No sabía si había sido la mejor decisión, pero ya estaba tomada. Pasar una semana en un viejo monasterio reconvertido era una manera como cualquier otra de aislarme del mundanal ruido, pero el lugar no se había transformado en un hotel de lujo con spa y restaurante con estrella Michelín. Seguía teniendo habitaciones austeras, con pocas comodidades y techos altos que hacían que los pasos más silenciosos resonasen como truenos en medio de la tormenta. El jardín interior era precioso, pero no daba para demasiado. En mi afán de huir, había decidido dejar el ordenador y el teléfono en casa, solo una libreta, dos bolígrafos y un par de libros me acompañaron en el viaje.
Llegué cansado, me acompañaron hasta el tercer piso y al entrar en la habitación comprendí por qué los monjes les llamaban celdas: cuatro paredes, una puerta y una ventana. Un armario, una pequeña cama y un escritorio con su silla era eran el único mobiliario. Coloqué la ropa y decidí darme una ducha. Mientras caminaba hacia el cuarto de baño (compartido, por supuesto) una figura esbelta apareció al otro lado del pasillo. Llevaba el pelo envuelto en una toalla de baño, camiseta de tirantes y unos pantalones cortitos, de esos que muchas chicas utilizan para estar cómodas y que a mi tanto me ponen. Sonrió al cruzarse conmigo y no pude evitar girarme a admirar el contoneo de sus caderas. Sus pies húmedos dejaron un camino de huellas hasta la habitación contigua a la mía.
Después de la ducha, decidí salir a cenar, todavía pensando en la morena. Antes de salir, me aseguré de llevar tanto la llave de mi habitación como la exterior ya que a partir de las 22.00 no quedaban empleados en el albergue y las personas que se hospedaban eran las encargadas de mantener cerrado el establecimiento. Cené suave y no tardé en volver y dormirme. Nada interrumpió mis sueños hasta que el sol de la mañana se coló por las rendijas de la ventana.
No la volví a ver hasta cuatro días después. Había pensado mucho en ella, pero al no cruzármela ni escuchar nada en su cuarto pensé que había finalizado su estancia. Yo estaba sentado, acababa de cerrar uno de los libros (ya casi finiquitado) y daba cuenta de una cerveza fría antes de ponerme a escribir. Paseaba por el claustro con ese movimiento de caderas que me había obligado a girar el cuello la primera vez que me la crucé. Tenía la mirada perdida, triste, melancólica me atrevería a decir. Pasó cerca de mí sin ni siquiera mirarme y se perdió entre los soportales que llevaban al interior del albergue. No sabría decir qué noté, pero algo se removió en mi interior y comencé a escribir de forma compulsiva una historia de amor y misterio de la que ella era la protagonista.
Así pasaron los días: tranquilidad, paseos, comer, leer, escribir, dormir y soñar, estás dos últimas, no siempre coincidían. La última noche estaba preparando la maleta cuando escuché sollozos. Salí al pasillo y pude advertir que provenían de la habitación de al lado, la puerta abierta me mostró a aquel ángel sentado en la cama, llorando.
-¿Estás bien?
-Sí. No. No lo sé –dijo mientras se levantaba. Era la primera vez que escuchaba su voz- ¿Te vas a quedar ahí parado o me vas a abrazar de una vez?
No tengo muy claro lo que pasó después, bueno sí, tampoco os voy a engañar. La abracé y su olor me terminó de cautivar. Olía a hierba recién cortada después de un día de lluvia, un olor fresco que contrastaba con el calor que su respiración hacía llegar a mi cuello. Noté sus pechos contra él mío y como ambos cuerpos reaccionaban a la vez una vez comenzaron a rozarse.
-Quiero sentirte- susurro justo antes de besarme- Déjate llevar.
Después de desearla desde el primer día que la vi, de fantasear con ella a cada renglón que escribía, tan solo fui capaz acariciarle, tumbarme sobre la cama y ver como aquella amazona de ojos verdes me cabalgaba como si de su caballo de batalla me tratase. El movimiento de caderas con el que había soñado todas estas noches fue el encargado de hacerme tocar el cielo una y otra vez hasta caer extasiados cuando las campanas de la iglesia tocaban las cinco.
Desperté solo. No había ni un solo rastro de ella en la habitación. Terminé de preparar mis cosas, extrañado, y decidí darme una ducha antes de desayunar y volver a la ciudad. Al enjabonarme bajo el agua tibia, un escozor agudo en la espalda hizo que al salir descubriese marcas de arañazos.
-Joder con… ¡Coño! ¡No me dijo su nombre!
Cuando terminé de desayunar y mientras me despedía de la empleada que había en recepción decidí hacer un último intento.
-Perdona, ¿tienes algún dato de la chica que había en la 128?
-¿En la 128? No había nadie, de hecho en toda la semana no ha habido nadie en la planta que usted estaba.
No respondí. Tan solo devolví la llave y volví a la ciudad.
Han pasado tres años de aquello y mi pelea con la hoja en blanco unido a la insistencia de mi editora para que le presente mi segunda novela, me ha llevado a volver a buscar la inspiración entre estas paredes. Sentado en el claustro, con una cerveza en la mano y el cuaderno cerrado sobre la mesa de piedra, creo percibir un ligero aroma a hierba cortada.
-Pensaba que nunca volverías- suelto sin girarme.
Se sienta sobre la mesa. Lleva el mismo pantalón que la primera vez que la vi. Las largas piernas morenas que la encadenaron a mí durante la mejor noche de mi vida se cruzan y uno de sus pies acaricia mi muslo.
-Eres tú el que ha vuelto. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
-Estoy seguro de que eres lo que necesito, pero ¿puedes aclararme de dónde diablos sales? No sé si solo eres producto de mi imaginación, si eres un ser de otro planeta o…
Me calla con un beso.
-Tú lo has dicho: soy lo que necesitas.