X
es la persona más risueña que jamás he conocido. Nos criamos juntos en un
barrio a las afueras de Barcelona. Ya desde pequeñito sonreía continuamente
derrochando esa felicidad que tanto apreciamos en la cara de los críos pero de
la que, sin darnos cuenta, nos vamos desprendiendo con el paso de los años. Era
travieso pero sin maldad. Hacía ese tipo de bromas de las que incluso los
adultos reían, de manera que cuando intentaban soltarle alguna reprimenda les
resultaba imposible permanecer serios. El los miraba risueño y les prometía que
no volvería hacerlo con los dedos cruzados a su espalda.
Con
los años, no podría ser de otra manera, se convirtió en un chico encantador. Le
encantaba abrazar a la gente, abrazos de distinta intensidad dependiendo del
momento, abrazos que transmitían esa energía positiva que X compartía con todo
aquel que lo necesitara. No sé cómo, pero consiguió seguir viendo la vida con
la mirada de un niño. Ilusionado con cada nuevo día, cada nueva experiencia. En
los momentos duros, le vi llorar hablando de gente que se había ido, pero sin
dejar de reír.
-¡No puedo evitarlo! –repetía si le
preguntábamos- Les recuerdo como eran cuando estábamos juntos y verlos felices
me impide estar triste por mucho que los eche de menos.
Y
siguió sonriendo, y seguimos creciendo juntos hasta que una tarde de Mayo su
rostro cambió. Fue un ínfimo instante, pero algo le asombró hasta un punto al
que nunca había llegado.
El
entorno de M siempre le había tenido por una chica rarita. Era la mejor amiga de mi hermana; callada y tímida,
parecía que algo le martirizaba. Sus padres le llevaron a psicólogos
preocupados porque su niña no reía ni parecía divertirse con nada. Todo estaba
bien. Le encantaba hacer deporte y era una buena estudiante, pero ni las
mejores comedias ni las trastadas de sus amigas parecían suficiente para
hacerle sonreír.
“La
triste”, como le apodaron en el colegio, se convirtió en una chica preciosa de
largo cabello negro y unos melancólicos ojos verdes que no perdían detalle de
todo lo que sucedía a su alrededor aunque parecía que nada fuese con ella.
Una
tarde, el quinto mes de un año que hace tiempo quedó atrás, a mi hermana se le
escapó un “¡Hostia!” cuando paseando con M por el centro comercial vio brillar
sus ojos y una preciosa sonrisa iluminando su cara. Siguió su mirada hasta un
atónito X que, a escasos metros de ellas, parecía hipnotizado por magia que
desprendía la expresión que se reflejaba en el rostro de aquella chica.
Fue
solo un instante.
Desde
aquella tarde de Mayo, X no ha dejado de sonreír; M también lo hace de vez en
cuando.