Nada pasaba por su mente mientras
conducía hacia su nuevo destino, tan
sólo conducía. El paisaje a su alrededor iba cambiando denotando que cada vez
estaba más cercano al final de su viaje: las grandes llanuras dejaban paso a
hectáreas repletas de olivos. Era un paisaje curioso ya que filas de árboles
perfectamente alineadas se extendían a ambos lados de la carretera. Cada finca
tenía las hileras colocadas con una orientación distinta al resto, lo que
proporcionaba al campo un aspecto original, como si un gran mantel de cuadros la
cubriese hasta donde llegaba la vista, porque los olivos llegaban hasta el
horizonte. A David le recordó a las rayas horizontales que los jardineros de
primera trazan en el césped de los terrenos de juego, en los campos en que vivió
tiempos mejores. La carretera se iba
estrechando, y en la lejanía pudo apreciar como algunas montañas más altas empezaban a aparecer recortadas
sobre un atardecer naranja que presagiaba el fin de su último día libre.
-Es un
pueblo precioso –le había dicho Torres- está a los pies de la Sierra de
Cazorla, en el valle del Guadalquivir. La mayoría de la gente vive del campo
(sobre todo de la aceituna) pero también el turismo es importante. En el centro
del pueblo se junta el Guadalquivir con un pequeño afluente, por lo que para ir
a cualquier lado tienes que cruzar algún puente. Hay una playa artificial que
atrae mucha gente, sobre todo los fines de semana del verano. Están llenos
todos los bares, y créeme, hay muchos.
Habían
pasado dos meses desde que su agente le comunicó que le dejaba. Torres los
había aprovechado perfectamente, y le contó como todas las operaciones que
tenía a medias habían llegado a buen puerto. Cuando el apoderado viajo al
pueblo a cerrar el trato tres días antes, se encargo de llevar todos los
efectos personales de David. Él había desperdiciado los dos meses durmiendo y
bebiendo hasta volver a quedarse dormido. Llevaba una semana trotando un rato
cada día a un ritmo cansino, pero su estado de forma distaba mucho de ser el
idóneo para comenzar una pretemporada. Sin embargo, su moto le conducía hacia
el Sur con paso firme.
La
carretera comenzó a estrecharse.
“Mogón 23
km”
-Ya queda
menos.-se dijo a si mismo- Este año el cabrón de Torres me ha mandado al culo
del mundo- Aunque juguemos en regional los desplazamientos van a ser largos,
esto está lejos de todas partes.
Poco
después la carretera comenzaba a descender, y al fondo, unas diminutas luces
rompían la oscuridad de lo que ya era una noche cerrada. De la nada, comenzaron
a surgir fuegos de artificio iluminando el cielo.
-Parece
que están en fiestas, por lo menos estaré entretenido durante unos días.
Marta
miraba los fuegos artificiales desde la puerta del bar. Ese era uno de los
momentos sagrados en la vida de los habitantes de Mogón: todo el mundo
abandonaba los chiringuitos de la feria y se dirigía hacia el campo de fútbol
para presenciar el lanzamiento de cohetes que daba inicio a las fiestas. La
verdad es que resultaba curioso observar una pequeña multitud peregrinando
hacia las afueras. Una vez allí, todos miraban al cielo con la boca abierta y
acompañaban cada estallido con una exclamación de sorpresa.
Ella no
podía abandonar el negocio familiar, pero desde la puerta del bar, observaba el
centelleo de las palmeras que rasgaban la oscuridad del cielo. Le gustaban las
fiestas, la verdad es que los cinco días que solían durar rompían con la rutina
de la vida del pueblo, aunque para ella significaba mucho más trabajo. Los
bares estaban llenos de diez de la mañana a cuatro de la madrugada de forma
ininterrumpida, y después de eso, ella solía salir a bailar un rato. “Ya
descansaré cuando acaben las fiestas”, solía decir a quien le preguntaba
cuantas horas al día dormía. Llevaba en el pueblo tres años después de pasar
cinco estudiando en la capital para terminar la carrera. Después de acabar
periodismo no consiguió ningún trabajo que le permitiera seguir viviendo allí,
así que tuvo que acabar por hacerse cargo del bar, algo que, aunque al
principio no le convenció, ahora le resultaba bastante agradable.
Había
lavado la cara del local, lo había modernizado y había conseguido conservar la
antigua clientela a la vez que atraía a la mayoría de juventud del pueblo.
Muchos de ellos por amistad, otros atraídos por su belleza y otros simplemente
porque les gustaba el nuevo ambiente habían ido acudiendo al bar cada vez con
más asiduidad. El hecho de haberlo convertido en local social del equipo del
pueblo también había sido importante, tanto para ella, como para el club que
presidía su padre.
Los
últimos cohetes iluminaban un rostro pecoso y sonriente, enmarcado por largos
bucles rojizos y en que llamaban la atención unos enormes ojos verdes.
Las
fiestas acababan de comenzar.