No entiendo por qué sigo haciendo esto. Vale que me gusta caminar solo; vale que el Camino de Santiago es un buen lugar para perderse y meditar pero ¿por qué comienzo las etapas tan temprano? Todavía es noche cerrada y a pesar de que falta más de una hora para que empiece a clarear, hace rato que camino. Por la ciudad no me preocupa, pero estoy parado a la entrada de un bosque en el que la luz que estaba enviando la Luna hasta hace un momento no se atreve a entrar.
Saco mi pequeña linterna y la enciendo.
−Linterna pequeña –me aconsejaron mis amigos.− Si es muy grande pesará demasiado y la mochila tiene que ser ligera. Además, seguro que no la utilizas.
¡Por qué les haría caso! Con la linterna encendida apenas ilumino tres o cuatro metros mientras me adentro, balanceando el haz de luz de un lado a otro, intentando localizar la ansiada flecha amarilla que me indique que camino en la dirección adecuada. La veo pintada en una roca medio cubierta de musgo, parece que voy bien. Lo que fuera del bosque parecía una suave brisa provoca mil sonidos. Las ramas crujen en los árboles, las hojas secas bajo mis pies y las sombras bailan entorno a mí al son que marca la luz que me guía.
De repente todo cambia: un silencio sepulcral me rodea hasta que, justo cuando mi linterna se apaga, una risa estridente retumba en el bosque helándome la sangre.
Continuará.