo. Era un claro ejemplo de lo que el abuelo jamás habría permitido en su granja. Gente como él provocaba que el resto de personas generalizasen y nos tratasen a todos como si fuéramos apestados.

 

     Al pasar por caja, el propietario me preguntó cómo iba la piara confesándome que estaba deseando saborear esa carne tan especial que solo una vez al año salía al mercado. Mientras me cobraba los recambios para la sierra eléctrica le confesé que estaba a punto de comenzar con la última fase del proceso de engordado. Alimentación especial durante un par de semanas y en un mes estarían listos para pasar por el matadero. Me despedí y al salir eche un último vistazo al cartel de la puerta. Seguro que ya habría despertado y esa dulce carita no estaría tan relajada como cuando la dejé atada a la cama. Mis animales darían buena cuenta de esa carne fresca, ideal para alimentarles durante los últimos días, tal y como el abuelo me enseñó.

 

jueves, 1 de octubre de 2020

Avería inoportuna

 

 


 

     El reloj de mi muñeca marcaba la misma hora que el del salpicadero: me quedaban siete minutos de margen. El autobús de las doce cuarenta salía de la parada dejándola libre para que yo pudiera ocuparla durante unos segundos en el momento de recogerlos. Giré a la derecha. Me gustaba aquella amplia avenida, custodiada por grandes castaños y llena de tiendas caras a ambos lados de la calzada. Siempre que podía paseaba por allí con Sonia, pero no dejábamos de sorprendernos de los precios que marcaban las prendas de los escaparates.

 

−Yo no me pondría ese vestido ni aunque me lo regalaran− solía decir ella.

 

     No la creía. El vestido le encantaba y seguro que estaba preciosa luciéndolo con unos zapatos de tacón rojos que vimos poco después. “Será mi próximo regalo” me convencí a mí mismo. Cambié la emisora que sonaba en la radio. 

 

    La cadena de deportes que escuchaba hasta ese momento no era la más adecuada para la situación. Encontré una de música de mi época, “remembers” de temas de hace veinte años, cuando la música máquina sonaba en las discotecas y no nos importaba hacer quinientos kilómetros en una noche para ir al local de moda. Sin darme cuenta, fui acelerando hasta llegar a la parada del autobús con un minuto de antelación.

 

 

     Bajé la ventanilla, encendí un cigarrillo y puse punto muerto sin detener el motor, pero el motor se paró. Traté de arrancar. La batería mandaba su señal, pero el resto del vehículo parecía no estar por la labor. Treinta segundos. Comencé a sudar, a temblar, pero no había manera de que el coche arrancara y el tiempo se acababa. El miedo me atenazó y decidí a salir, cerrar la puerta tras de mí y mezclarme con la gente justo en el momento en el que comenzó a sonar la alarma de un banco cercano. Sabía que para mis compañeros era una putada, pero sin automóvil tendrían que improvisar plan de huida y yo poco podía hacer para ayudarles…