Si hubiera sabido que iba a ser tan duro, no habría salido aquella tarde. El recorrido desde Saint Jean de Pied de Port hasta Roncesvalles cruza el Pirineo por una zona idílica, pero cruzar una cadena montañosa caminando lleva implícito desniveles dignos de tener en cuenta. Comencé después de comer en Pamplona, autobús a Francia y a caminar en cuanto puse pie a tierra. No vi a ningún peregrino una vez comenzado el camino, todavía me quedaban cuatro o cinco horas de luz, tiempo que consideré más que suficiente para llegar al monasterio. Al poco de salir, comencé a dudar. Duras rampas ralentizaban mi avance más de lo esperado. “Tal vez tenga que parar antes. No pasa nada, la etapa de mañana no es complicada” pero cuando decidí mirar la ruta para comprobar los pueblos intermedios en los que podía hacer noche me llevé una sorpresa. Nada. Entre mi ubicación y mi destino, tan solo había una caseta a modo de refugio para la que todavía faltaban más de siete kilómetros. El cielo oscureció antes de tiempo, no porque el día terminase, sino porque una serie de nubes negras iban cerrando un círculo sobre mi cabeza. Mi GPS marcaba poco más de mil metros para llegar al refugio cuando comenzaron a caer las primeras gotas. Era evidente que llegar al monasterio no sería posible, tendría que pernoctar en el refugio.
Divisé la construcción a unos quinientos metros justo en el momento en que el cielo comenzó a caer en forma de tromba de agua. Corrí con la mochila pegada a la espalda mirando el suelo para no caer. Lo que menos me gusta de caminar bajo la lluvia es la escasa visibilidad, sobre todo en el momento en que las gotas comienzan a resbalar por mis gafas. No veía más allá de mis pies, y para cuando llegué al refugio, ya estaba completamente empapado.
Por suerte había puesto el plástico protector a la mochila, así que lo primero que hice fue desnudarme, secarme con la pequeña toalla que siempre me acompañaba y ponerme una muda seca. Solo cuando terminé se me ocurrió mirar a mi alrededor. Cuatro paredes, un techo con alguna gotera, una puerta de madera que había visto tiempos mejores y una pequeña abertura a modo de ventana bajo la que se amontonaban tres troncos a medio quemar. El suelo era un manto de frio cemento gris, con musgo en la parte norte. Cada vez entraba menos luz del exterior, las nubes habían terminado de ocultar un sol que no parecía que fuese a dar señales en lo poco que quedaba de día. Encendí los troncos, me acurruqué en un rincón y me dejé vencer por el cansancio…
Desperté sobresaltado al escuchar la puerta. Era un hombre grande, de barba cerrada y con un pelo largo y enmarañado que caía sobre sus hombros ayudado por el peso del agua. No saludó ni pareció alegrarse de tener compañía, masculló algo en un idioma nórdico mientras de miraba malcarado. No supe leer sus ojos, me dio la impresión de que había una mezcla de odio y desprecio que no supe cómo interpretar. El frío me hizo tiritar cuando se quitó el jersey. La piel de su torso estaba decorada por infinidad de cicatrices que le daban, a la tenue luz de la pequeña fogata, un aspecto todavía más fiero. Se sentó frente a mí, saco de su mochila un enorme machete y algo que parecía carne seca. Con cada trozo que cortaba mirándome, una mueca que pretendía ser una sonrisa deformaba más su rostro. Clavó el machete en el suelo y soltó una carcajada al confundir con miedo mi ansiedad. Intenté calmar mi mente. Pronto se quedaría dormido y tenía claro que era imposible que dos psicópatas coincidiéramos en ese rincón dejado de la mano de Dios. ¿Cómo brillaría su a bañada en sangre?