Me
levanto cansado, cada día me cuesta más ir a trabajar. Desayuno un par de
tostadas mientras veo las noticias y me pongo el chubasquero antes de partir camino
de la estación. No es que me moleste la lluvia, de hecho ni siquiera me cubro
la cabeza con la capucha, pero pasar todo el día fuera de casa con la ropa mojada
no sería bueno ni para mi imagen ni para mi salud.
El
andén ya espera, repleto de gente, la llegada del tren con destino a Atocha. Me
aíslo del ajetreo exterior subiendo el volumen de la música que utilizo para
relajarme. Al subir al vagón, me coloco en un rincón de la plataforma, ni
siquiera intento buscar un asiento libre a pesar de que el viaje llevará casi
media hora. Me dedico, como cada mañana, a observar a la gente que me rodea
intentando imaginar cómo serán sus vidas.
Estoy
seguro de que la mayoría son estudiantes, aunque hay alguna persona que llama
la atención por encima del resto. Me quito los auriculares a ver a Nelson con
su acordeón en el otro extremo del vagón, uno de los habituales músicos que
amenizan los viajes en trenes de cercanías a cambio de unas monedas, pero es un
reflejo en la ventanilla de enfrente lo que capta mi atención.
¿Es
ella?
Habían
pasado más de treinta años pero jamás había olvidado aquella época. Jóvenes,
sin compromisos ni preocupaciones, recorríamos las calles de Madrid con la
sensación de que el mundo era un lugar maravilloso. Fueron tiempos intensos, y
esa era la palabra que mejor definía nuestra forma de vivirlos. Las noches de Pentagrama
y Vía Láctea escuchando la música de Alaska, Los Secretos y Nacha Pop que
terminó por convertirse en banda sonora de nuestra juventud mientras la movida
madrileña crecía. Siempre estaba ella. El grupo podía ser más o menos numeroso,
pero siempre estaba allí.
La
quise. Desde el silencio, desde la distancia, la quise desde la primera vez que la
vi y hasta que desapareció espantada por lo que estaba haciendo con mi vida. Decepcionada
tras descubrir las marcas en mis brazos después de ser testigo de cómo algunos
de nuestros amigos se perdían por la misma razón. Horrorizada por aquella
sinrazón que me alejaba cada vez más de mí, de todo.
Tardé
mucho en salir de la niebla, en volver a quererme y entender que la vida era
demasiado bonita como para desperdiciarla en sucios portales con viajes hacia
ningún lugar, que comenzaba sin tener claro si había comprado el billete de
vuelta. Perdí muchas cosas por el camino pero no había una sola noche de toda
mi existencia en la que no me preguntase como habría sido mi vida a su lado.
Me
acerco a ella nervioso pero decidido.
−Hola Eva, ¿cuánto tiempo? ¿Cómo va
todo?
Me
mira. Durante un breve instante noto en sus ojos el brillo de antaño, con aquella
dulce mirada que intentaba esquivar mis ojos cuando estábamos demasiado juntos,
con la luz que encendió la Plaza de San Ildefonso la única noche que me atreví
a besarle. Fueron solo unas décimas de segundo antes de convertirse en la
mirada de alguien que, despreocupado, observa un escaparate de ropa sabiendo
que no va a comprar ninguna de las prendas expuestas.
−Me parece que se confunde, no me
llamo Eva. Si me permite, tengo que bajar, esta es mi estación.
−Disculpe señorita, pero me ha
recordado a alguien que conocí hace años.
Me
siento en el primer asiento vacío que encuentro y vuelvo a ponerme los cascos.
Miro por la ventana cansado mientras el tren se pone en marcha dejando atrás el
andén en el que aquella desconocida se pierde entre la multitud.
Le
reconoció en cuanto le vio entrar en el vagón. Estaba envejecido, pero sin duda
era él. Cuando se acercó a hablarle le tembló todo el cuerpo. Le devolvió a un
mundo entero de recuerdos e ilusiones, de proyectos y esperanzas y a una triste
decepción. No quería pasar por aquel infierno. Ahora tenía otra vida, otra
familia, otros proyectos. Ya no era aquella Eva. Bajó del tren dos estaciones
antes de su destino. Un taxi le acercaría al avión de vuelta a Bruselas.