martes, 29 de enero de 2019

PUENTE LA REINA



    Habíamos estado en albergues bastante mejores, teníamos que reconocerlo. Cuatro literas, demasiado cercanas una a la otra, hacían que el olor de algún peregrino poco amigo del jabón enrareciese el ambiente. Compartíamos habitación con dos coreanos, un francés que no parecía comprender que no entendíamos su idioma, dos ingleses y otro español que decía haber pasado la noche anterior al raso bajo el porche de la estación de Pamplona. Las luces se apagaron a las diez y media. No teníamos sueño, pero sí que estábamos cansados, así que subimos a la parte de arriba de nuestras literas con intención de descansar después de una dura etapa de veintiocho kilómetros. Cerré los ojos y dejé la mente en blanco para intentar dormirme lo antes posible.








     No habría pasado mucho tiempo cuando un grito y un fuerte golpe me sobresaltó. Las linternas se encendieron para descubrir al otro español tumbado en el suelo. Se levantó rápidamente, asegurándonos que se encontraba bien y dispuesto a volver a subir a su ubicación. Los ojos le brillaban de una forma extraña bajo la luz que proyectaban los pequeños focos. Me acerque a la pared a la que estaba pegada mi litera para evitar tener un accidente parecido.





     El sueño volvía a atraparme cuando comenzó la lucha de ronquidos entre el francés y uno de los ingleses. Eran tonos diferentes, pero el sonido comenzó a empastar marcando un ritmo casi hipnótico que consiguió relajarme hasta que un nuevo grito rompió la armonía.





-¡No podrán con nosotros! –retumbó en la habitación.





        Medio incorporado sobre su colchón, animaba a un ejército imaginario a seguir con la lucha. La arenga fue breve, con un grito y un espasmo volvió a caer sobre el camastro y el silencio se adueñó de la habitación.





     No duró mucho.







-No me vais a hacer temblar y que os quede claro que no pensamos arrodillarnos. ¿Para qué? Nos vais a fusilar de todas formas, malditos bastardos. Solo me rendiré cuando el último latido de mi corazón me diga que debo hacerlo.





     Sonaba resignado, pero decidido. No gritaba como antes, hablaba prácticamente en un susurro y aunque ya no mirábamos hacia el lugar que ocupaba, no podíamos dejar de escuchar su historia mientras Morfeo nos mecía. Un sonido seco, parecido a un disparo, nos trajo de vuelta a la realidad.







     El francés, el más cercano a la puerta de entrada, encendió la luz asustado por la detonación y todos los ojos se dirigieron al mismo lugar. Una litera vacía. La sábana, perfectamente doblada sobre el colchón, parecía que nunca había cubierto su superficie. No había rastro del ocupante ni de su ligero equipaje. Ni si quiera había algo que señalase que alguna vez hubiera estado allí salvo nuestros acelerados corazones.


 NOTA: En Puente la Reina, como en muchos otros lugares, durante la guerra civil y la post-guerra los fusilamientos se convirtieron en algo tristemente habitual. Una placa recuerda a los catorce caidos en esta localidad.





martes, 22 de enero de 2019

Los ojos del cielo



     El sueño comenzaba a vencerme cuando un ruido entre la maleza me alertó, allí no estaba a salvo. Hacía rato que había anochecido. Perseguido como me encontraba, encender fuego no era una buena opción, pero en la oscuridad era pasto fácil para las fieras que habitaban las profundidades de aquella maldita selva. Busqué mi revolver con la mano derecha, lo sujeté y apunté hacia el lugar del que parecía provenir el sonido mientras me levantaba lentamente.





     El silencio volvió a rodearme cuando decidí seguir con mi camino; no podía permitirme perder más tiempo descansando. Los primeros rayos de uno de los tres soles que iluminaban el planeta se filtraron entre las hojas que me impedían ver el rojo cielo. Las noches eran cortas y cuando el cielo estaba despejado, los tres astros provocaban que el calor fuera asfixiante. Hice memoria y recordé el libro de mapas en el que tanto trabajamos al principio de este esperanzador proyecto. La salida de la selva estaba cerca, desde allí, unos kilómetros hasta la ciudad que tendría que recorrer lo antes posible para evitar estar expuesto durante demasiado tiempo a los ojos del cielo.




     El planeta fue todo un descubrimiento. Después de arrasar la Tierra, la Luna se había convertido en un puente hacia un destino mejor. Ese destino fue Pigmalión. Cubierto en su mayoría por frondosos bosques, el agua brotaba por doquier. Su atmósfera era respirable, aunque al principio había que medicarse para acostumbrar el cuerpo a la presión y la densidad del aire. La convivencia con los nativos del planeta no parecía complicada. Eran seres inteligentes, alados, parecidos a lo que nosotros conocemos como ángeles. No soportaban las ciudades, pero no se opusieron a la construcción de cinco en los lugares con menor vegetación.
 


Todo parecía funcionar hasta que probaron nuestra carne…




La transformación fue inmediata. Los pacíficos habitantes arrasaron cuatro de las cinco ciudades y acabaron con la vida del ochenta por ciento de los humanos. Solo la ciudad que tenía delante resistía. Rodeada por un perímetro de seguridad inerte que facilitaba la eliminación de todos los seres ajenos a nuestra comunidad que intentaban acercarse a ella.




     Noté su presencia, incluso me pareció ver una sombra sobrevolando los árboles más cercanos. Si quería llegar al único bastión que nos quedaba en este paraíso infernal tendría que comenzar a correr sin mirar atrás y esperar que la suerte estuviera de mi lado.

miércoles, 16 de enero de 2019

Huellas en el barro





Tus pies se hunden en el barro mientras caminas. Tras de ti, un reguero de huellas debe estar marcando ese sendero que hace tiempo tenías que haber tomado. No piensas verlas, no vas a mirar atrás.









El río ha vuelto a su cauce habitual después de las tormentas que anegaron las orillas. Hace un tiempo, esta zona era preciosa pero los restos de la riada permanecen latentes por todas partes. A veces pasa. Al principio todo es idílico y de manera inconsciente, te dejas llevar. No aprecias los detalles del cambio. No ves que los patos ya no nadan ni que los pájaros que cantaban en los árboles cercanos permanecen en silencio. El contacto del agua al acariciar los márgenes no es como antes, su carácter cambia. Un día el caudal baja con más fuerza y la tarde se vuelve oscura. Las mariposas no revolotean sobre los helechos de la orilla, la tormenta se acerca y no te has dado ni cuenta. Los relámpagos preceden a los truenos. Sonidos roncos, contundentes, que hacen temblar la tierra que pisas y el cuerpo que habitas. La lluvia cae  mojándolo todo y el río crece. Intentas autoconvencerte de que no es nada, de que pronto parará, pero cada vez tiene más fuerza. Termina por arrastrarte como si fueras una cometa rota en medio de un huracán sin que apenas te des cuenta que ese no era el camino por el que querías ir. Golpeando rocas y árboles, pierdes la noción del mundo sin entender lo que pasa.








Hasta que amaina la tormenta. Los truenos suenan más lejanos aunque siguen retumbando en tu cabeza mientras vislumbras un pequeño rayo de Sol. A pesar de que su luz al principio parece cegar y caminas desorientado, sabes que tienes que hacerlo. Y no olvidas, no perdonas, pero miras al frente. Encuentras algunos apoyos firmes que te ayudan a salir del barro. Despacio, pero sales. Lleno de cicatrices y magulladuras, con fuerzas renovadas avanzas hasta llegar a la vereda que se aleja del río. Cada vez más liviano sigues la nueva senda sin mirar atrás.


lunes, 7 de enero de 2019

El aleteo de una mariposa




     Alba no era más que una cría que jugaba en el jardín de sus abuelos. Apenas tenía cuatro años y disfrutaba moviéndose entre las flores, canturreando y descubriendo insectos aquí y allá. Aquel día una bonita mariposa había llamado su atención desde el inicio. Tenía las alas más coloridas que jamás había visto y una predilección especial por las margaritas que su madre había plantado semanas atrás. Su abuelo Antonio, que la observaba sentado en el porche, vigilaba sonriente los movimientos de aquella pequeña que se había convertido en su razón de ser. De repente, la mariposa elevó su vuelo y danzando liviana en el aire, se dirigió al otro lado de la calle en el que otro bonito jardín adornaba la entrada de una enorme casa blanca. Alba no lo dudó y salió saltando tras ella.
 
  




     Agustín conducía el autobús escolar que recorría las zonas más alejadas del pueblo para que los niños no tuvieran problemas a la hora de acudir a sus clases. No era un trabajo que le gustase, pero era lo único que había podido conseguir desde que el traslado de su mujer le hizo viajar a aquella horrible ciudad. Horrible para él. Todo el mundo parecía feliz, sobre todo cuando circulaba por barrios como aquel. Preciosas hileras de casitas unifamiliares a ambos lados de la calle, con sus jardines y sus porches, como las que tantas veces había soñado y que nunca podría tener. Miró por el retrovisor y vio un niño rubio que, levantado en mitad del pasillo, parecía mofarse de un compañero que se encogía en su asiento. Al volver la vista a la carretera una niña que apareció de la nada hizo que detuviera el vehículo de golpe.




     Javi se había levantado para meterse con Daniel. No le había hecho nada, pero era divertido ver como alguien tan grande se hacía tan pequeño cuando lo veía venir. Normalmente solo eran insultos y amenazas, como mucho algún golpe o escupitajo cuando le quitaba el dinero del almuerzo y el otro intentaba resistirse. En un momento se formaba un círculo de niños a su alrededor alentándole mientras su víctima se encogía en el suelo. En el autobús no podía hacer según qué cosas, así que se acercó dispuesto a amenazarle con lo que le haría después cuando un frenazo le hizo perder el equilibrio. El golpe de su cabeza al caer se escuchó en todo el vehículo.




     Los apuntes de Silvia volaron con el frenazo. La profesora estaba sentada en la parte delantera del autocar repasando la clase que tendría que dar al llegar al colegio cuando el vehículo se detuvo. No fueron los papeles lo que más le preocupó: un golpe en la parte trasera le hizo girarse y correr hacia un chaval que, tumbado inmóvil en mitad del pasillo, fijaba las miradas de todos sus compañeros. Sacó el teléfono del bolsillo y marcó el número de emergencias.




     María, sentada frente a la centralita, daba cuenta del almuerzo que ese día había llevado al trabajo. Un sándwich de pechuga de pavo y un zumo de melocotón tendrían que bastar para mantener el hambre a raya hasta mediodía. La mañana había empezado movida. Casi todas las ambulancias estaban circulando por distintos motivos, pero parecía que podría disfrutar de su momento de paz, por lo menos hasta que volvió a sonar el teléfono. Un chico había sufrido un traumatismo en un autobús. Miró la situación de sus compañeros en la pantalla y decidió que lo mejor sería cambiar el planing de alguno de los vehículos de recogida de pacientes, así que llamó a José.



     José conducía por una zona tranquila. Hoy no tenía mucho trabajo, tan solo recoger a Andrés, un jubilado operado de rodilla y trasladarlo al centro médico en el que llevaba a cabo su trabajo de rehabilitación. Sonó la radio y María le informó de un cambio de planes. Un accidente a tres minutos de allí, unido a una sobrecarga de urgencias hacía que él tuviera que recoger al herido y llevarlo al hospital más cercano. No era el procedimiento habitual pero era la mejor solución. Desde la central se habían encargado de cambiar el día de visita de Andrés pero no tenían su número, así que José puso el manos libres y contactó con él.




     Andrés esperaba sentado en el banco que había junto al centro comercial que inauguraron un par de años atrás frente a su casa. Poco a poco recuperaba la movilidad después de su implante de rodilla. La rehabilitación a la que se dirigiría en cuanto le recogieran le estaba ayudando a mejorar a pasos agigantados. Sonó el teléfono y escuchó al conductor de la ambulancia. “Vaya, espero que no sea nada lo de ese chico”. Miró el centro comercial y tras levantarse caminó hacia el interior.




     Maribel atendía la administración de lotería del centro comercial desde que abrió sus puertas al público. El horario no era bueno, pero los ratos de poco trabajo le permitían prepararse sus oposiciones a policía municipal. Además le encantaba ver la ilusión en la cara de la gente cada vez que repartía un premio por pequeño que fuera. Un señor mayor que caminaba con muletas le sacó de su sopor. Era del barrio y solía pasarse cada sábado para probar suerte con la lotería primitiva. Esta vez, al ser viernes, probó con un Euromillón.






     Antonio, sentado frente al televisor, leía el periódico mientras Alba hacía un puzle en el suelo. Comprobó su número del Euromillón aunque sabía que él no había sido el afortunado ganador de los quince millones. El boleto premiado se lo había llevado alguien que había comprado el suyo en la administración número ocho, la del centro comercial que había en un barrio cercano.