El
fuego ardía en uno de los rincones de la única estancia del edificio. En un
pequeño caldero de cobre, hervía agua que poco después se convertiría en una
insulsa sopa de nabos, plato único de la cena de Peter para esa fría noche de
Diciembre. El poco calor que brotaba de la fogata se escapaba entre las
rendijas de unas ventanas desvencijadas y una pesada puerta de madera que nunca
llegó a encajar bien en el marco.
Sentado
a la mesa, en uno de los dos únicos taburetes que la rodeaban, Peter miraba las
llamas pensando que al día siguiente le tocaría ir al mercado a intentar
cambiar algunos de los nabos que no utilizaría para la sopa por algo más
consistente. Si el panadero accediera a darle un par de mendrugos por un par de
manojos, tendría pan para una quincena y no tendría que preocuparse tanto de
tener algo que llevarse a la boca. Con eso, el resto de los nabos y el poco
queso que le quedaba, podría pasar un par de semanas perfectamente.
Le
dio un escalofrío y se acercó al fuego: en esta época del año coger frío podía
significar la muerte.
-¿Cómo está mi hermano mayor?
La
puerta se abrió de golpe y un hombre algo más joven que Peter irrumpió en la
casa.
-¡James! Que alegría de verte.
Llegas a tiempo para la cena.
Durante
la cena se pusieron al día. James llevaba meses viajando por toda la isla y su
hermano lo encontró bastante demacrado. Mucho más delgado que cuando se fue,
con aspecto cansado y tiritaba de forma esporádica. El recién llegado le puso
al tanto de sus aventuras y le explicó que en las dos últimas ciudades en las
que había estado, la gripe celenisa estaba causando estragos. Era una
enfermedad terriblemente contagiosa que comenzaba pareciendo una gripe normal
pero viraba de forma repentina provocando altas fiebres, sangrados abundantes por
la boca y terminaba con la vida del enfermo entre terribles sufrimientos.
Peter
se estremeció. Nunca había estado enfermo, aunque creía haber padecido todas
las enfermedades habidas y por haber. Su hermano le explicó que para evitar
contagios, las dos últimas noches había dormido en la calle, porque en los
sitios cerrados compartidos con posibles enfermos, era mucho más fácil contraer
la enfermedad.
Se
fueron a dormir a un viejo jergón de paja que aproximaron a los rescoldos de la
fogata y abrigados por una raída manta, se dieron las buenas noches.
Despertó
bañado en sudor. En su mente todavía vislumbraba imágenes de personas tosiendo
sangre y pidiéndole ayuda. Al mirar a su hermano el pánico le hizo ir más allá:
seguía dormido, pero en su mano se podía apreciar un pañuelo teñido de color
carmesí.
Salió
al exterior buscando aire, pero el resultado no fue el previsto. Su zona era de
calles sucias y estrechas, como prácticamente todas las de la ciudad. Un denso
olor a orín lo envolvía todo llegando a provocarle arcadas. Caminó hacia la
plaza de forma inconsciente. Su hermano estaba contagiado, y seguramente, él
también lo estaba. Podía notar como el frío se apoderaba de su cuerpo y las
mejillas comenzaban a arderle a causa de la fiebre. Los excrementos de los
animales que campaban a sus anchas por las callejas revolvían todavía más su
estómago. Al llegar a la plaza, la cosa no mejoró: era día de mercado y aunque
fuera el único lugar abierto de la ciudad amurallada, el bullicio de la
multitud le hacía sentir todavía peor. Al otro lado de la plaza vio un edificio
que le hizo caminar con mayor determinación. Pasó entre la gente sin mirar a
nadie por miedo a que reconociesen su enfermedad. Sin hablar por si el virus
que le estaba comiendo por dentro podía llevarse a alguien más con el altísimo.
Subió la pequeña escalinata y entró en la iglesia.
El
silencio en el interior del templo era absoluto. Se arrodilló para rezar aunque
ya notaba dolor en las articulaciones, sin duda el virus avanzaba con rapidez.
En la oscuridad que tan solo rompían un par de cirios pudo apreciar los techos
abovedados en todo su esplendor. Los gruesos muros de piedra le aislaban de la
algarabía que inundaba la plaza y le permitía pensar con claridad. Entre
temblores y tiritonas fue consciente de que le quedaban pocas horas de vida,
las de mayor sufrimiento. Tomó una decisión, se santiguo y siguió rezando
mientras subía los escalones que le llevaban a la única torre de la iglesia, la
torre del campanario. Cada escalón era un suplicio. Le ardía el pecho, notaba
palpitaciones en la sien y un inconfundible sabor metálico en su boca.
Cuando
unos minutos después llegó al final de su recorrido sus ropas estaban empapadas
en sudor. A sus pies la vida seguía ajena a su drama. La cantidad de gente en
la plaza había aumentado a medida que se acercaba el mediodía. Los tenderos
seguían ofreciendo su mercancía a gritos, y cuando escuchó repicar las campanas
a su espalda, se precipitó hacia el vacio.
James
despertó descansado. Miró a su alrededor buscando a su hermano, pero no lo vio.
Había dicho algo del mercado, seguro que estaba allí. Rió recordando el golpe
que se había dado en la nariz al caer al suelo durante la noche.