jueves, 30 de mayo de 2019

Lo que la piedra esconde




Había conseguido llevar la enorme roca a su taller con la ayuda de dos amigos y un gran esfuerzo. La miraba embelesado desde todos los ángulos posibles, sabedor de que escondía algo en su interior, pero sin estar seguro de lo que era. Hacía años que le pasaba lo mismo. Desde entonces intentaba luchar contra lo que parecía un absurdo ritual, pero una y otra vez terminaba sucumbiendo. Rodeó el enorme bloque de piedra respirando profundamente y levantando la cabeza. No tenía marcas ni fisuras, no tenía ninguna forma que le insinuase por donde comenzar ni ningún color o marca que le inspirase. Se acercó a olerla. Nada. Decidió coger el martillo y la escarpa para intentar que las herramientas que debían darle la forma definitiva le mostrasen el camino a seguir, pero después de un rato parado, comprendió que lo más sensato sería esperar dos días y que la visita de su musa le llevase a esa situación en la que de forma automática comenzaba a picar piedra sin pensar por donde iba ni lo que hacía. Solo su breve presencia le inducía a aquel estado de éxtasis que le hacía trabajar hasta que la obra quedaba casi terminada. Después, pulía cada centímetro cuadrado como si fuese el que la gente más iba a admirar, pero la idea, la escultura en si, surgía cuando su hija correteaba alrededor de la piedra.





Lo dejó todo preparado para comenzar en cuanto Clara se marchase. No la pasarían por el taller hasta el último momento. Alguna vez había cometido el error de entrar allí con ella al poco de llegar y había comenzado a esculpir de forma compulsiva hasta perder el fin de semana sin disfrutar de su compañía. No se lo podía permitir. Las visitas desde que se trasladó a la montaña eran cada vez más cortas y quería vivirlas con toda la intensidad que aquel pequeño ángel se merecía.





Se escuchó el motor de un automóvil aproximándose y los ladridos de Choclo le hicieron salir a recibirla. Tenía los rizos rubios de su madre. La verdad es que, por suerte para ella, tenía toda la cara de su madre, pero era inquieta y risueña como él. Corrió y saltó a su cuello rompiendo a reír cuando la empezó a hacer girar en el aire para disgusto del abuelo materno, que esperaba con la pequeña maleta junto al coche.





Pasaron así toda la semana. Entre risas, películas de dibujos y paseos por la montaña que solían acabar con un baño en el río al que Choclo siempre se sumaba. Al caer la noche, rendida por todo lo vivido, se dormía en el sofá mientras Dori seguía buscando a Nemo en la pantalla. La llevaba en brazos a su cuarto y, tras arroparla, se sentaba a observar su cara iluminada por la escasa luz que la Luna hacía llegar a través de la ventana entreabierta.





La tarde que su abuelo venía a buscarla, dejaron la maleta en el porche y, poco antes de la hora acordada, entraron en el taller. Clara correteó de un lado a otro admirando las figuras terminadas que adornaban las cuatro esquinas. Cuando sonó el claxon, dio un enorme abrazo a su padre a modo de despedida y antes de salir, tocó el bloque de piedra deforme que esperaba en el centro de la sala.




Ese simple gesto fue suficiente para él.



Cincel y martillo en mano, comenzó a golpear y a liberar la escultura de los trozos que la mantenían oculta. Cascotes grandes al principio pero cada vez más pequeños después fueron cubriendo el suelo. No sabía cuánto tiempo llevaba picando sin descanso cuando le pareció adivinar la cara de un niño, pero siguió sin pararse a pensar. Exhausto, se sorprendió dando forma a un ángel con la cara del suyo. Sus piernas colgaban, pero no volaba, reposaba sobre algo parecido a una rama.





     Y siguió picando, y cambió de cincel y descubrió que no era una rama, sino el travesero de una cruz. Pocas veces había hecho figuras religiosas, pero siguió sin pensar en ello y se dedicó a perfilar los detalles. Se centró en los tirabuzones, las arrugas de su sonrisa, las plumas de unas alas que parecían dispuestas a batir en cualquier momento. Bajó a los pies descalzos y, sin darse cuenta, se sorprendió grabando su propio nombre en la base. No solía firmar así sus obras. ¿Por qué seguía grabando la piedra? Su rostro se torció al ver la fecha de su nacimiento bajo su nombre y justo al lado, otra demasiado cercana.

lunes, 27 de mayo de 2019

LA MEMORIA DE LOS PECES


            Siempre había pensado que era una leyenda urbana. Desde crío había escuchado que cuando alguien está a las puertas de la muerte, veía pasar por su mente su vida a cámara rápida. Decían que todos los recuerdos (buenos y malos) y todas las personas importantes surgían del subconsciente, incluso gente que creías que no lo eran y ahí te dabas cuenta de lo equivocado que estabas.


            Yo no lo creía. ¿Cómo vamos a saber lo que ve alguien que está a punto de morir? Nadie que lo haya visto ha vuelto para contarlo, y si alguno había vuelto, lo había hecho sin recuerdos de su vida anterior. Sin embargo, mientras caía al vacío me daba cuenta de que era verdad.


            Llevaba cuatro años haciendo escalada libre. Sí, es un deporte arriesgado, pero la sensación de estar a trescientos o cuatrocientos metros de altura sabiendo que sólo tus manos te mantienen pegado a la pared, aferrado a este mundo, era algo difícil de explicar. La sensación de que el pie resbala y la mano no consigue sujetarte, es algo todavía más complicado de describir, pero era lo que me había sucedido.


            Mi cuerpo descendía cogiendo velocidad, y tenían razón, mi vida comenzaba a pasar como si de una película excesivamente revolucionada se tratase. Alguna imagen de la infancia, excursiones del cole, la familia… y de repente la vi. Nos conocimos de casualidad, cuando sólo éramos unos adolescentes, y desde ese momento, aparecía en todos los momentos que resultaban ser importantes para mi subconsciente. Desde aquella noche tonta en que nublados por el alcohol acabamos besándonos, a la mañana lluviosa en que enterramos a mi padre. Cientos de situaciones, a priori olvidadas, en las que siempre estaba a mi lado. En los buenos y en los malos momentos. Era ella. Toda la vida buscando a alguien que había tenido tan cerca y que no había sabido ver.


            A pocos metros del suelo tomé la decisión de volver a buscarla. Si realmente existía la reencarnación, me resultaría imposible olvidar las últimas imágenes vistas en mi actual vida y convertido en otro ser la reconocería y disfrutaría cada segundo a su lado como si fuese el último. Como si fuese el que estaba viviendo en ese momento.



            Del dolor del golpe inicial pasé a la extraña sensación de estar flotando. Abrí los ojos y me vi en el fondo de lo que parecía un río rodeado de peces y pensando en ella. “¿Qué hago aquí? Soy un pez! No puede ser, tengo que seguir recordando a…..” “¿Qué era lo que tenía que hacer?” “uyyyyy, qué buena pinta tiene ese placton!.“




martes, 7 de mayo de 2019

El charco de Mari Ángeles




     Cuenta la leyenda, que durante la guerra con los franceses el cauce del río no era exactamente el mismo que conocemos en la actualidad. Todos los que hemos subido a refrescarnos en sus frías aguas durante los meses estivales sabemos que hay rincones maravillosos ocultos a la gente que no conoce la zona. Sin duda, uno de los parajes más bonitos es “el charco de Mari Ángeles”. Es un lugar de difícil acceso y una vez lo alcanzas, saltar desde más de tres metros es el camino más sencillo para llegar al agua. Una poza entre dos cascadas, rodeada de rocas, con altos árboles a ambos lados y águilas sobrevolando a gran altura hacen de él un lugar mágico. Aunque según contaba mi abuela, no siempre fue así… 






     Era una época de guerrillas y de invasores, de peleas constantes entre franceses y bandoleros y en esa zona de la sierra, un grupo dirigido por el Rubiales era el que oponía resistencia. El Rubiales había sido un campesino que a causa de sus enfrentamientos con la autoridad gala había tenido que esconderse en el monte con su esposa. Poco a poco, el grupo se fue ampliando y montaron su campamento justo encima de donde ahora se encuentra el charco, y al discurrir el río por otro cauce, la única forma de llegar era escalar la pared por la que cae el agua o intentar encontrar un camino secreto que recorría prácticamente toda la sierra de Cazorla.





     El caso es que durante una de sus escaramuzas con las tropas francesas, el grupo del Rubiales se vio sorprendido por una segunda patrulla que desequilibró claramente la trifulca hacía el lado napoleónico. Al ver que nada podían hacer, los bandoleros se retiraron al bosque y huyeron intentando despistar a sus perseguidores para llegar sanos y salvos a su escondite. El Rubiales cabalgó hasta donde su caballo pudo. Cuando la espesura le impidió continuar, emprendió una carrera a pie que le llevo a los pies del muro con una ligera ventaja. Ya había escalado tres cuartas partes de la pared cuando tres mosquetones sonaron a su espalda alcanzándole irremediablemente. Sus manos soltaron los asideros que sujetaban un cuerpo que, ya sin vida, se precipitó al vacío.





     Mari Ángeles, la mujer con la que el bandolero compartía su vida, corrió desde el campamento hacia el lugar en el que había escuchado las detonaciones y al ver a su amado sobre un charco de sangre en el fondo del pequeño precipicio, cayó de rodillas y rompió a llorar. Tal era su dolor, que la montaña se contagió y de la pared comenzaron a brotar chorros de agua cada vez más y más grandes, hasta el punto de arrastrar a los soldados que habían disparado al Rubiales y al cuerpo inerte del serreño ladera abajo.





     Al ver como el amor de su vida se alejaba, Mari Ángeles saltó desde la roca y nunca más se supo de ella. La montaña, a día de hoy, sigue llorando por los amantes.








     Mi abuelo me explicó otra versión: Mari Ángeles en realidad era la hija de un pastor que vivía en un cortijo cercano y a la que los jóvenes del pueblo espiaban mientras se bañaba desnuda en un río que nunca ha cambiado su curso.





     Tal vez sea más creíble, pero me quedo con el encanto de la historia de mi abuela…