viernes, 14 de diciembre de 2018

EL CHUPITO MAS AMARGO


    Lo de hoy no es un relato, es tan solo un recuerdo. El recuerdo de un día que visto desde la distancia tenía que haber sido feliz para un madridista como yo (sí, por si alguien todavía no lo sabe, soy merengón). El recuerdo de un chupito amargo como pocos.




     La tarde del veintiocho de Mayo del 2016 caminé hacia bar con una extraña sensación. Era la final de la Champions contra uno de los grandes rivales, tu Atleti, pero no sentía la emoción de otras veces. Estaba convencido de que una victoria rojiblanca era el homenaje que te merecías… ¡y sabes tan bien como yo que habría celebrado la derrota de mi equipo! Mil sentimientos cruzaban mi mente: sin mensajes la semana antes del partido, las felicitaciones llegaban siempre unos días después si era el Real el que ganaba “Felicidades niño”, casi siempre era el tuyo. Cuando nos pintabais la cara un “Enhorabuena indio” solía ser el mío, pero este año no habría mensajes.




     El bar estaba lleno. Solo madridistas y culés, encontrar colchoneros en Barcelona no es fácil. Comenzó el partido y sobre el minuto diez, a la camarera le extrañó que pidiese un tequila antes de cenar. Lo había hablado con algunos amigos: en el minuto catorce, brindaría contigo con un chupito, uno de esos que parecían agua durante las noches de fiesta en nuestro querido Sur. Hubo una falta lejana favorable al Real y con la vista fija en el reloj sujeté el pequeño vaso. Lo levanté al cielo mientras el balón volaba y lo apuré de un trago en el minuto catorce, ese adorado y maldito número que te marcó tanto tiempo. El minuto en el que se paró el tiempo mientras Ramos remataba al fondo de la red…





     Los madridistas gritaban alegres, los culés maldecían. Nadie se fijó en un chico que apoyado en la barra lloraba incrédulo con un chupito vacío en la mano.





     Lo he hecho muchas veces desde aquel día y tu recuerdo, al igual que tu presencia cuando la pude disfrutar, tiene un extraño efecto en mí. Me provoca  sonrisas. Hasta en mis peores momentos me resulta imposible pensar en ti y no sonreír. Gracias por seguir haciéndolo.



      Hasta siempre, niño.


miércoles, 12 de diciembre de 2018

SCAPE ROOM



     Un fin de semana en aquella casa de montaña era lo que necesitábamos para huir de la monotonía y el cuarenta cumpleaños de Jaime resultó la excusa perfecta. Empezaríamos con un Scape Room y a partir de ahí, tendríamos dos días para disfrutar de la piscina y la barbacoa, ver los partidos por televisión, beber cerveza y hablar y hablar… en fin, ponernos al día después de tanto tiempo sin coincidir.


     El hombre que nos recibió parecía ir vestido de carnicero. Nos condujo hacia una portezuela lateral y cobró a Sebas el importe acordado antes de hacernos entrar y cerrar tras nosotros.


     La pequeña habitación apenas tenía mobiliario: un armario, una mesa con dos cajones y un par de cuadros. Sobre la puerta de salida, un reloj luminoso descontaba minutos. Empezamos a buscar pistas pero no avanzábamos. A Jaime parecía no convencerle el juego, vino todo el camino pensando en la piscina y no veía el momento de salir de allí y tumbarse al sol con una botella helada en la mano.




Faltando dos minutos se escuchó una voz: “Si no conseguís salir tendréis que dejar atrás a un compañero.” Jaime no dudó en ofrecerse voluntario. Se quedó en la habitación mientras entrabamos en una estancia parecida a un matadero. Sobre otra puerta, un reloj igual al anterior comenzaba la cuenta atrás.


     Buscamos pistas entre piezas de carne colgadas, mesas de acero y congeladores industriales. Faltando cinco minutos, a través de un panel oculto en la pared, entró una figura con máscara. Vestía un delantal manchado de sangre y blandía una motosierra apagada. Una cadena limitaba su movilidad, pero a medida que pasaban los minutos, la cadena se hacía más larga. Justo cuando el tiempo llegaba a su fin encontramos lo que podía ser la combinación para abrir la puerta marcada a fuego en un costillar. Escuchamos rugir un motor mientras tecleábamos y justo en el momento en que Daniel y yo cruzábamos el umbral, alguien tiró de Sebas hacia atrás y cerró de un portazo. Oímos gritos y un líquido rojo y viscoso se coló por debajo de la puerta.


     La nueva sala era un pasillo con una de las paredes de cristal y un teclado con el enunciado “Una cifra del uno al nueve y seréis libres” junto a la que tenía que ser la salida. El juego dejó de tener gracia cuando al pulsar el cinco se encendió una luz tras el cristal. Vimos a Jaime, con la camisa rota y la cabeza cubierta con una bolsa de tela, sentado en una silla eléctrica. Elegimos el siete. Una descarga hizo estremecer el cuerpo de nuestro amigo. Tras dos errores más, un nauseabundo olor a carne quemada lo inundaba todo.


     Pulsamos el ocho y la puerta se abrió. La cruzamos sudorosos, rezando para que todo fuera parte de un juego macabro y demasiado real.

martes, 4 de diciembre de 2018

Cuando suena la campana




     El olor a linimento inundaba el modesto vestuario del pequeño gimnasio en el que terminaba mi calentamiento. Acostumbrado como estaba a las importantes veladas llenando los mayores recintos y a los entrenos en la comodidad de mi casa, parecía haber viajado unos años atrás en el tiempo hasta le época en que empezaba a hacerme un nombre en este deporte. Apenas faltaba un mes para que pusiera en juego mi cinturón de campeón mundial de los pesos pesados cuando subí a aquel ring. Era un combate amistoso, por lo menos todo lo amistoso que puede ser un combate de boxeo, contra un joven del pueblo de mi manager que llevaba poco tiempo en la ciudad.



-   Me han dicho que es rápido y muy ágil- me había comentado mi entrenador en el vestuario- Será un rival ideal para mantener el tono muscular de cara al mes que viene. Alguien que no te exigirá demasiado pero que no caerá en el primer asalto.



     Lo primero que llamó mi atención fue su rostro. Ninguna marca, ninguna señal de golpes ni tabique deformado. No destacaba por nada, ni era alto, ni se le veía especialmente musculado, pero por lo menos me permitiría cruzar guantes con un poquito de intensidad.



     El árbitro nos llamó al centro del ring. Mientras repetía la charleta de siempre, le observé desde más cerca. No levantó los ojos del suelo. No me miró a la cara. Solo un balanceo cada vez más intenso llevando su peso de una pierna a otra y un choque de guantes antes de darme la espalda y volver a su rincón. Estaba solo. Ni entrenador, ni médico, tan solo un chico del club que le acercó una botella de agua, un taburete y una toalla. Dio unos saltitos con los pies juntos soltando brazos y, en el momento en el que sonaba la campana, armó su guardia y caminó hacia mí con paso dubitativo.



     Quizás me equivocaba y al primer golpe daría con sus huesos en la lona.



     Durante el primer asalto apenas pude tocarle. Sus movimientos de piernas y cintura eran rápidos, pero sus ataques demasiado previsibles. Estudié su defensa y me pareció que por momentos tenía tendencia a bajar la guardia un poco cuando se disponía a atacar. Esperaría al segundo asalto para cansarlo un poco más antes de aprovechar ese resquicio.




     Al volver al rincón, mi entrenador me dijo justo lo que yo tenía en mente pero me instó a que el golpe no fuera demasiado contundente con la intención de alargar el entrenamiento y así lo hice. Terminando el segundo asalto, mi puño aprovechó el error e impactó en su mentón haciéndole tambalearse.

  


     Los dos siguientes asaltos fueron de transición. Se seguía moviendo más o menos rápido pero seguía cometiendo el mismo error aunque no quise volver a castigarle por ahí. En el quinto terminaría el combate, volvería a casa y retomaría la rutina previa a la gran velada.




     Sonó la campana y me coloqué en el centro del ring. Él se acercó decidido y en el momento en el que bajo la guardia para lanzar su derecha, busqué el hueco por el que mi puño tendría que asestar el golpe definitivo a su mandíbula para terminar con su resistencia. 



     Algo cambió.



     Rectificó bloqueando mi mano y contraatacó tocándome el mentón. No me golpeó, tan solo me tocó. La cara de indiferencia que había mantenido hasta entonces había desaparecido. La extraña sonrisa que adornaba su rostro me hizo comprender que había terminado el entreno: ahora comenzaba el combate.