domingo, 29 de abril de 2018

FABRICANDO SUEÑOS


     Era una tarde cualquiera en el aula de segundo de primaria cuando las detonaciones que sonaron en el exterior nos hicieron estremecer. Nos metimos bajo las mesas temblando, apiñados unos con otros con el miedo pintado en la cara y la débil convicción de que nada nos pasaría si permanecíamos juntos. Dentro de la sala se hizo un silencio que contrastaba con el ajetreo del exterior hasta que una voz lo rompió.




     Era la voz dulce y calmada de nuestra profesora, que como siempre en estas situaciones, sabía qué hacer y decir para que nuestra mente se evadiese por unos instantes de la triste realidad.








        Las primeras lluvias primaverales habían creado una fina capa de barro en las partes del bosque que no estaban cubiertas de hierba. El olor a tierra mojada unido a la fragancia que emanaba de las plantas que pronto se llenarían de flores hacía que un agradable frescor inundase el ambiente. Allí, en la parte del bosque en la que el lodo era más fino, dos gusanos se arrastraban alimentándose. Uno era el típico gusano de tierra, marrón y gordo se alimentaba de limo y sin ningún tipo de miramiento animaba a su pequeña compañera a hacer lo mismo. A Luna (así le gustaba que la llamasen) no le gustaba el barro, ni arrastrarse y mucho menos, su compañero, pero era el único gusano que conocía. A su lado se sentía segura; sabía cómo evitar a los pájaros embadurnándose en fango y mimetizándose con el entorno, pero siempre la trataba de tonta. Cuando ella le explicaba que le gustaría salir del bosque o subir a los árboles para ver que hay lejos de allí, él se encargaba de destrozar sus sueños a fuerza de hacerle comer barro. Luna no soportaba el barro. Ella quería volar.



        Una mañana que lloraba sola bajo un árbol, una pequeña abeja se detuvo a su lado. Era la primera vez que alguien se preocupaba por ella. Entre sollozos le contó su historia, sus miedos, esos sueños que escondía en lo más profundo de su mente como algo utópico. Chispa, así se llamaba la abeja, le sonrió. Tranquila, el tiempo y nuestros actos ponen a cada uno en su lugar. Nunca renuncies a tus sueños, es más, conviértelos en objetivos y camina hacia ellos. Tú no eres como ese gusano. Tus ojos destilan alegría incluso cuando estás triste y, a pesar del barro que te envuelve, tienes un aura que lo traspasa y te hace especial.




        Tenía mucho frio y Chispa tenía que marchar, pero antes de irse, llamó a tres compañeras que cubrieron al pequeño gusano con un par de hojas para protegerlo de posibles ataques. Luna se hizo un ovillo y con el mensaje de esperanza todavía en su mente, se quedó dormida.




        La abeja reina destinó a Chispa a colonizar otra zona del bosque, así que pasaron varios días hasta que pudo volver a visitar a Luna. No había nadie donde la habían dejado ni rastros de gusanos en el barro cercano. Una madeja abierta cerca del árbol le sorprendió a la vez que escuchaba que le llamaban sobre su cabeza. Era la mariposa más bonita que había visto en su vida. Sus alas de mil colores parecían esparcir polvo de hadas en cada movimiento y el brillo de su enorme sonrisa solo se podía comparar con el de esos ojos felices y ávidos de seguir aprendiendo, de seguir creciendo, de seguir siendo ella.




        Volaron juntos por el bosque haciendo mil piruetas y posándose delicadamente en las flores más bellas. Se elevaron por encima de las copas de los árboles para ver que había más allá del bosque y bajaron al barro. El gusano seguía arrastrándose y engordando, pero ahora lo hacía solo. Luna no le dijo nada, tan solo se acercó y voló sobre él para asegurarse que la reconocía. Le demostró que ella tenía razón, que ahora era feliz y que ni él ni nadie podrían hacer que eso cambiara. Nunca volvería a visitarlo. Habiendo tantas cosas por descubrir en el mundo no malgastaría su tiempo con un mal bicho.




        Se elevó hasta donde estaba Chispa y se alejaron volando. Se hacía de noche y su amigo tenía que volver a la colmena.






     En el exterior volvía a reinar la calma. No sabíamos en que momento las armas habían dejado de disparar ni lo que nos encontraríamos a la salida de clase, pero estábamos tranquilos. Nadie nos cortaría las alas.

lunes, 23 de abril de 2018

El aroma de los libros


     Toda su vida había temido el momento de su jubilación. Acostumbrado al bullicio de las aulas, la tranquilidad que reinaba en su pequeño apartamento le resultaba extraña, incluso incómoda, por momentos. Entre los libros había encontrado el lugar ideal para dejarse llevar y mantener su imaginación activa, así que, como cada domingo, se enfundó en su vieja chaqueta de piel y se encaminó hacia el mercadillo que montaban junto al mercado de San Antoni.




     Allí había todo tipo de ejemplares nuevos y usados a precios bastante asequibles, incluso para un pensionista como él. Paseaba entre los puestos sin saber lo que buscaba. Ni siquiera tenía claro si estaba buscando algo. Miraba portadas, leía títulos y si alguno llamaba su atención lo cogía para observar la contraportada y las solapas. El autor le resultaba indiferente, lo que de verdad le hacía decantarse estaba en el interior. Abría el libro con mimo y aspiraba el aroma que emanaba de sus hojas. Se alimentaba del perfume de las historias, del olor del café del desayuno en la Piazza San Marcos o del de las especias que inundaban el ambiente de un mercado en Marrakech. Algunas veces su relación con el libro iba más allá, pero casi siempre era algo efímero y volvía a depositar el ejemplar sobre la mesa antes de seguir caminando sin rumbo.





     Unos metros más adelante, otro título llamaba su atención. Una fuerza incontrolable lo guiaba hacia él obligándolo a abrirlo y respirar profundamente entre sus páginas con la ansiedad de querer inhalar algo distinto, algo que le indicase que ese debía de ser el elegido para acompañarlo durante las próximas noches. 

jueves, 19 de abril de 2018

LA APUESTA





     Era una calurosa noche del Agosto de 1994. Ese año, había viajado solo al pueblo. Mis padres llegarían dos semanas después, así que tenía unos días para disfrutar con total libertad. Estábamos en la terraza de “La ruta” hablando de historias de fantasmas y apariciones, cuando envalentonado, tal vez por la cerveza, tal vez por la presencia de algunas de las chicas más bonitas que conocía, solté que a mí no me daría miedo ir al cementerio solo, aunque fuese de noche.




-No hay huevos




     La voz de Marcos sonó retadora y, entre el ofrecimiento de pagarme dos copas si subía y la mirada expectante de Inma, ni pude, ni quise decir que no.






     El cementerio estaba a unos veinte minutos del bar, en una ladera de las afueras del pueblo. Junto a él, la vieja iglesia que medio derruida controlaba mi camino bajo el brillo de una perfecta Luna llena. Miles de estrellas salpicaban un cielo despejado, de esos que es imposible ver en la ciudad. La oxidada puerta se abría con el sencillo movimiento de un cerrojo y al hacerlo, mostró su descontento con un chirrido que por primera vez me provocó un escalofrío. Cogí una piedra antes de entrar, no por miedo a lo que pudiera hallar allí dentro, sino porque no me fiaba de que los chicos vinieran a gastarme alguna broma pesada.





     Me recibió un ambiente sorprendentemente denso y una imagen muy alejada de la que estaba acostumbrado a ver. El  lugar no habría desentonado en cualquier película de terror. Un recinto pequeño, repleto de tumbas antiguas de mármol que reflejaban una luz cada vez más escasa. De la nada habían aparecido enormes nubes negras que comenzaban a cubrir el cielo sobre mi cabeza. En la pared más alejada habían comenzado las obras encargadas de construir los primeros nichos. La gente del pueblo no estaba muy de acuerdo, pero el campo santo era limitado y la media de edad de los habitantes aumentaba año tras año.




     Decidí coger un ramillete de flores secas de una de las tumbas más cercanas a la puerta como prueba de que había estado allí y marcharme lo antes posible. No tenía miedo, pero la sensación de inquietud aumentaba a medida que el cielo se tapaba y la extraña certeza de que alguien me observaba me convenció de no alargar más un reto que ya estaba cumplido. Al apoderarme de las flores, algo llamó mi atención. Con las obras se había descubierto una antigua fosa común y a escasos metros de donde me encontraba, restos de huesos humanos se amontonaban a la espera de volver a tomar sepultura.




     Aún hoy no sé por qué lo hice.




     Caminé lentamente con la mirada fija en una mandíbula con no más de dos o tres dientes y la sujeté entre mis manos hasta que un relámpago me devolvió a la realidad mostrando miles de sombras rodeándome. El trueno que le siguió me hizo temblar un momento antes de salir corriendo hacia la puerta. Me pareció escuchar ruidos detrás de mí pero ni me planteé parar a mirar. Corrí todo lo rápido que pude y no me detuve hasta llegar al pueblo. Recuperé el aliento al volver a entrar en el bar y allí fue donde me di cuenta de que las piernas me seguían temblando. En mi mano derecha llevaba un ramo de flores secas y en la izquierda, una mandíbula humana.




     En el bar se sorprendieron al verme y sobre todo al ver las pruebas que llevaba conmigo. Seguía sintiendo escalofríos y al darme cuenta de que Inma había marchado antes de mi regreso pensé que me había comportado como un crío inconsciente para nada. Desde luego, no sería así como la impresionaría, pero un par de copas me  ayudaron a templar los nervios y volver a relajarme.




     Seguía nublado cuando, camino a casa, tiré las flores y la mandíbula en la cuneta del carril que llevaba al cortijo de mis padres.




     Desperté a media noche con la misma sensación de que alguien me observaba. Encendí la luz sobre saltado. Nada. Estaba solo en la enorme habitación. Me pareció escuchar ruido fuera justo en el momento en que mil agujas atravesaran mis encías. Un horrible dolor de muelas sacudió la parte de mí que no había sido paralizada por el miedo. Intenté dormir otra vez, pero entre escalofríos de pánico y espasmos de dolor me resultó imposible. Solo fui capaz de encogerme bajo la protección de la fina sábana sudando y esperando lo peor, inmovilizado por el miedo a lo desconocido. Justo antes de que la luz del día se comenzara a filtrar por los agujeros de la persiana, unos golpes secos en la puerta de la calle y un trueno ensordecedor helaron la sangre en mis venas. Después el silencio lo envolvió todo.




     Salí a la puerta armado con un chuchillo y con ese maldito dolor taladrándome el cerebro. Caminé por el carril bajo una fina lluvia hasta llegar al lugar en el que me esperaban las pruebas de mi excursión nocturna. No me detuve hasta subir la cuesta del cementerio. La vieja iglesia me miraba acusadora mientras atravesaba la misma puerta que había quedado abierta tras mi precipitada huida.




     Deposité las flores sobre la tumba y los restos del que en otra época fuera paisano de mi bisabuelo, donde los había encontrado. 




     Durante mi regreso volví a sentirme observado, pero esta vez no sentí miedo. Además el Sol se abría paso entre las nubes insinuando el comienzo de un bonito día.




     Mi dolor de muelas, desapareció.

jueves, 12 de abril de 2018

CONDUCCIÓN AUTOMÁTICA


     Apagué el despertador de un manotazo con la intención de posponer la alarma cinco minutos más hasta que la luz procedente del salón me recordó que ese era mi primer día de vacaciones. El reloj marcaba las 4.30, pero si quería estar en el pueblo a mediodía teníamos que salir antes de las seis y no resultaba fácil con dos críos pequeños.




     Me senté en la cama y bostecé mientras mis pies buscaban unas zapatillas que parecían haber desaparecido en ese pozo sin fondo que hay unos centímetros por debajo del colchón. Al final me rendí, me arrodillé hasta localizarlas y, tras vestir con ellas mis pies, caminé con sigilo hacia la luz. Entre el sofá y la mesa se repartían tres maletas sin cerrar y una nevera portátil. El carrito de Dani estaba junto a la televisión y en medio de ese relativo desorden, Ana se movía con la precisión y determinación de un soldado en el campo de batalla. La observé desde la puerta unos instantes: el pelo negro recogido en una cola de caballo dejaba descubierta la blanca piel de su apetitoso cuello. Mientras hablaba sola sin parar de moverse, los pantalones de su pijama se ajustaban suavemente insinuando las curvas que cubrían y que me volvieron loco desde el día en que la conocí. Me acerqué silenciosamente y le di un cachetito. Sin saber de dónde, surgió un cojín que voló hasta estrellarse en mi cara mientras me llamaba bobo como solo ella sabía hacerlo. La sujeté por las caderas y me pegué a su cuerpo en el mismo momento en que un llanto desconsolado sonó en la habitación de los críos.




-Deja de hacer el tonto y ve a vestir a tus hijos mientras termino de preparar esto.




     Dani lloraba en su cuna mientras Eva, incorporada en el colchón, seguía medio dormida. No tardé demasiado en prepararlos y al salir al pasillo, el aroma a café recién hecho nos dio una agradable bienvenida.





     Todavía no había amanecido y ya estábamos con los trastos cargados y acomodados en el coche para partir rumbo al Sur. Hacía tiempo que no necesitaba tanto unas vacaciones. Mientras nos poníamos en marcha no podía dejar de pensar en las cosas que había dejado a medias en el trabajo. El día anterior había pasado un buen rato poniendo al día a mi compañero para que no tuviera ningún problema, pero a pesar de eso no estaba del todo tranquilo. Llevaba tres años en la nueva empresa en los que no había parado de crecer. Las oficinas se encontraban apenas a media hora de casa si cogía la autopista dirección Norte. Desde el primer momento me sentí integrado, cada vez con más responsabilidades pero feliz por hacer el trabajo para el que siempre me había estado preparando. Los últimos meses la expansión había sido fulgurante provocando que el número de reuniones creciera de forma exponencial. Como era lógico, mi grado de estrés crecía de la misma manera.




Puse el intermitente y abandoné la autopista.




Confiaba plenamente en mi compañero. Sergio comenzó a trabajar con nosotros pocos meses después que yo y casi todos los proyectos los comenzábamos juntos, aunque sus problemas con el inglés solían dejarle en un segundo plano en las reuniones importantes. Ahora que solo quedaban algunos trámites podía viajar tranquilo a las montañas que me vieron nacer. Mis amigos de la infancia se encargarían de que me olvidase de informes y estadísticas y desconectase del resto del mundo durante el tiempo que estuviéramos allí.




Aparqué y por un momento me sentí completamente fuera de lugar.




-Cariño, ¿dónde estamos?




Ana y los niños se habían dormido justo al salir de casa y ahora me miraba adormilada desde su asiento. Levanté la mirada y sonreí al tiempo que negaba con la cabeza al ver el edificio de oficinas con las luces apagadas. Volví a poner el coche en marcha y me incorporé a la autopista, esa vez sí, en la dirección correcta.