martes, 26 de febrero de 2019

El tren de las 7:10









            Como cada mañana desde hace unos meses, Jordi camina por el pasillo que une la estación de cercanías de Passeig de Gracia con la línea L3 de la red de metro barcelonesa. Al llegar al centro, junto a un cartel donde una pareja feliz anuncia viajes al caribe, abre una pequeña silla de camping y coloca a sus pies la funda de esa bella guitarra cuyas cuerdas comienzan a acariciar sus manos. El tren de las siete y diez tiene que estar a punto de llegar al andén.








            Como cada mañana desde hace unos años, Andrea baja del tren de las siete y diez en Passeig de Gracia y se dispone a recorrer el pasillo que enlaza con la línea de metro L-3. Antes de adentrarse, se quita los auriculares, los esconde tras la solapa de su chaqueta y se asegura de llevar a mano el portamonedas. Al doblar la esquina, empieza a escuchar las notas de una guitarra y su peculiar voz entonando una canción de Pablo Alborán. Tiene que reconocer que no es excesivamente bueno, pero esa voz le cautivo en cuanto le escuchó cantar. No sabe cómo ha llegado a esa situación. Lo recordaba sentado en el mismo vagón que ella, con su traje de ejecutivo y su maletín de piel. Coincidieron cada mañana durante prácticamente un año sin llegar a dirigirse la palabra. Alguna mirada furtiva, alguna sonrisa tímida, ¡incluso un par de veces que se sentaron cerca le pareció notar su olor! Un olor delicioso, mezcla de naranja y canela, que todavía hoy creía percibir cuando pasaba a su lado. Hasta que un día no apareció. Ni al siguiente. Ni al siguiente… Lo volvió a ver tres meses después, aunque no parecía el mismo. Parecía que su brillante carrera había tocado a su fin.






            Aminora el paso al llegar a su altura y durante unos instantes, el tiempo se detiene y disfruta de la música sin apenas mirarle. Al soltar unas monedas en la funda, él le obsequia con una sonrisa y un gesto de agradecimiento. Andrea sigue caminando, y cuando el sonido de la guitarra se pierde entre los ruidos del pasillo, vuelve a colocarse los auriculares.



Al salir a la superficie el incesante fluir de gente hace que apriete el paso instintivamente. No llega tarde a trabajar, el ascenso que con tanto esfuerzo consiguió un par de meses atrás le permite no tener que fichar hasta las diez, pero un día fue a trabajar a esa hora y él no estaba tocando. Desde entonces, vuelve a coger el tren de las 7:10 y aprovecha para sentarse a desayunar antes de entrar a la oficina. Merece la pena perder dos horas soñando dormida con tal de escuchar esa voz que tanto le hace soñar despierta.






            Toca dos canciones más para asegurarse de que ella se aleja y recoge antes de encaminarse en dirección contraria, hacia la salida en la que le aguarda su moto. Desde que vive en la ciudad no tiene la necesidad de coger el tren para llegar a la empresa informática que dirige. Tocar en el metro, es lo único que se le ha ocurrido para poder seguir admirando esos dos ojos verdes.




sábado, 23 de febrero de 2019

Obsesión insana



     Caminaba medio perdido por el centro comercial a la caza de una camisa para el sábado. Tenía que ser una camisa especial, la ocasión así lo requería. Después de todo el curso haciendo acercamientos y con el título de periodismo al alcance de mi mano, por fin había conseguido quedar con Eva. No era una cita o por lo menos así lo habíamos decidido. Queríamos hablar sobre distintas opciones a seguir a partir de ahora. Vamos, que le cambiamos el nombre por quedada e inventamos una excusa tonta para intentar no ir tan nerviosos a lo que sería una cita en toda regla.





     Me gustó desde que la conocí en primero de carrera, pero a pesar de las miradas, no me atreví a hablar con ella hasta dos años después. Al empezar tercero nos hicimos amigos y me entré que tenía pareja. Todo cambió a mitad de este curso. Descubrió que no era la única novia de su novio y le plantó dos ostias en la cara justo cuando la cafetería de la facultad estaba más concurrida. Y ahora, unos meses después de aquel espectáculo, había accedido a tomar un chocolate conmigo y hablar del futuro. En teoría futuro laboral, pero ya veríamos…






     Se me fue la mirada al pasar por delante de ella. Vestido granate, cortito, que dejaba ver unas largas y pálidas piernas. Desvié la vista aturdido y me centré en mi cometido. La tienda cerraría pronto así que tenía que apresurarme si quería ir de estreno al día siguiente.





     Allí estaba yo, hecho un pincel con mi camisa nueva, un par de minutos antes de la hora elegida para nuestra “no cita”. Nervioso, expectante, feliz por el que creía que sería el principio de mi nueva vida. La vi a parecer por las escaleras mecánicas, sonriente, con esa mirada que parecía absorber todo lo que sucedía a su alrededor. Caminó hacia la cafetería con paso decidido y me obsequió con un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios, a modo de saludo. Nos sentamos y pedimos dos chocolates.










     Comenzó a hablar. No sé cómo lo hacía, pero esa charleta continua, la intensidad que volcaba en todo lo que explicaba, la emoción que derramaban sus ojos azules, lograba hacer que el resto del mundo desapareciera. La camarera me trajo de vuelta a la Tierra al dejar sobre la mesa dos tazas de humeante cacao. Precisamente con esa vuelta a la realidad, mis ojos descubrieron esas curvas imposibles en la tienda de enfrente.






     Llevaba el mismo vestido granate del día anterior, pero me pareció todavía más sensual. Las botas negras con su fino tacón hacían realzar su figura aunque no necesitase de esa ayuda. Por un momento me imaginé rodeando esa cintura con mi brazo, apoyando mi mano en su cadera. Durante un segundo eterno, viajé de su mano a algún paraíso indefinido, muy lejos de aquella cafetería.






     -David despierta –la voz de Eva sonaba divertida- Te has quedado embobado. ¿Qué miras?


 
     -Perdona, he tenido un día malo y no estoy muy bien. Creo que estoy incubando algún virus. ¿Te importa si lo dejamos para otro día?





  Las palabras sonaron en mi cabeza como si fuera otro el que las estuviera diciendo. Me parecía mentira, pero me encontraba completamente desorientado y si seguía en esa mesa no habría forma de prestar atención a Eva. La excusa sonó tan natural porque en parte era verdad: no me encontraba bien. Después de tanto tiempo esperando que llegara ese momento, mi mente no podía concentrarse en la que hasta ese día pensaba que sería la mujer de mi vida.






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    Habían pasado tres días y en los tres había visitado el centro comercial con intención de verla. Los dos días anteriores solo había mirado de reojo, pero hoy me senté solo en la misma mesa en la que tenía que haber empezado mi historia con Eva. La observé durante quince minutos con miradas furtivas mientras hojeaba un diario deportivo. El teléfono vibró con un mensaje de Eva interesándose por mi salud. Lo eliminé sin contestar.


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Sé que es una obsesión insana, pero no puedo evitarlo. Dos años después de verla por primera vez, sigo escapándome siempre que puedo para mirarla desde la distancia. La ropa de invierno no es mi favorita, pero yo sé lo que oculta ese jersey de lana. Hace mucho que sueño con acariciar los encantos que se insinúan bajo esos tejanos. Tal vez, bajo mis caricias, la fría superficie del maniquí se transforme en piel…

jueves, 14 de febrero de 2019

Mi séptima vida



     Poca gente sabe de nuestra existencia, aunque para ser sincero, a día de hoy tendría que hablar solo de mi existencia. En otra época, los seres como yo abundábamos en la Luna. Sí, esa Luna que los humanos veis cada noche y de la que presumís haber pisado como gran logro. Pues cuando llegasteis, yo ya estaba allí. Antes de que el hombre comenzara a erguirse y dar sus primeros pasos, yo ya estaba allí.





     Mi raza es algo que escaparía a vuestros razonamientos. Somos seres gaseosos que vagamos por la superficie lunar con poco más que hacer que observar a nuestros vecinos terrestres. Porque sí, desde aquí somos capaces de ver con claridad la aguja que hace años tu abuela perdió en el pajar de la casa del pueblo. En circunstancias normales somos inmortales, aunque el aburrimiento nos mate. Ha sido precisamente ese aburrimiento lo que ha provocado que yo sea el único de mi especie que sigue con vida. Podemos bajar a la Tierra durante la luna roja y, si queremos, transformarnos en el ser vivo que queramos para sentir y vivir formando parte de vuestro entorno. Hasta siete veces tenemos la oportunidad de habitar fuera de nuestro planeta, pero cuando el ser que elegimos para nuestra séptima vida fallece, nuestra existencia termina de forma definitiva. Todos mis congéneres agotaron sus vidas antes del renacimiento, por lo que ahora más que nunca, paso los días y sobre todo las noches, mirando ese planeta que en un tiempo fue marrón, verde y azul y que ahora se vuelve cada vez más gris, más oscuro.




     Durante mis seis vidas anteriores solo en una ocasión fui humano, suficiente para no querer repetir. Disfruté más siendo mariposa (hasta que un coleccionista me diseco) o árbol (hasta que un leñador me separó de mis raíces) que siendo persona. Sin normas, sin la obligación de convivir ni aparentar, tan solo disfrutando de cada minuto.





     Hace meses, cuando las nubes y la contaminación lo permite, paso largos periodos de tiempo observándola. Es una de las criaturas más bellas que he podido ver desde mi privilegiada atalaya. La veo sentada en la terraza de su casa durante las noches de verano, leyendo y saltando de un párrafo a otro mientras su imaginación le ayuda a evadirse de un mundo con el que no está de acuerdo pero del que intenta disfrutar. Le encantan los animales. Hasta hace poco tenía un perrito de aguas que le hacía compañía pero le producía una extraña alergia, así que terminó por regalárselo a sus vecinos. Cada tarde juega un rato con él y si el tiempo lo permite, lo saca a pasear por la playa cercana. Los picores que producen esos breves roces, quedan de sobra compensados con un simple movimiento de rabo. Cada vez lo tengo más claro, mi última vida la pasaré a su lado.

  

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     Ronroneo mientras me acaricia. Está sentada junto a la mesa de la terraza devorando el último libro que ha caído en sus manos. Una taza humea sobre la mesa y al seguir el vapor con la mirada, mis ojos se clavan en el que fue mi hogar. Enorme, redonda, brillante como pocas veces se puede disfrutar desde aquí, me observa en los que sabe que son mis últimos años. Los más felices de mi existencia.