Un
fin de semana en aquella casa de montaña era lo que necesitábamos para huir de
la monotonía y el cuarenta cumpleaños de Jaime resultó la excusa perfecta.
Empezaríamos con un Scape Room y a partir de ahí, tendríamos dos días para
disfrutar de la piscina y la barbacoa, ver los partidos por televisión, beber
cerveza y hablar y hablar… en fin, ponernos al día después de tanto tiempo sin
coincidir.
El
hombre que nos recibió parecía ir vestido de carnicero. Nos condujo hacia una
portezuela lateral y cobró a Sebas el importe acordado antes de hacernos entrar
y cerrar tras nosotros.
La
pequeña habitación apenas tenía mobiliario: un armario, una mesa con dos
cajones y un par de cuadros. Sobre la puerta de salida, un reloj luminoso
descontaba minutos. Empezamos a buscar pistas pero no avanzábamos. A Jaime
parecía no convencerle el juego, vino todo el camino pensando en la piscina y
no veía el momento de salir de allí y tumbarse al sol con una botella helada en
la mano.
Faltando
dos minutos se escuchó una voz: “Si no conseguís salir tendréis que dejar atrás
a un compañero.” Jaime no dudó en ofrecerse voluntario. Se quedó en la habitación
mientras entrabamos en una estancia parecida a un matadero. Sobre otra puerta,
un reloj igual al anterior comenzaba la cuenta atrás.
Buscamos
pistas entre piezas de carne colgadas, mesas de acero y congeladores
industriales. Faltando cinco minutos, a través de un panel oculto en la pared, entró
una figura con máscara. Vestía un delantal manchado de sangre y blandía una
motosierra apagada. Una cadena limitaba su movilidad, pero a medida que pasaban
los minutos, la cadena se hacía más larga. Justo cuando el tiempo llegaba a su
fin encontramos lo que podía ser la combinación para abrir la puerta marcada a
fuego en un costillar. Escuchamos rugir un motor mientras tecleábamos y justo
en el momento en que Daniel y yo cruzábamos el umbral, alguien tiró de Sebas
hacia atrás y cerró de un portazo. Oímos gritos y un líquido rojo y viscoso se
coló por debajo de la puerta.
La
nueva sala era un pasillo con una de las paredes de cristal y un teclado con el
enunciado “Una cifra del uno al nueve y seréis libres” junto a la que tenía que
ser la salida. El juego dejó de tener gracia cuando al pulsar el cinco se
encendió una luz tras el cristal. Vimos a Jaime, con la camisa rota y la cabeza
cubierta con una bolsa de tela, sentado en una silla eléctrica. Elegimos el
siete. Una descarga hizo estremecer el cuerpo de nuestro amigo. Tras dos
errores más, un nauseabundo olor a carne quemada lo inundaba todo.
Pulsamos
el ocho y la puerta se abrió. La cruzamos sudorosos, rezando para que todo
fuera parte de un juego macabro y demasiado real.
Esta bien prodía ser una de las secuencias de una nueva entrega de SAW. Ojalá todo hubiera sido un juego, pero me temo que no, jeje.
ResponderEliminarNunca me han gustado los juegos de Rol ni nada parecido a esto. Yo soy más de parchís y, a lo sumo, de gincana si se trata de jugar al aire libre.
Un estupendo y horripilante relato.
Un abrazo.
Pues yo he hecho un par y son bastante divertidos!! Supongo que depende de con quien lo hagas, pero ese tipo de juegos ayudan a trabajar en equipo.
EliminarUn abrazo
Estupendo relato. Tensión y buen ritmo
ResponderEliminarGracias Conrad!! Un saludo.
EliminarEstremecedora entrega! pero como Josep Mª,... soy más de parchís,... jejeje
ResponderEliminarPorque no lo habrá probado!! No tienen por qué ser de terror, pero son muy entretenidos. Claro, que el parchís también tiene su aquel...
EliminarUn abrazo
Muy bueno como lo vas relatando. Una manera de transportar al lector. Saludos
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado!!!
EliminarBienvenido a mi embarcadero!