jueves, 27 de febrero de 2020

LUZ TERAPEUTICA






                Una suave luz, poco más que un punto, rompe la oscuridad que me rodea. Acabo de despertar y me encuentro completamente desorientado. A mí alrededor, la nada lóbrega y húmeda que se va adueñando de mí de forma inexorable lo envuelve todo.




     Y la veo ahí. Lejos pero a mi alcance. Fuente de salud y calor que me permitirá salir de este ostracismo y volver a mi feliz existencia. ¡A mi vida! Me dirijo a ella sin preocupaciones, como tantas veces había hecho con anterioridad, convencido de que cerca de ella todo será más bonito, más esperanzador. El mundo será mejor…



     En el jardín de Andrea suena un chisporroteo cuando otro mosquito muere atraído por la luz ultravioleta que emite la lámpara atrapa insectos.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Hacia la puesta de Sol...





     No era feliz. Me decían que no tenía motivos para quejarme, que me hacían trabajar pocas horas, los descansos eran largos y no se trataba de una tarea muy dura. El ambiente festivo lo hacía todo más ameno, pero pasear a críos sobre mi lomo no era lo que había soñado a pesar de haberme resignado hace mucho tiempo a mi destino.



     Las ferias solían ser entretenidas y nos permitían visitar nuevos pueblos cada semana. En algunas se pasaban con la pirotecnia (no sé cómo eso puede gustar a los humanos, a nosotros nos aterroriza) y otras teníamos alguna atracción demasiado cerca. Si eran colchonetas no pasaba nada, pero las canciones que reventaban los altavoces de los autos de choque o el sapito loco, diferían demasiado de mis gustos musicales.



     Pues resultó que después de dos semanas bastante malas, de pueblos grises y niños maleducados que me golpeaban con sus talones y tiraban de mis orejas, llegamos a un pequeño pueblecito en la falda de una montaña. Desde el primer momento me enamoré del paisaje. Sería genial poder quedarse a vivir allí. Los prados cubrían el terreno hasta un bosque que no parecía excesivamente frondoso, ideal para pasear al trote después de marcarme un galope a tumba abierta por el prado despejado.



     Fue un espejismo. Al llegar la tarde volvieron a subir a mi lomo niños malcriados que no eran conscientes ni del daño que me hacían ni del que se podían hacer ellos. Sus padres los observaban orgullosos de cómo se mantenían sobre mí. A pesar de todo me preocupaba porque no cayeran. Desde que tenía uso de razón lo hacía. Eran niños, solo niños, y crecerían poco a poco y tal vez se convirtiesen en abogados, médicos o incluso veterinarios.


     Todo cambió cuando ella me eligió. No tendría más de siete años. Morena, pelo revuelto, un vestido azul celeste cubría su cuerpo dejando ver dos heridas recientes en sus rodillas. Tenía pinta de ser un terremoto, pero su mirada era distinta, inocente, limpia, ilusionada…


     Subió de un salto a mi lomo y se agarró a mi cuello.


   ¡Hola bonito! Nos lo vamos a pasar genial. Eres el caballo más pequeño, pero los pequeños somos los mejores.

     Me besó. Fue un beso dulce, fugaz, muy cerca de la oreja derecha, pero ese fue el primer beso que me dio un humano. La primera muestra real de cariño que recibí en mi
existencia.



     Comenzamos a movernos despacio mientras su risa sonaba por encima de la música. Me pedía que fuera más deprisa, que no tuviera miedo, que disfrutase del paseo como ella lo estaba haciendo.


−¡Cabalga caballito! Mira que atardecer más chulo. Vamos a dejarlos con la boca abierta corriendo ladera abajo. ¡Arre!


Y lo hice.


Le pedí que se agarrara fuerte y por primera vez escapé de mi cautiverio. Galopé espoleado por sus gritos, por sus risas. Sentí el aire en mi cara, la hierba fresca bajo mis viejos cascos cansados. Cabalgué hacia el Sol que comenzaba a ponerse disfrutando de lo que sabía que serían mis únicos instantes de libertad. 




Duró poco, pero mereció la pena. Por sentirme libre. Por sentirla feliz. Por ver la cara de todos los presentes cuando el viejo caballo de madera saltó del carrusel para galopar hacia la puesta de Sol.


martes, 11 de febrero de 2020

Como hemos cambiado...




      Sonaba música clásica y todavía no tenía muy claro cómo había llegado a ese punto. Él, rockero empedernido desde que tenía uso de razón, que incluso coqueteo con la melena heavy durante su adolescencia, había aparcado su cerveza para abrir una botella de vino blanco y escuchar a Mozart en lugar de a Extremoduro. No es que hubiera dejado de gustarle el rock y la cerveza, simplemente habían empezado a gustarle otras cosas.



De pequeño tenía pavor a los animales y se comía las lentejas a regañadientes. Las lentejas. Algo a priori sin demasiada importancia, fue lo que le hizo darse cuenta de que las cosas cambian, a veces muy deprisa, y de que no siempre elegimos de forma correcta. Su madre le insistía una y otra vez en lo buenas que eran y que tenían mucho hierro. Para él eran una tortura, prefería las patatas fritas y la pasta, o al menos así fue hasta que marchó a trabajar fuera de su ciudad. Por alguna extraña razón, los viernes, cuando conducía de vuelta a casa, no podía dejar de pensar en las lentejas que su madre estaría preparando. Un buen plato de lentejas con chorizo, de ese que devoraría a sabiendas de que los ardores que le iba provocar serían un cruel castigo. No le importaba. El placer que le proporcionaba aquel plato compensaba con diferencia tener que pasar la tarde a golpe de sales de fruta.




Y ahí comenzó a darse cuenta de que tal vez la vida tenía más sorpresas escondidas. Abrió sus sentidos al mundo y escuchó, miró, tocó, olió y saboreó todo lo que tuvo a su alcance como si aquella fuera su última oportunidad de hacerlo. Entre desengaño y desengaño (porque no nos engañemos, no todo fue de su agrado) su abanico de experiencias se fue ampliando y aprendió a disfrutar haciendo cosas que nunca había llegado a imaginar. Una carrera por la playa al atardecer, tres días caminando por la montaña solo con su mochila, una copa de vino y un libro con el sonido de un río de fondo… La vida estaba llena de platos de lentejas y él había decidido indigestarse.




Notó su olor y sintió su cuerpo apretarse junto al suyo en el banco de madera que vivía pegado a la mesa del jardín. Ella había sido el mayor cambio en su vida y la causante, o mejor dicho, la causa, de que ahora se hallara en aquella situación. Allí, sentado con su copa de vino, sonriendo y escuchando una música que nunca habría escuchado años atrás, miraba como el hijo que nunca habría pensado tener jugaba con un perro que años atrás le habría dado pánico.


martes, 4 de febrero de 2020

EL REFLEJO





            Me miro en el espejo y no me convence lo que veo. El paso de los años, los partos, los golpes de la vida han dejado demasiadas cicatrices. En mi reflejo no noto la fuerza de antaño. Aunque las curvas se mantienen, crecen demasiado para mi gusto. Noto cada vez más arrugas en el rostro y la turgencia de mis piernas tiene poco que ver con aquellas que me hacían volar cuando salía a correr. La gravedad no perdona. Por mucho que siga trabajando la musculatura y elasticidad a diario, cada vez me gusto menos. Sin embargo no puedo dejar de sonreír. Sé que eso también me provoca arrugas, pero esas no me preocupan demasiado. Ante mi tengo el reflejo de una mujer feliz.





 *********





     Le miro desde la cama. Esta plantada delante del espejo, completamente despeinada, haciendo muecas y observando su cuerpo descontenta. Sonrío. Esta preciosa. Es preciosa. No puedo imaginar una mirada más dulce ni una sonrisa más sincera. Admiro su cuerpo. La perfección de sus imperfecciones, la asimetría de formas imposibles que mis manos no se cansan de recorrer y se me dibuja en la cara una sonrisa bobalicona. Me siento afortunado, soy un hombre feliz.