Dejo
el correo sobre el escritorio y me sirvo una copa de vino tinto mientras
disfruto del momento de tranquilidad. El Otoño tiñe de tonos ocres las laderas
que hay al otro lado de la ventana y muestra un mar grisáceo con betas blancas
donde el acantilado delimita la arboleda. Ella me mira desde un dibujo en blanco
y negro, sonriendo, como siempre la recordaré.
Un
brillo especial iluminaba su cara el día que me dio a leer su primer relato.
Hasta entonces no tenía la menor idea de que le gustase escribir y, para
ser sinceros, el resultado me impactó. Le animé a seguir. Trataba las historias
con un lenguaje muy sencillo pero que lograba involucrarme hasta que, cuando
estaba llegando a su fin, la trama daba un giro sorprendente y me dejaba con
la boca abierta. Fueron días felices. Me recordaba leyendo en la pequeña
terraza mientras ella tecleaba una y otra vez con su vieja Olivetti. Nunca le
gustaron los ordenadores para escribir. Lápiz o bolígrafo, pero siempre que
podía, utilizaba ese escandaloso artilugio al que le faltaba la coma y que se
atrancaba una y otra vez. Cuando terminaba de teclear, cogía un rotulador rojo,
se sentaba junto a mí y repasabamos el relato corrigiendo los posibles errores
y colocando las comas que la máquina no era capaz de marcar.
Sus escritos eran mejores a medida que ganaba experiencia, pero la docencia que
nos unió era su vida y jamás se planteó abandonar a sus pequeños para dedicarse
exclusivamente a la literatura. Escribía para ella y para mí, porque le hacía feliz
mi rostro al leer como me disfrazaba en sus relatos de manera que solo yo
podría entender la verdad de la historia.
Todo
se perdió aquella maldita tarde de otoño. Su marcha supuso el fin de mi mundo.
Desde entonces tan solo sobrevivo entre obligaciones y recuerdos sin encontrar
sentido a lo que hago. Había hecho ese trayecto miles de veces. La carretera
que separaba nuestra casa del núcleo urbano estaba repleta de curvas que ella
conocía a la perfección pero, por alguna razón, su coche terminó sumergido en
las aguas del Mediterráneo que se tragó su cuerpo sin dejarme despedirme de ella. No se sabe si se durmió al volante
o realizó algún giro brusco para evitar golpear a uno de los jabalís que tanto
abundan en la zona. De una forma o de otra, su vida terminó un atardecer en los mismos
acantilados que tanto le habían inspirado.
Me
hundí con ella. Pasé de la incomprensión a una rabia incontrolable que dio con
sus escritos ardiendo en la chimenea mientras agarrando una botella lloraba sin
consuelo posible. Malgasté semanas maldiciéndome desolado, incapaz de abrir una
persiana, deseando que esa luz que tantas veces nos había bañado se apagara
para siempre sin volver a tocar mi piel. Una llamada de mis sobrinos me
devolvió a la realidad. Ella no querría verme así. Redecoré el despacho con dibujos y
fotos nuestras y condené a la vieja máquina al exilio del desván sustituyéndola
por un moderno ordenador hace justo ocho años.
Doy
un sorbo a la copa mientras saco tres cuartillas de un sobre sin remitente que
había entre las cartas del banco. Coloco el sobre junto a los otros siete y me
dispongo a leer los párrafos mecanografiados con las comas marcadas en rojo que
desde entonces recibo cada uno de Noviembre.