martes, 26 de marzo de 2019

MANZANA Y CANELA








     Sentado frente a la mesa del escritorio, observaba los colores de un puzle a medio hacer mientras hacía girar en su mano una de las piezas. La cafetera silbaba en la cocina y el aroma a café recién hecho inundaba todo el piso camuflando el olor habitual.

 



     Manzana y canela.




Puede parecer algo insignificante, pero esa decisión fue el principio de su nueva vida. Llevaba años viviendo en aquel piso y hasta que no encendió esa pequeña barrita de incienso no lo consideró suyo. Así era como quería que oliese su hogar. Hasta entonces había saboreado aquella mezcla en alguna infusión y, sobre todo, en unas galletas que ahora tenía prácticamente prohibidas. El ambientador y las velas aromáticas no habían venido solas: bolsas repletas de fruta habían sustituido a las patatas fritas y la bollería industrial.







-Cambio de olor, cambio de hábitos.







     No era una asociación con mucha lógica, pero los últimos análisis le habían mostrado el resultado que los excesos y el sedentarismo habían provocado en su cuerpo. El temor a que derivase en algo más grave, unido a uno de sus cada vez más frecuentes bajones emocionales, un sofá demasiado grande y una almohada demasiado abrazada, hicieron que el cambio de hábitos fuera más allá.







     Volvió al gimnasio, eso no le costó trabajo. Había hecho deporte desde que tenía uso de razón, pero después de una traumática ruptura con la que creía la mujer de su vida, fue dejándolo de lado para pasar sus ratos libres sentado frente al televisor. Ese fue el cambio definitivo que marcaría el resto de su existencia. Gracias al deporte conoció a Eva. Volvía a casa nervioso y activado tras las clases que aquella monitora de sonrisa angelical impartía. Le costaba coger el sueño y fue justo ella quien le aconsejó hacer puzles para relajarse.









     Notó una presencia a su espalda y su
aliento en la oreja cuando le susurró “Buenos días, mi amor” antes de besarle el cuello con dulzura. Eva le quitó de la mano el trozo de cartón que sujetaba y sin atisbo de duda lo colocó en su lugar, cerca de la esquina superior derecha.







     Por fin todas las piezas encajaban.


martes, 12 de marzo de 2019

Tartaletas y lubina salvaje


     Hacía más de seis semanas que no la veía así que intente hacer de aquella cena algo especial. Algo sencillo, dos días después tenía que volver a salir de viaje y había vaciado la nevera. Compré lo justo para el menú, unas tartaletas variadas y lubina salvaje con hortalizas, todo cocinado al horno, lo que me permitiría tener la cocina recogida y poder terminar de cocinarlo todo a última hora. Las verduras, medio pochadas, descansaban en un plato sobre la encimera junto a la bandeja con las tartaletas. Sobrasada con queso, verduritas con salsa romesco y setas salteadas con pimienta (evité el ajo, no quería maltratar mi aliento) rellenaban el hojaldre a la espera del último golpe de calor. En la nevera esperaban una botella de vino blanco y otra de ese limoncello que, a pesar de no ser mi licor favorito, ella solía pedir cuando teníamos alguna cena con el grupo de amigos que compartíamos.







     Miré el reloj que adornaba la pared de la cocina. El cucharón marcaba las ocho y la cucharilla de postre las doce, disponía media hora para darme una ducha y ponerme la ropa elegida. No eran mis mejores galas, pero sabía que a ella le gustaba como me quedaban esos pantalones. Unas botas negras y una camiseta del mismo color completarían mi atuendo. Eché una última mirada a la cocina para asegurarme de que todo estaba controlado, puse el horno a precalentar y entré al cuarto de baño.







     Un torrente de agua recorrió mi cuerpo tenso. La última vez que nos vimos nos despedimos con un beso, nuestro primer beso. Hacía mucho que soñaba con ella y aquella despedida me mostro que el sentimiento era recíproco, o al menos en aquel momento lo fue. A partir de ahí, el viaje que me tuvo en Estados Unidos dos semanas y dos día antes de mi vuelta, el que le llevó a Malasia durante el último mes. Las diferencias horarias y la falta de medios en la zona en la que ella se encontraba, hizo que los mensajes disminuyeran de la misma forma que aumentaba mi inseguridad. Que justo el día de su llegada aceptara mi invitación a cenar volvió a ilusionarme, por lo menos demostraba que tenía ganas de volver a verme. ¿Para volver a besarme o para dejarme claro que aquello no significó nada? Esa duda hacía temblar mis piernas casi tanto como cuando acaricié su nuca antes de darle las buenas noches aquella noche de principios de Mayo.







     Salí de la ducha algo más relajado. Me vestí, encendí las velas que adornaban la mesa del comedor y puse música suave. “BIP BIP”. Un escueto mensaje llegó a mi teléfono. “Aparcada”. Abrí el horno para introducir la bandeja apartando la cara para evitar que el vapor empañara mis gafas. Nada. La poca tranquilidad que había conseguido con la ducha desapareció dejándome más helado que el interior de ese horno. Miré incrédulo los mandos buscando el error. Encendido y con la temperatura marcando 220º. Corrí al cuadro de automáticos rezando para que el del horno hubiera saltado. Todo estaba correcto, por desgracia, todo estaba correcto. Sentí como se aceleraba mi corazón mientras me esforzaba para encontrar otra opción decente para la cena a falta de horno, pero estaba completamente bloqueado. Noté gotas de sudor resbalando por mi espalda y la sensación de falta de aire cuando sonó el timbre.





Desanimado, me dirigí hacia la puerta.







     Ni siquiera me saludó. Soltó en el suelo su pequeño bolso y me besó. Noté una de sus manos en la nuca y la otra acariciando mi barba justo en el instante en que mis piernas volvieron a temblar.







-Tengo un pequeño problema con la cena- acerté a decirle más desconcertado que preocupado.



-¿Cena? ¿Qué cena?- dijo con una pícara sonrisa- Yo he venido a desayunar. ¿Aquí dónde se… duerme?






     El movimiento de sus caderas mientras caminaba buscando mi habitación y dejando un reguero de ropa tras de sí, hizo que olvidara las tartaletas, las lubinas y el resto del mundo.


miércoles, 6 de marzo de 2019

Mañana de primavera.


El sol comenzaba a dejarse notar, y aunque todavía era temprano, presagiaba otra calurosa mañana primaveral. David caminaba por una tranquila zona residencial de Castelldefels con destino a la casa de una pareja rusa cuyo jardín hacía tiempo que se encargaba de cuidar. Nunca le habían atraído en exceso las plantas, pero durante una mala época laboral, la jardinería le proporcionó los ingresos necesarios para salir del paso hasta que todo mejoró. Ahora habían vuelto tiempos de bonanza, de hecho acababa de terminar su turno de noche en una gasolinera cercana y antes de tumbarse a descansar, se encaminó hacia el único jardín de su etapa anterior del que todavía se encargaba. Con el tiempo se había convertido en un hobby relajante… ¡y a nadie le vienen mal unos ingresos extras!



Al entrar en la casa recordó que no había nadie. Hacía tres semanas los propietarios le dijeron que pasarían un mes en Moscú para conocer a su nueva nieta, así que podría trabajar con calma. Años atrás, si no estaban tenía que pedir la llave a la vecina, pero con el paso del tiempo, había adquirido suficiente confianza con los dueños como para que le dejasen una llave. El césped parecía estar bien, así que decidió no cortarlo. No le gustaba nada el ruido del motor, así que intentaba evitarlo. Ya pasaría el cortacésped una semana antes de que volvieran los dueños.




Cogió las tijeras y se dirigió hacia los rosales. Aspiró profundamente el aroma de una de sus flores favoritas, en esa época del año estaba en pleno esplendor. Le encantaba ese jardín modesto y coqueto a los pies de un pequeño porche y rodeando una piscina ovalada con sus rosales y macizos de margaritas. Caminaba hacia uno de ellos cuando se disparó el riego automático del césped. Sobresaltado, tropezó con el bordillo que rodeaba el contorno de la piscina y notó como su cuerpo caía sin remisión…



Podía haber caído contra el duro azulejo que separaba la piscina del jardín golpeándose la cabeza, o peor aún, podía haberse precipitado sobre una piscina que a estas alturas del año debería estar vacía. Por suerte para él, los moscovitas, acostumbrados a las bajas temperaturas de su país, disfrutaban de los baños durante todo el año. Su grito se vio ahogado por un chapuzón en agua helada.



 Salió resoplando y riéndose, contento de que no hubiera testigos de su torpeza. Se quitó la ropa (menos mal que el sol calentaba) y la extendió junto a la piscina sentándose en una de las tumbonas. Se dejó caer notando los rayos sobre su cuerpo. La noche había sido larga, poco a poco, todo se fue convirtiendo en tranquilidad…



Un grito le hizo despertar sobresaltado. Al levantarse desorientado dos policías le apuntaban con sus pistolas. La mujer de la casa de al lado, al escuchar gritos y risas y sabiendo fuera a sus vecinos, había avisado y abierto la puerta a la patrulla de policía que encontró al sospechoso durmiendo junto a la piscina completamente desnudo