domingo, 29 de marzo de 2020

La huída




     Sin duda se había pasado. Había bebido más de la cuenta, pero ese no era el problema. Tenía claro que la cocaína no le dejaría dormir durante un buen rato. Decidió coger el sendero del río para volver a casa, no era lo más rápido y solo la luna y las estrellas le proporcionarían luz, pero sería más que suficiente. Caminaba acelerado, demasiado acelerado, así que se obligó a reducir el paso mientras se sacaba la china de hachís que le quedaba del paquete de tabaco para liar. Necesitaba tranquilizarse. No tardó más de un par de minutos en tenerlo listo y se obligó a detenerse y sentarse en una roca, a escasos metros del río, desde la que podía ver el cielo estrellado.




     Era impresionante.




     Después de la segunda calada algo llamó su atención. En la orilla opuesta, dos luces parpadeaban. Conocía bien el río. Sabía que allí no había nada, pero las luces que seguían allí, muy juntas, parecían observarle. Parecían la mirada de algún ser extraño, de esos en los que él nunca había creído pero que sus abuelos siempre le decían que habitaban en los bosques. Hombres lobo y otros seres venidos del averno con la única intención de alimentarse de carne fresca. Un escalofrío recorrió su espalda al notar como aquellos dos ojos le miraban antes de brillar por un momento con mayor intensidad y saltar al río.




     Dejo caer su “cigarrito” y salió corriendo sin mirar atrás. Si se daba prisa podía alcanzar su casa en tres o cuatro minutos, pero no sabía a qué ritmo se podía mover el monstruo. La excitación y el miedo se habían unido a las drogas para dificultar todavía más su respiración. Tropezó, cayó y volvió a levantarse dos veces. Escuchó pasos y risas cada vez más cerca, pero por fin pudo entrar en casa y cerrar tras él. Escuchó con la oreja pegada a la puerta. Solo el latir desbocado de su corazón parecía romper el silencio nocturno.



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     Pedro y Marta se recuperaban fumando un cigarrillo apoyados en el tronco de un árbol. No se habían podido controlar después de tanto tiempo sin verse y al salir del bar se perdieron en la oscuridad que ofrece el río a esas horas de la noche. Dieron rienda suelta a su pasión, ansiosos por comenzar a recuperar el tiempo perdido. Tras dar la última calada y arrojar los cigarros al agua, les pareció escuchar algo que se alejaba corriendo por el sendero que discurría por la orilla contraria.


sábado, 28 de marzo de 2020

MI SÉPTIMA VIDA





     Poca gente sabe de nuestra existencia, aunque para ser sincero, a día de hoy tendría que hablar solo de mi existencia. En otra época, los seres como yo abundábamos en la Luna. Sí, esa Luna que los humanos veis cada noche y de la que presumís haber pisado como gran logro. Pues cuando llegasteis, yo ya estaba aquí. Antes de que el hombre comenzara a erguirse y dar sus primeros pasos, yo ya estaba aquí.





     Mi raza es algo que escaparía a vuestros razonamientos. Somos seres gaseosos que vagamos por la superficie lunar con poco más que hacer que observar a nuestros vecinos terrestres. Porque sí, desde aquí somos capaces de ver con claridad la aguja que hace años tu abuela perdió en el pajar de la casa del pueblo. En circunstancias normales somos inmortales, aunque el aburrimiento nos mate. Ha sido precisamente ese aburrimiento lo que ha provocado que yo sea el único de mi especie que sigue con vida. Podemos bajar a la Tierra durante la luna roja y, si queremos, transformarnos en el ser vivo que queramos para sentir, vivir y morir formando parte de vuestro entorno antes de volver a casa. Hasta siete veces tenemos la oportunidad de habitar fuera de nuestro planeta, pero cuando el ser que elegimos para nuestra séptima vida fallece, nuestra existencia termina de forma definitiva. Todos mis congéneres agotaron sus vidas antes del renacimiento, por lo que ahora más que nunca, paso los días y sobre todo las noches, mirando ese planeta que en un tiempo fue marrón, verde y azul y que ahora se vuelve cada vez más gris, más oscuro.




     Durante mis seis vidas anteriores solo en una ocasión fui humano, suficiente para no querer repetir. Disfruté más siendo mariposa (hasta que un coleccionista me diseco) o árbol (hasta que un leñador me separó de mis raíces) que siendo persona. Sin normas, sin la obligación de convivir ni aparentar, tan solo disfrutando de cada minuto.





     Hace meses, cuando las nubes y la contaminación lo permite, paso largos periodos de tiempo observándola. Es una de las criaturas más bellas que he podido ver desde mi privilegiada atalaya. La veo sentada en la terraza de su casa durante las noches de verano, leyendo y saltando de un párrafo a otro mientras su imaginación le ayuda a evadirse de un mundo con el que no está de acuerdo pero del que intenta disfrutar. Le encantan los animales. Hasta hace poco tenía un perrito de aguas que le hacía compañía pero le producía una extraña alergia, así que terminó por regalárselo a sus vecinos. Cada tarde juega un rato con él y si el tiempo lo permite, lo saca a pasear por la playa cercana. Los picores que producen esos breves roces, quedan de sobra compensados con un simple movimiento de rabo. Cada vez lo tengo más claro, mi última vida la pasaré a su lado.

  

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     Ronroneo mientras me acaricia. Está sentada junto a la mesa de la terraza devorando el último libro que ha caído en sus manos. Una taza humea sobre la mesa y al seguir el vapor con la mirada, mis ojos se clavan en el que fue mi hogar. Enorme, redonda, brillante como pocas veces se puede disfrutar desde aquí, me observa en los que sabe que son mis últimos años. Los más felices de mi existencia.

jueves, 26 de marzo de 2020

EN LA CASA DEL PUEBLO





                Santi llegó cansado. El viaje había sido largo, ocho horas de carretera para acudir al funeral de su tío. Tenía un recuerdo vago de él y al ver su cuerpo apenas lo reconoció. Poco quedaba en aquel rostro demacrado del pastor enorme y bonachón que le paseaba a caballito y  le daba a escondidas caramelos de café con leche, aún a sabiendas que el pequeño los tenía prohibidos.





     El sepelio había sido tan triste como el desenlace de sus últimos años. Sumido en el olvido por culpa de una enfermedad mental, ingresó en una residencia ante la imposibilidad de valerse por sí mismo. La soledad que le acompañó durante el final de su vida, se vio reflejada en una iglesia prácticamente desierta.




     Se echó en la cama nada más entrar, al día siguiente le esperaba otra jornada al volante y tenía que descansar.




     Un ruido le hizo incorporarse sobresaltado. Por un momento se desorientó, pero enseguida reconoció las sombras de la habitación. Por la ventana no entraba ni un hilo de luz, todavía era noche cerrada. Prestó atención por un momento para corroborar que todo estaba en silencio. Volvió a estirarse. Las casa viejas y sus ruidos. ¡Cuántas veces le habían metido miedo sus hermanas cuando era pequeño y compartían habitación! Poco a poco los buenos recuerdos invadieron su mente y Morfeo se fue apoderando de su cuerpo hasta que un crujido en la madera del suelo del piso de arriba llegó a sus oídos. Escuchó con el corazón acelerado convencido de que había sido una pisada, esperando el siguiente paso de quien fuera que había entrado en la casa, pero no llegó. El cansancio pudo con la tensión y volvió a dormirse cuando los primeros rayos del día entraban por la ventana.




     Despertó más relajado de lo que esperaba después de no haber dormido tanto como le habría gustado, pero decidido a salir cuanto antes. Tanta prisa tenía, que se lavó la cara,  cogió su pequeña mochila y cerró la puerta sin darse cuenta de que dos pequeños caramelos de café con leche descansaban sobre la mesita de noche.



lunes, 16 de marzo de 2020

PARAISO TERRENAL



     Ando despacio. Hace frío, pero me importa poco, de hecho, no me importa nada. La tranquilidad, el exceso de copas, la luna que baña el pueblo después de la tormenta, todo eso conduce a caminar con calma y disfrutar del momento. Es la primera noche que paso aquí después de ocho meses sin visitarlo y la primera noche siempre tiene algo especial. Saludos, cervezas; abrazos, copas; confidencias, chupitos… una rutina que se agradece no vivir muy a menudo, pero que es necesaria en ciertas ocasiones. Me doy cuenta de que hay gente que está conmigo todo el año. Aunque no los vea y cientos de kilómetros nos separen se que si los necesito están ahí. Que a pesar del tiempo alejados, ha bastado un abrazo y un botellín para volver al punto en el que todo había quedado. Buena gente.



No se prevé buen tiempo, pero eso tampoco importa. Pasaremos las horas hablando y riendo, de bar en bar, preparando excursiones que posiblemente nunca llegaremos a hacer, recordando tiempo pasados, para algunos mejores, para otros peores, pero para todos ya pasados.



Me detengo sobre el puente. Las farolas iluminan el pequeño embalse permitiendo a los árboles reflejarse en él. Verdes. Siempre asocio el pueblo al color verde y al agua. El verde de sus tomateras y de sus sierras, de los árboles que escoltan el paso de los ríos. El verde del mar de olivos que proporciona vida a esta pequeña isla durante la época en que los “forasteros” son otros y no vienen de vacaciones. El agua de sus ríos, sus canales de riego y sus tormentas de verano. Ahora cubre con sutileza el camino de vuelta a mi casa. Puede parecer exagerado, pero en noches como esta, en las que las nubes han descargado y huido amparadas en las sombras, cuento más estrellas en un charco de las que puedo ver en todo el cielo de mi ciudad.





    El olor a tierra mojada me acompaña hasta la puerta. Espero que descanséis tanto como yo lo pienso hacer. Buenas noches.