Necesitaba
personajes nuevos. La gente, incluso él mismo, comenzaba a estar cansado de las
novelas policíacas. Quería probarse con algo nuevo, aparcar a su archiconocida
pareja de detectives y demostrar al mundo que era algo más que otro escritor de
novela negra, pero empezaba a dudar.
Se
sentó en una esquina de la barra y pidió una copa. Llevaba unas noches
haciéndolo. Ocupaba el mismo taburete y
contemplaba la gente que entraba y salía del bar en busca de alguien que
pudiera ofrecerle ese “algo más” que necesitaba para poner el bolígrafo sobre
la hoja en blanco que le esperaba sobre la mesa de la habitación del hotel.
Sandra le puso sobre la barra un bourbon con hielo y sonrió antes de girarse para seguir con su
trabajo. Cuando la conoció pensó en ella como protagonista, pero la historia de
la chica guapa que llegaba a la capital desde un pequeño pueblo para triunfar
como actriz o cantante, no era nada original.
Después
de la tercera copa y varios borrones en su libreta, pagó la cuenta y salió del bar
tambaleándose, dispuesto a vagar por las callejuelas que le llevarían al hotel.
Se había trasladado a una ciudad que desconocía en un desesperado intento de
encontrar concentración. Allí había descubierto rincones preciosos, llenos de
una historia apasionante, pero de momento nada que le ayudase a ir más allá de
cuatro renglones sin sentido.
Dos
días después se fijó en el grupo de jóvenes que ocupaba la mesa de billar. Vestían
camisetas y tejanos, con chalecos de moteros, al más puro estilo Ángeles del
Infierno. Estaba seguro que uno de ellos, el que parecía llevar la voz
cantante, tenía allí instalado su pequeño negocio de compra-venta. Se acercó un
hombre trajeado a hablar con él. Se le notaba nervioso, pero tras una breve
conversación y un apretón de manos en el que se intercambiaron algo más que un
simple saludo, hizo un gesto a alguien que le esperaba en la barra y
desapareció del local.
Tampoco era
capaz de sacar nada de esa historia. Creyó que sería un buen principio, pero
tras una semana haciendo borrones y observando desde lejos, tan solo consiguió hundirse
un poco más en su miseria.
Volvía
noche tras noche. Se sentaba en el mismo taburete, con la misma copa delante y
su libreta sobre la barra. No hablaba con nadie, un gesto a Sandra para que
llenase la copa era su único contacto con los personajes que le rodeaban y que,
con la ayuda del bourbon, cada vez le ahogaban con mayor crueldad. Tras
levantarse, se acercaba a la mesa de billar, saludaba a su “amigo” Marc y
abandonaba el local con la esperanza de que aquella bolsita atrajera a sus
musas.
Terminó
dando con sus huesos en una clínica de desintoxicación. Al salir, un viejo
amigo se apiadó de él y le ofreció un trabajo como crítico literario en el
suplemento dominical de un diario de tirada nacional. Caminando por la librería
de un centro comercial, se decidió a coger un libro del estante de novedades:
“Hoja en blanco”. La sinopsis hablaba de la decadencia de un escritor de éxito
que, abandonado por sus musas, pasaba las noches en la esquina de la barra de
un bar de copas. Vivía obsesionado por escribir una novela para la que no tenía
argumento ni personajes mientras se le escapaban los días. En la solapa
interior, sobre la breve biografía de una escritora novel, una imagen de Sandra
le sonría como tantas veces había hecho desde el otro lado de la barra.