miércoles, 27 de mayo de 2020

¿Quién soy?



 
     Desperté con un dolor de cabeza más que considerable. Estaba tumbado en una playa de arena blanca, bajo un cocotero y con varios de sus frutos a rodeándome. En la arena aparecían troncos aquí y allá, como si el mar hubiera devuelto una parte de él que no le correspondía. “¿Qué coño hago aquí?” Me pregunté desorientado intentando situarme. Pero eso pasó a un segundo plano cuando una cuestión más importante ocupó todos mis pensamientos “¿Quién cojones soy?”. La ansiedad aceleró mi respiración y las bocanadas de aire parecían no llegar a su destino. Me obligué a tranquilizarme. Sentado en la arena, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, me concentré en el ruido que las olas producían al llegar a la orilla. Parecía que daba resultado, así que prolongué la meditación hasta los latidos volvieron a un ritmo que consideré normal, al fin y al cabo, tampoco sabía cómo era el ritmo normal de mi corazón.

 

     Mi ropa estaba empapada. Tal vez era un náufrago que la tormenta del día anterior había sumergido en el mar y éste, piadoso, me había mecido hasta esta playa, paradisíaca, todo hay que decirlo. El dolor de mi cabeza comenzaba a remitir. Una hinchazón en la parte superior me insinuaba que durante el naufragio algo golpeó con fuerza mi cráneo. Tal vez eso provocase mi caída al mar y la pérdida de memoria.

 

     Tenía que buscar una zona elevada para ver si había zonas habitadas cerca, pero comenzaba a anochecer y no sabía lo que podía deparar la noche, así que aproveché las hojas que pude arrancar a un cocotero doblado por el temporal para construir un techo bajo el que dormir. Encontré el lugar ideal en el saliente de una roca cercana al bosque. Un par de ramas de un árbol cercano apenas lo cubrían, pero al colocar encima las largas hojas del cocotero, me quedó un refugio más o menos decente. La arena de la playa allí estaba seca y el viento parecía no castigar en exceso la zona. Encontré una piedra afilada y con la ayuda de otra más grande, conseguí perforar la cáscara de uno de los cocos. El agua de su interior me recompuso como si de una sopa caliente en mitad de una ventisca de nieve se tratara. Terminé de partir el coco y lo devoré poco antes de que la noche terminara de cerrarse.

 

     Encendí un pequeño fuego de forma mecánica. Dos palos, fricción y algunas hierbas secas. Al empezar a arder, unas cuantas ramitas pequeñas y después algún tronco más grande. No durarían toda la noche, pero me ayudarían a conciliar el sueño y espantarían las posibles fieras que podían estar acechándome desde el bosque. El cansancio me venció todavía sorprendido por mi dominio de las técnicas de supervivencia.

 

     Abrí los ojos sobresaltado. El sol comenzaba a aparecer cuando los gritos de cuatro hombres que corrían hacia mí rompieron un feliz descanso. Una lancha se acercaba por el mar a gran velocidad con más personas a bordo que parecían haber hallado un valioso botín al descubrir mi presencia.




 

 

     −Tras varios días de búsqueda, ha sido hallado Roberto Muñoz, el torero y participante de Supervivencia Extrema que había desaparecido. Roberto salió del campamento en busca de comida y no volvió a dormir. Los miembros del equipo le han estado buscando este tiempo hasta localizarlo cobijado en un playa a casi veinte kilómetros de donde se está rodando el reality. Poco puede contar de su desaparición, ya que sufre amnesia tras haber sufrido un fuerte golpe en la cabeza, al parecer causado por la caída de un coco en un golpe de viento. Sigue siendo una incógnita como recorrió esa distancia, ya que la zona en la que se mueven los concursantes está firmemente delimitada.

LA TIERRA DE LOS SUEÑOS

 

Me estresa la vida en la ciudad. Despertador, ducha, desayuno rápido y a correr. Caravana, trabajo y a comer deprisa para volver a la lucha cotidiana. Tengo un único momento de libertad: cuando llega la noche y comienzo el viaje, ese instante en el que, entre la conciencia y la inconsciencia, comienzo a adentrarme en la tierra de los sueños.

Me zambullo en un mar de agua dulce y nado a toda velocidad convertido en un pequeño delfín. Paso entre los rosales verdes que florecen en el fondo y dejo atrás tiburones y miedos mientras las sirenas que me acompañan lo amenizan todo con su bello canto. Esquivo muros de coral multicolor y bosques de pinos antes de empezar a subir buscando la superficie. Rápido, más rápido, hasta salir del agua proyectado hacia el cielo azul y alejarme cada vez más del líquido. Veo mis garras, y unas enormes alas doradas me elevan cada vez más hasta que comienzo a planear entre nubes de algodón de azúcar convertido en águila.

A mis pies, se dibuja una pequeña isla verde y me precipito en picado a recorrer su contorno: una pequeña cala da paso a una larga playa de arena azulada que las olas besan con infinita dulzura. Árboles frutales separan la arena de un frondoso bosque y raseo el vuelo hasta que las rocas ganan terreno y la playa se vuelve un acantilado con el que las olas no son tan delicadas. La espuma me salpica y me moja la cara. Respiro hondo y suspiro.

En la tierra de mis sueños hace tiempo que vive una mujer. No sé si es alta o baja, si rubia o morena… la verdad, no sé quién es. Hay noches en las que llega en forma de loba, alerta y amenazante, con sus ojos verdes clavados en mí sedientos de sangre. Entonces me transformo en un enorme lobo de lomo plateado, corro tras ella ladera abajo y la alcanzo justo cuando llega al claro del bosque que hay junto al río. Me muerde las orejas bajo el brillo de las estrellas y aullamos juntos a esa enorme luna azul que nos ilumina durante los quince últimos meses del año.

A ese claro llegó otra noche. Caminaba desorientada con el pelo rojo cubriendo la mitad de su espalda. No habló. Se sentó junto a mí y me miró mientras cogía mi mano y la llevaba a su pecho. Noté cómo latía su corazón y cómo el mío se aceleraba hasta que ambos llegaban a acompasarse formando un solo latido. Una vez fundidos ambos corazones, el tiempo perdió su sentido y las horas iban pasando sin cuento. El calor del sol, acompañado del canto de los sinsajos, era lo único del mundo exterior que demostraba que había vida fuera de ese remanso de paz.

Me miró a los ojos y me besó. Fue un beso dulce. Nada más que un beso, o nada menos que un beso. Un escalofrío recorrió mi espalda, mi piel se erizó y me fijé en el rubor de sus mejillas. Le pasaba algo, sentí que le faltaba algo…

En otra ocasión, una figura se acerca andando por la playa. No es muy alta. Reconozco esa forma de caminar. Lleva un vestido veraniego, blanco, que le llega por debajo de la rodilla y hace resaltar todavía más el color moreno de su piel. La brisa marina revuelve su pelo negro del mismo modo que los dedos de sus pies descalzos remueven la arena mojada a cada paso que da. El sol del atardecer ilumina el reguero de pasos que deja atrás. No gira la cabeza. Camina hacia delante sin titubeos, alejándose de una extraña y densa niebla negra que se ha formado detrás de ella.

De repente surge un perro de la nada y comienza a retozar a su alrededor. Creo que es la primera vez que veo su sonrisa. El brillo del sol parece una triste vela titilando ante la luz que irradia ese rostro, esa sonrisa, esos ojos verdes…

Me alcanza y se sienta a mi lado sin decir nada. Apoya la cabeza en mi hombro y yo rodeo con mi brazo los suyos.

—Gracias —me susurra al oído.

Noto su boca junto a mi cuello y mi mano pasa de su hombro a su nuca. Clavo mis ojos en esos dos pozos verdes y me doy cuenta de que todo lo que busco se encuentra en ella. Nuestros labios se rozan sin llegar a besarse hasta que me tumbo de golpe arrastrándola hacia mí.

—¡Estás loco! —ríe—. Esto es una locura…

Nos amamos como dos chiflados. Mientras, el sol acaba por esconderse y las lunas comienzan a asomar por el horizonte en el momento en que, exhaustos, nuestros cuerpos dejan de moverse y nuestras bocas de comerse a besos. Noto cómo su respiración acelerada se va serenando sobre mi pecho, cada vez menos entrecortada, cada vez más relajada, hasta que termina por desaparecer.

Abro los ojos por fin. La luz se filtra por las fisuras de la persiana que cubre la ventana de mi habitación. Estoy solo, en una cama enorme y con una extraña sensación que no sabría definir.

«¡Por lo menos es sábado!», pienso a modo de consuelo.

Me incorporo y decido que aprovecharé el día. Saldré a pasear, a disfrutar de lo que la vida me ofrece y, con un poco de suerte, tal vez me cruce con ella un breve instante y compruebe que esa mirada existe. Quizás esos ojos no son solo un sueño…

martes, 19 de mayo de 2020

No robarás



Sentado en la pequeña terraza, esperaba que la iglesia se vaciase después de la misa de doce para entrar a hablar con el párroco. Le había cogido el gustillo al pueblo. Su oficio tenía momentos en los que la tensión le llevaba al límite, pero descubrió que en el pueblo de sus padres recuperaba esa tranquilidad tan necesaria para realizarlo con garantías. El aire de la sierra y el sonido de su río limpiaban su mente y el párroco que estaba a punto de visitar, ponía en orden sus problemas con Dios.




Tras terminar la cerveza, avanzó hacia la iglesia disfrutando del breve trayecto y saludando a los feligreses que abandonaban el templo. Tras subir las pocas escaleras que le llevaban al pórtico principal, cruzó el umbral hacia un interior mucho más fresco. Se respiraba paz. Tomó asiento en uno de los últimos bancos, no quedaba nadie salvo dos de las beatas habituales comentando con el padre los horarios de la catequesis de la semana siguiente.




Aprovechó el silencio para recapacitar sobre el trabajo de esa semana. Había sido un golpe limpio, como a él le gustaban. Cierto que todo se complicó cuando aparecieron el dueño de la mansión con su amante, pero las amenazas surtieron efecto y colaboraron desde el primer momento. No eran una banda violenta, pero había momentos en los que debían aparentarlo, incluso a veces serlo, muy a su pesar. El caso es que esa semana el golpe había sido lo suficientemente lucrativo como para poder permitirse pasar un par de semanas de vacaciones antes de comenzar a preparar el siguiente.






Las dos beatas pasaron por su lado. El padre estaba terminando de recoger el altar cuando, al percibir su presencia, se encaminó hacia el confesionario. Sebas se santiguó antes de levantarse y entró en el pequeño cubículo de madera.



−Buenos días padre.


−Buenos días Sebas. ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí! Comenzaba a preocuparme tu ausencia.


−Mucho trabajo, ya sabe que mi profesión me obliga a viajar mucho y a desaparecer de vez en cuando…


−Sí, sí, si no han cambiado las cosas comprendo lo de tus desapariciones. ¿Tienes algo que contarme?


−Sí padre, sí. Tengo que confesar que he atentado contra uno de los sagrados mandamientos. Desde la última vez que estuve hablando con usted, he robado.


−Eso está muy mal y en tu caso, la reincidencia lo hace más grave si cabe. ¿Solo robaste? ¿Esta vez no hubo agresiones ni actos…? Ya sabes a lo que me refiero.


−No. Al compañero que se le fue la mano la última vez, lo hemos expulsado del grupo de trabajo. Fue una misión limpia, sin violencia, solo algo de intimidación. Nos descubrieron pero colaboraron para evitar males mayores.


−No hace falta que entres en detalles, ya sabes que no me interesan si no son de índole… bueno, que no me interesan. Cumple con tu penitencia de siempre y marcha en paz.


−Gracias padre.




Se arrodilló ante la cruz del altar mayor y rezó dos Padre Nuestro con la mirada clavada en el suelo. Al terminar, dirigió sus pasos hacia el lugar donde los feligreses hacían sus ofrendas a San Vicente Mártir, patrón del pueblo, y encendió una vela antes de depositar un sobre en el cepillo de las donaciones. Volvió a santiguarse antes de salir del templo. Cinco minutos de oraciones y un cinco por ciento del botín no era mucha penitencia si así conseguía salvar su alma.


miércoles, 13 de mayo de 2020

Mientras la música suene



Siempre le había relajado la música. Sus padres no se percataron pero su abuela sí. Ella fue la primera en descubrir cuál era la mejor manera de que aquel niño, pequeño y revoltoso a pesar de sus deficiencias, se mantuviera calmado. Fue curioso ver cómo, a pesar de que dicen que las música las amansa, fue precisamente música lo que empezó a brotar de forma descontrolada de la mente del que hasta ese momento era una fiera.
  

Su abuela fue la que le explicó como el abuelo José la había conquistado tocando el piano, le habló de los grandes músicos y escuchó sus obras con él. Le contó historias de rivalidades entre niños prodigio que a día de hoy no existían porque la música clásica, poquito a poquito, se estaba muriendo.



−Pero no morirá mientras haya alguien que haga girar un disco de Vivaldi o unas manos acaricien un teclado.


Porque ella era así, melómana empedernida. Amante de vinilos y de la que llamaba “verdadera música”. Él sabía que más de una vez, aquella anciana lloró a su lado al escuchar los acordes de Claro de Luna, pero nunca lo pudo constatar. Desde que tuvo uso de razón, sus cuatro sentidos se desarrollaron para compensar la oscuridad que cubrió sus ojos al nacer. Así, nunca vio llorar a su abuela, al igual que nunca pudo ver un piano, pero eso no impidió que las mismas manos que habían enjugado aquellas lágrimas sin verlas, acariciasen las teclas cuyo sonido también le hacía sonreír.



 Ella ya no sabía identificar la música, tan solo tenía claro que era un piano y que le gustaba como sonaba. Los acordes se enlazaban suaves, delicados, acompasados a pesar de los cambios de tono, a pesar de cambiar el ritmo y la intensidad constantemente. Le relajaba. El chico que estaba sentado en la banqueta le gustaba, le resultaba familiar, aunque no sabía por qué. Pensó que sería bonito que le invitara a salir justo antes de que una sonrisa infantil se adueñara de su rostro y su mirada se perdiese en el infinito…