Habíamos estado en albergues bastante mejores, teníamos que reconocerlo. Cuatro literas, demasiado cercanas una a la otra, hacían que el olor de algún peregrino poco amigo del jabón enrareciese el ambiente. Compartíamos habitación con dos coreanos, un francés que no parecía
comprender que no entendíamos su idioma, dos ingleses y otro español que decía
haber pasado la noche anterior al raso bajo el porche de la estación de
Pamplona. Las luces se apagaron a las diez y media. No teníamos sueño, pero sí que estábamos cansados, así que subimos a la parte de arriba de nuestras literas con intención de descansar después de una dura etapa de veintiocho kilómetros. Cerré los ojos y dejé la mente en blanco para intentar dormirme lo
antes posible.
No
habría pasado mucho tiempo cuando un grito y un fuerte golpe me sobresaltó. Las
linternas se encendieron para descubrir al otro español tumbado en el suelo. Se
levantó rápidamente, asegurándonos que se encontraba bien y dispuesto a volver
a subir a su ubicación. Los ojos le brillaban de una forma extraña bajo la luz
que proyectaban los pequeños focos. Me acerque a la pared a la que estaba pegada mi
litera para evitar tener un accidente parecido.
El
sueño volvía a atraparme cuando comenzó la lucha de ronquidos entre el francés
y uno de los ingleses. Eran tonos diferentes, pero el sonido comenzó a empastar
marcando un ritmo casi hipnótico que consiguió relajarme hasta que un nuevo
grito rompió la armonía.
-¡No podrán con nosotros! –retumbó
en la habitación.
Medio incorporado sobre su colchón, animaba a un ejército imaginario a seguir con la
lucha. La arenga fue breve, con un grito y un espasmo volvió a caer sobre el
camastro y el silencio se adueñó de la habitación.
No
duró mucho.
-No me vais
a hacer temblar y que os quede claro que no pensamos arrodillarnos. ¿Para qué?
Nos vais a fusilar de todas formas, malditos bastardos. Solo me rendiré cuando
el último latido de mi corazón me diga que debo hacerlo.
Sonaba
resignado, pero decidido. No gritaba como antes, hablaba prácticamente en un
susurro y aunque ya no mirábamos hacia el lugar que ocupaba, no podíamos dejar
de escuchar su historia mientras Morfeo nos mecía. Un sonido seco, parecido a
un disparo, nos trajo de vuelta a la realidad.
El
francés, el más cercano a la puerta de entrada, encendió la luz asustado por la
detonación y todos los ojos se dirigieron al mismo lugar. Una litera vacía. La
sábana, perfectamente doblada sobre el colchón, parecía que nunca había
cubierto su superficie. No había rastro del ocupante ni de su ligero equipaje.
Ni si quiera había algo que señalase que alguna vez hubiera estado allí salvo
nuestros acelerados corazones.
NOTA: En Puente la Reina, como en muchos otros lugares, durante la guerra civil y la post-guerra los fusilamientos se convirtieron en algo tristemente habitual. Una placa recuerda a los catorce caidos en esta localidad.
NOTA: En Puente la Reina, como en muchos otros lugares, durante la guerra civil y la post-guerra los fusilamientos se convirtieron en algo tristemente habitual. Una placa recuerda a los catorce caidos en esta localidad.