jueves, 28 de noviembre de 2019

PERSONAJE INSPIRADOR






     Necesitaba personajes nuevos. La gente, incluso él mismo, comenzaba a estar cansado de las novelas policíacas. Quería probarse con algo nuevo, aparcar a su archiconocida pareja de detectives y demostrar al mundo que era algo más que otro escritor de novela negra, pero empezaba a dudar.






     Se sentó en una esquina de la barra y pidió una copa. Llevaba unas noches haciéndolo. Ocupaba  el mismo taburete y contemplaba la gente que entraba y salía del bar en busca de alguien que pudiera ofrecerle ese “algo más” que necesitaba para poner el bolígrafo sobre la hoja en blanco que le esperaba sobre la mesa de la habitación del hotel. Sandra le puso sobre la barra un bourbon con hielo y  sonrió antes de girarse para seguir con su trabajo. Cuando la conoció pensó en ella como protagonista, pero la historia de la chica guapa que llegaba a la capital desde un pequeño pueblo para triunfar como actriz o cantante, no era nada original.





     Después de la tercera copa y varios borrones en su libreta, pagó la cuenta y salió del bar tambaleándose, dispuesto a vagar por las callejuelas que le llevarían al hotel. Se había trasladado a una ciudad que desconocía en un desesperado intento de encontrar concentración. Allí había descubierto rincones preciosos, llenos de una historia apasionante, pero de momento nada que le ayudase a ir más allá de cuatro renglones sin sentido.






     Dos días después se fijó en el grupo de jóvenes que ocupaba la mesa de billar. Vestían camisetas y tejanos, con chalecos de moteros, al más puro estilo Ángeles del Infierno. Estaba seguro que uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante, tenía allí instalado su pequeño negocio de compra-venta. Se acercó un hombre trajeado a hablar con él. Se le notaba nervioso, pero tras una breve conversación y un apretón de manos en el que se intercambiaron algo más que un simple saludo, hizo un gesto a alguien que le esperaba en la barra y desapareció del local.






Tampoco era capaz de sacar nada de esa historia. Creyó que sería un buen principio, pero tras una semana haciendo borrones y observando desde lejos, tan solo consiguió hundirse un poco más en su miseria.


 







     Volvía noche tras noche. Se sentaba en el mismo taburete, con la misma copa delante y su libreta sobre la barra. No hablaba con nadie, un gesto a Sandra para que llenase la copa era su único contacto con los personajes que le rodeaban y que, con la ayuda del bourbon, cada vez le ahogaban con mayor crueldad. Tras levantarse, se acercaba a la mesa de billar, saludaba a su “amigo” Marc y abandonaba el local con la esperanza de que aquella bolsita atrajera a sus musas.







     Terminó dando con sus huesos en una clínica de desintoxicación. Al salir, un viejo amigo se apiadó de él y le ofreció un trabajo como crítico literario en el suplemento dominical de un diario de tirada nacional. Caminando por la librería de un centro comercial, se decidió a coger un libro del estante de novedades: “Hoja en blanco”. La sinopsis hablaba de la decadencia de un escritor de éxito que, abandonado por sus musas, pasaba las noches en la esquina de la barra de un bar de copas. Vivía obsesionado por escribir una novela para la que no tenía argumento ni personajes mientras se le escapaban los días. En la solapa interior, sobre la breve biografía de una escritora novel, una imagen de Sandra le sonría como tantas veces había hecho desde el otro lado de la barra.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL COLOR DE SUS CALCETINES







     La observo mientras baila sonriente, con el pelo alborotado y un movimiento de caderas que me vuelve loco.


     Solía coincidir con ella en la estación de tren. Era una de esas personas que no conoces, pero que después de cruzarte con ella una y otra vez, terminas por saludar. Solo se trataba de un gesto educado, aunque me sintiese atraído por ella la primera vez que la vi. Me llamaron la atención dos cosas: esos enormes y expresivos ojos claros, y sus calcetines. Solía llevar, o al menos así era siempre que alcanzaba a verlos, calcetines de colores alegres, a pesar de que no siempre quedasen bien con resto de su indumentaria.


     Me pregunto de qué color serán sus calcetines esta noche. Es nuestra tercera cita y, en la segunda, habíamos tenido una curiosa charla sobre ese tema. Aquel día llevaba unos calcetines naranjas, bastante gorditos. Me explicó lo importante que eran para ella cuando le dije que los de nuestra anterior cita (unos a rayas de mil colores, a cual más estridente) me habían robado una sonrisa nada más verlos.


−Esa era mi intención, necesitaba sentirme graciosa. Para mi alguien capaz de hacerme reír tiene mucho ganado y esos calcetines me transmiten su alegría. Hacen que pierda la timidez y me dan ese puntito de desparpajo que necesito para poder bromear con alguien y hacer según que comentarios. Estos naranjitas que llevo me aportan calor. Me dan la luminosidad que hoy le falta al Sol para poder sonreír y recordarme que hasta en los días más oscuros encontraremos cosas que nos aporten la fuerza suficiente para seguir caminando.


     Me resultó curioso que el día en el que decidí proponerle tomar un café los llevase verdes. Se encontraba sola en la cafetería de la estación, leyendo mientras una taza humeante descansaba a su lado. Le pregunté si le importaba que me sentase en su mesa y allí comenzó todo.


     Esa tarde venía de una reunión importante que resultó ser un éxito. Se puso los calcetines verdes para que el optimismo y la esperanza le acompañasen todo el día. El broche perfecto, había llevado a aquel chico que le solía sonreír desde la distancia y al que esperaba ver en el tren de vuelta, a sentarse junto a ella y compartir capuccino y conversación mientras los trenes partían uno tras otro de la estación.


     Se acerca bailando sensualmente y pega su cuerpo al mío. Mientras su mano izquierda acaricia mi nuca, sus labios rozan el lóbulo de mi oreja antes de susurrarme:


−Que sepas que hoy llevo calcetines rojos.



miércoles, 13 de noviembre de 2019

UNA DIGESTIÓN PESADA









     − ¿Te pasa algo? No tienes buena cara…




    − No me encuentro muy bien. He elegido mal la comida de hoy y me siento pesado. La verdad es que tenía buena pinta y estaba a la temperatura que me gusta, pero cuando he empezado a saborear la he notado demasiado grasienta. Toda esa apariencia saludable se ha ido al traste con el primer sorbo.



    − Ostia, que mala suerte. ¿Mucha cantidad?




    − ¡Qué va! Si no era muy grande, ya te digo que parecía del tamaño adecuado, pero me ha caído en el estómago a plomo. No pinta bien, no le auguro un futuro muy halagüeño.




    − Pues  yo lo he clavado. Tal vez no aparentaba ser muy apetecible, pero era de la mejor calidad. Además, tenía ese puntito de dulzor que aunque esté por encima de lo recomendable, te da el subidón necesario para cargar pilas y salir volando.




    − ¡Bicho malo afortunado! En este país de frituras y carne roja lo normal es encontrar alguien con colesterol no un 0+… ¡y encima con hipergleucemia!




    − Lo sé, hoy he tenido muuuuucha suerte. Voy a completar el buen día haciendo la digestión durante una siestecita a la sombra, junto al estanque del jardín. ¡Me voy zumbando!