Sentado
en la pequeña terraza, esperaba que la iglesia se vaciase después de la misa de
doce para entrar a hablar con el párroco. Le había cogido el gustillo al
pueblo. Su oficio tenía momentos en los que la tensión le llevaba al límite,
pero descubrió que en el pueblo de sus padres recuperaba esa tranquilidad tan
necesaria para realizarlo con garantías. El aire de la sierra y el sonido de su
río limpiaban su mente y el párroco que estaba a punto de visitar, ponía en
orden sus problemas con Dios.
Tras
terminar la cerveza, avanzó hacia la iglesia disfrutando del breve trayecto y
saludando a los feligreses que abandonaban el templo. Tras subir las pocas
escaleras que le llevaban al pórtico principal, cruzó el umbral hacia un
interior mucho más fresco. Se respiraba paz. Tomó asiento en uno de los últimos
bancos, no quedaba nadie salvo dos de las beatas habituales comentando con el
padre los horarios de la catequesis de la semana siguiente.
Aprovechó
el silencio para recapacitar sobre el trabajo de esa semana. Había sido un
golpe limpio, como a él le gustaban. Cierto que todo se complicó cuando
aparecieron el dueño de la mansión con su amante, pero las amenazas surtieron
efecto y colaboraron desde el primer momento. No eran una banda violenta, pero
había momentos en los que debían aparentarlo, incluso a veces serlo, muy a su
pesar. El caso es que esa semana el golpe había sido lo suficientemente
lucrativo como para poder permitirse pasar un par de semanas de vacaciones
antes de comenzar a preparar el siguiente.
Las
dos beatas pasaron por su lado. El padre estaba terminando de recoger el altar cuando,
al percibir su presencia, se encaminó hacia el confesionario. Sebas se santiguó
antes de levantarse y entró en el pequeño cubículo de madera.
−Buenos
días padre.
−Buenos
días Sebas. ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí! Comenzaba a preocuparme tu
ausencia.
−Mucho
trabajo, ya sabe que mi profesión me obliga a viajar mucho y a desaparecer de
vez en cuando…
−Sí,
sí, si no han cambiado las cosas comprendo lo de tus desapariciones. ¿Tienes
algo que contarme?
−Sí
padre, sí. Tengo que confesar que he atentado contra uno de los sagrados
mandamientos. Desde la última vez que estuve hablando con usted, he robado.
−Eso
está muy mal y en tu caso, la reincidencia lo hace más grave si cabe. ¿Solo
robaste? ¿Esta vez no hubo agresiones ni actos…? Ya sabes a lo que me refiero.
−No.
Al compañero que se le fue la mano la última vez, lo hemos expulsado del grupo
de trabajo. Fue una misión limpia, sin violencia, solo algo de intimidación.
Nos descubrieron pero colaboraron para evitar males mayores.
−No
hace falta que entres en detalles, ya sabes que no me interesan si no son de
índole… bueno, que no me interesan. Cumple con tu penitencia de siempre y
marcha en paz.
−Gracias
padre.
Se
arrodilló ante la cruz del altar mayor y rezó dos Padre Nuestro con la mirada
clavada en el suelo. Al terminar, dirigió sus pasos hacia el lugar donde los
feligreses hacían sus ofrendas a San Vicente Mártir, patrón del pueblo, y
encendió una vela antes de depositar un sobre en el cepillo de las donaciones.
Volvió a santiguarse antes de salir del templo. Cinco minutos de oraciones y un
cinco por ciento del botín no era mucha penitencia si así conseguía salvar su
alma.
esta vez me lo estaba imaginando. Y es que los curas no reparten perdones a tan graves pecados si no es con un porcentaje por medio. En metálico por supuesto, pero si además hay suculentas historias de índole... ya sabes.
ResponderEliminarBuenísimo, David.
Un beso.
Jajaja,... por un momento pensé que la tasa sería del 3%. Y además como dice Rosa, en metálico. Genial como siempre!
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