Andrea reía en su carrito mientras su madre le hacía carantoñas. Apenas había cumplido los nueve meses y ya disfrutaba de los paseos por su ciudad como si fuera una adolescente a la que sus padres le daban permiso para salir con sus amigas por primera vez. Paseaban entre calles estrechas que desde el departamento de urbanismo habían convertido en zona peatonal años atrás, una zona comercial repleta de pequeños locales tradicionales con viviendas antiguas, de tres o cuatro plantas sobre ellos. Era un frío día de diciembre, el cielo gris cemento amenazaba con descargar lluvia, o tal vez nieve, de un momento a otro, pero eso no era problema para la pequeña que reía cada vez que su madre paraba a charlar con algún vecino que, como ella, apuraba para hacer las últimas compras navideñas.
Los gritos comenzaron a escasos metros de donde se encontraban. Un reducido grupo de gente, que creció de manera exponencial, miraba hacia el tercer piso del bloque que se levantaba sobre una de las antiguas librerías que sobrevivía a pesar de las grandes superficies. Al levantar la cabeza, la madre de Andrea advirtió como una columna de espeso humo salía por cada una de las dos ventanas, incluso se apreciaba el reflejo de las llamas bailando en el interior del inmueble.
-¿Alguien ha llamado a los bomberos?
La gente se apresuró a desalojar tanto la librería como ese portal y los contiguos. Una sirena lejana respondió a la pregunta lanzada al aire.
-Sí, pero el camión no podrá llegar hasta aquí. ¿Hay alguien dentro?
Una vez más, la respuesta llegó pocos segundos después sin necesidad de pronunciar ni una palabra. Una cabeza asomó a través de la ventana, tosiendo e intentado aspirar algo de aire fresco entre un humo cada vez más denso. Ni siquiera gritaba, solo boqueaba como el pez al que el pescador acaba de liberar del anzuelo y, tras resbalar de sus manos, intenta sobrevivir de forma inútil sobre la arena de la playa. En un acto desesperado y entre los intentos de la gente por convencerla de lo contrario, la chica salto por la ventana y se precipitó al vacío…
Para lo que sucedió después, es difícil, por no decir imposible, encontrar una explicación lógica. Tras descender unos tres metros empujada por la gravedad, su cuerpo se detuvo en el aire durante un breve instante antes de volver a elevarse lentamente, alejándose de la fachada en llamas. A partir de ese momento, el público fue testigo de una extraña danza en el aire en la que la improvisada bailarina se movía como si de una hoja arrastrada por el viento se tratara. Tan absortos estaban todos con lo que veían, que nadie advirtió que esa chica bailó hasta posarse en el suelo, al ritmo que marcaba Andrea con un pequeño sonajero mientras sonreía, feliz, en el interior de su carrito.