lunes, 27 de diciembre de 2021

EN EL REFUGIO

 

 

    Si hubiera sabido que iba a ser tan duro, no habría salido aquella tarde. El recorrido desde Saint Jean de Pied de Port hasta Roncesvalles cruza el Pirineo por una zona idílica, pero cruzar una cadena montañosa caminando lleva implícito desniveles dignos de tener en cuenta. Comencé después de comer en Pamplona, autobús a Francia y a caminar en cuanto puse pie a tierra. No vi a ningún peregrino una vez comenzado el camino, todavía me quedaban cuatro o cinco horas de luz, tiempo que consideré más que suficiente para llegar al monasterio. Al poco de salir, comencé a dudar. Duras rampas ralentizaban mi avance más de lo esperado. “Tal vez tenga que parar antes. No pasa nada, la etapa de mañana no es complicada” pero cuando decidí mirar la ruta para comprobar los pueblos intermedios en los que podía hacer noche me llevé una sorpresa. Nada. Entre mi ubicación y mi destino, tan solo había una caseta a modo de refugio para la que todavía faltaban más de siete kilómetros. El cielo oscureció antes de tiempo, no porque el día terminase, sino porque una serie de nubes negras iban cerrando un círculo sobre mi cabeza. Mi GPS marcaba poco más de mil metros para llegar al refugio cuando comenzaron a caer las primeras gotas. Era evidente que llegar al monasterio no sería posible, tendría que pernoctar en el refugio.

 

    Divisé la construcción a unos quinientos metros justo en el momento en que el cielo comenzó a caer en forma de tromba de agua. Corrí con la mochila pegada a la espalda mirando el suelo para no caer. Lo que menos me gusta de caminar bajo la lluvia es la escasa visibilidad, sobre todo en el momento en que las gotas comienzan a resbalar por mis gafas. No veía más allá de mis pies, y para cuando llegué al refugio, ya estaba completamente empapado.

 


 

 

     Por suerte había puesto el plástico protector a la mochila, así que lo primero que hice fue desnudarme, secarme con la pequeña toalla que siempre me acompañaba y ponerme una muda seca. Solo cuando terminé se me ocurrió mirar a mi alrededor. Cuatro paredes, un techo con alguna gotera, una puerta de madera que había visto tiempos mejores y una pequeña abertura a modo de ventana bajo la que se amontonaban tres troncos a medio quemar. El suelo era un manto de frio cemento gris, con musgo en la parte norte. Cada vez entraba menos luz del exterior, las nubes habían terminado de ocultar un sol que no parecía que fuese a dar señales en lo poco que quedaba de día. Encendí los troncos, me acurruqué en un rincón y me dejé vencer por el cansancio…

 

    Desperté sobresaltado al escuchar la puerta. Era un hombre grande, de barba cerrada y con un pelo largo y enmarañado que caía sobre sus hombros ayudado por el peso del agua. No saludó ni pareció alegrarse de tener compañía, masculló algo en un idioma nórdico mientras de miraba malcarado. No supe leer sus ojos, me dio la impresión de que había una mezcla de odio y desprecio que no supe cómo interpretar. El frío me hizo tiritar cuando se quitó el jersey. La piel de su torso estaba decorada por infinidad de cicatrices que le daban, a la tenue luz de la pequeña fogata, un aspecto todavía más fiero. Se sentó frente a mí, saco de su mochila un enorme machete y algo que parecía carne seca. Con cada trozo que cortaba mirándome, una mueca que pretendía ser una sonrisa deformaba más su rostro. Clavó el machete en el suelo y soltó una carcajada al confundir con miedo mi ansiedad. Intenté calmar mi mente. Pronto se quedaría dormido y tenía claro que era imposible que dos psicópatas coincidiéramos en ese rincón dejado de la mano de Dios. ¿Cómo brillaría su a bañada en sangre?

 


 

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Un nuevo comienzo

 

 


 

 

        Las campanas tocaban a muerto. En las ciudades la gente pasa por delante de los tanatorios sin preguntarse si quiera quién habrá dentro, conscientes de que es muy difícil que alguno de los difuntos forme parte de su círculo más cercano. En el campo todo el mundo sabe por quién doblan las campanas desde antes de que lo hagan. Las noticias vuelan de barrio en barrio, de calle en calle, de casa en casa, sobre todo si son malas, y la pérdida de un vecino en un pueblo pequeño, en el que todo el mundo se conoce, siempre es motivo de tristeza.

 

         Para mí, las campanas de hoy eran un paso más hacia el abismo. Desde que llegamos, me costó acostumbrarme a esta vida, aunque sabía que era la única opción que nos quedaba. Perder mi trabajo fue un frenazo para nuestra economía, que David perdiera el suyo, comenzó a resultar preocupante; pero que meses después ni él ni yo hubiéramos logrado conseguir uno nuevo, convirtió nuestro día a día en un vivero de problemas. Recortes obligados por la falta de ingresos, nervios que llevan al mal humor y a reproches tan absurdos como innecesarios… a veces tener demasiado tiempo para pensar provoca que la mente te juegue malas pasadas y la convivencia, plácida en épocas de bonanza, se convierta en algo parecido a un infierno.

 

         Un día llegó a casa con la cara iluminada. Le había llamado un amigo del pueblo de sus padres que necesitaba ayuda con su empresa. No era un trabajo que le gustase en exceso ni estaba bien remunerado, pero era un trabajo. Allí teníamos la vieja casa de su familia que podíamos convertir en un hogar con pocos retoques, y si alquilábamos el piso en el que vivíamos, la hipoteca dejaría de ser un problema, ya que se iría pagando con el dinero de los inquilinos.

 

         Y así, un mes de septiembre, comenzamos nuestra nueva vida…

 

         Lo que económicamente fue una solución, se convirtió en un duro golpe para mí. Al principio me entretenía haciendo arreglos en casa, pero poco a poco, el hastío fue adueñándose de mi día a día. Alejada de mis amigas y acostumbrada a otro ritmo de vida, la rutina me hundía cada vez más. Nada que hacer. Ni cines, ni teatros, ni chicas con preocupaciones similares a las mías con las que tener charlas interesantes. Mi timidez tampoco ayudaba, así que las jornadas se sucedían cada vez más aburridas, esperando la llegada de David, que cansado después de muchas horas de trabajo y demasiados kilómetros recorridos, solo llegaba a casa pensando en descansar. Después de una breve conversación, se iba a dormir dejándome con una copa vino en una mano y un libro en la otra como única ayuda para combatir la soledad.

 

         Una mañana conocí a Encarna. Era una mujer mayor, de la edad que ahora tendría mi madre, que comenzó a alegrarme las frías tardes que a partir de noviembre castigaban el pueblo. Sus batallitas junto a la chimenea me llevaron a otro pueblo muy lejano en el tiempo, en el que la gente no necesitaba mucho para ser feliz. Se le iluminaba la cara hablando de sus nietos y recordando los veranos en que David, todavía niño, pasaba el día haciendo trastadas con sus hijos.

 

         El 20 de diciembre me levanté mareada y vomité incluso antes de desayunar. Poco después, la hija de Encarna llamó a nuestra puerta pidiendo ayuda: su madre no despertaba. Las náuseas me acompañaron durante todo el día y esta mañana, durante el sepelio, a duras penas pude aguantar en el interior de la iglesia durante la misa que el párroco ofreció en su memoria. Al salir de la iglesia, las lágrimas habían cesado pero los nervios seguían atenazándome el estómago. Es domingo, por lo que el centro de salud no abriría (otro inconveniente, solo teníamos asistencia médica dos días por semana). David me convenció para pasar por la farmacia antes de volver a casa. Estaba cerrada, pero esta vez no fue un problema ya que aquí la mayoría de vecinos que tienen negocios viven en la planta de encima de sus locales. Cuando estábamos a punto de marchar, escuchamos a nuestra espalda la voz de la vieja farmacéutica que llegaba a casa. A pesar de que hacía años que su hijo se encargaba de la farmacia, ella seguía viviendo allí. Nos abrió la puerta renegando por el triste final de su amiga Encarna y me preguntó que me pasaba.

 

    -Creo que es la ansiedad y los nervios por la muerte de mi vecina. Se había convertido en alguien importante para mi y el golpe ha sido más duro de lo que esperaba.

 

         Me escuchó asintiendo, sin dejar de mirarme a los ojos antes de perderse en el interior de la rebotica para salir poco después con una caja alargada que dejó sobre el mostrador.

 

    -Utilízalo en cuanto llegues a casa y si no da el resultado que yo espero, no es necesario que me lo pagues. Eso sí, funcione o no funcione, no dejes de pasar por la visita del doctor esta semana.- Me aconsejó vistiendo su rostro con una amplia sonrisa.

 

         Marchamos de allí contrariados, pero ahora, ya en casa, somos nosotros los que sonreimos al ver el test de embarazo teñirse de rosa.

domingo, 28 de noviembre de 2021

EL PAYASO

 

     Me advirtieron de que no volviera a la ciudad de noche y por esa carretera, pero aunque un escalofrío recorrió mi espalda cuando me contaron la historia de Antonio, decidí coger el camino más corto. Ahora, conmocionado y con el coche destrozado contra un árbol, todavía dudo de lo que creo haber visto…

 

 

     Según me contaron en el bar, todo comenzó un carnaval. Un grupo de chicos del pueblo habían ido a la ciudad de fiesta y, como tantas otras veces, decidieron hacer a pie el camino de vuelta. Eran casi dos horas, pero a pesar del frío, la luna llena hacía agradable el paseo por la carretera que circulaba entre bosques. Dicen que Antonio se quedó rezagado y nunca más se volvió a ver su cuerpo. Tan solo la peluca rizada de su disfraz de payaso, cubierta de sangre, apareció en la cuneta. Durante mucho tiempo no se supo nada hasta que años después, una noche de luna llena, un coche se salió de la carretera. El conductor estaba fuera de sí, intentaba convencer a la policía de que un payaso ensangrentado había aparecido en mitad de la calzada. Desde entonces la historia se ha repetido. Muchos accidentes y algunos que aseguran haber atravesado su cuerpo sin notar impacto con el coche, incluso viendo su reflejo en el retrovisor mientras aceleraban alejándose aterrorizados.

 

 

     Maldigo no haber elegido otro camino. Salgo del coche desorientado y me adentro en un silencio sepulcral donde una enorme luna llena ilumina una carretera desierta.  

 

 

 


lunes, 22 de noviembre de 2021

LA ÚLTIMA FUNCIÓN

 

 

                Recuerdo a la perfección cuando comenzó todo. Acabábamos de volver a nuestra segunda residencia a las afueras de Londres tras un breve paréntesis para acudir a los Oscars y cumplir con algunos compromisos publicitarios en Los Ángeles y Nueva York. Antes del viaje, ya había decidido aparcar el cine y volver, por una temporada, a mis inicios.

 

     Comencé mi carrera de actor en el teatro. En aquella época llevaba varios años con el mismo agente, un pelirrojo irlandés sin apenas contactos, pero que había conseguido introducirme en el mundillo. Nunca despunté, pero la constancia hizo que no me faltaran papelitos hasta que después de una obra, un joven arreglado de sobremanera para el barrio en el que se me acercó, me aseguró que estaba desaprovechando mi talento. Le prometí, entre cervezas y bromas, que si me conseguía un par de buenas audiciones, firmaría contrato con él. Cuando dos días después volvió a ponerse en contacto conmigo, traía en una carpeta dos contratos a mi nombre. Uno era con su agencia de representación, el otro, para un papel secundario en una película que, bajo la dirección de Martin Scorsese, se comenzaría a rodar en Manchester al mes siguiente.

 

-Les envié unas grabaciones y no necesitaron nada más. Firma conmigo y le daremos a tu carrera el giro que se merece.

 

     Lo hice y lo hicieron. Una sucesión de papeles, cada vez más importantes fueron apareciendo en mi vida durante los siguientes quince años. Años felices en los que me acompañó Sara, mi novia desde la adolescencia, y poco después, James y Beth, los dos pequeños que dormían en el asiento de atrás después del largo trayecto.

 

 

 

     Mi vida, nuestra vida, necesitaba un parón de viajes, así que le comuniqué a mi agente que quería volver a hacer teatro en casa. No tardó en presentarme a Roger, director que buscaba protagonista para su próxima obra. Me convertiría en Hércules Poirot. “Asesinato en el Orient Express” estaría como mínimo durante una temporada en el Prince of Walles Theatre, por lo que de momento se acabarían los viajes.

 

     Al entrar a casa encontré varios sobres en el buzón. Me sorprendió uno sin sello, dirección ni remitente, tan solo con mi nombre sobre el fondo blanco. Al abrirlo, una cuartilla amarillenta en la que se podía leer en letras recortadas de revistas: “Se acerca tu última función. Acabaré con tu vida.”

 

     No era el primer anónimo que recibía. Normalmente llegaban a la agencia y ellos los filtraban. Alguna vez a la casa del centro de Londres, pero pocos conocían la existencia de esa casa, heredada hace años al morir la abuela de Sara, a la que acudíamos a descansar de forma muy esporádica. La policía no encontró ninguna pista, pero decidieron que una patrulla hiciese ronda por el barrio cada dos horas hasta ver como evolucionaban los acontecimientos.

 

     Me centré en los ensayos. Me encantaba el papel y la caracterización. Me metí tanto en él, que olvidé la amenaza hasta que el día antes del estreno llegó una nueva nota, esta vez al camerino, acompañando un ramo de flores.

 


 

 

“La primera función será la última de tu feliz vida”

 

     Me costó dormir. La seguridad del teatro se multiplicaría, habría agentes de paisano infiltrados en el público, pero entre los nervios del estreno y la tensión por las amenazas, conciliar el sueño resultaba imposible. Mantuve mis rutinas. Desayuné temprano, hice algo de deporte y repasé el guión por última vez. Sin apenas comer, me despedí de mi familia (los chicos de producción los llevarían justo antes de comenzar la obra) y me dirigí al teatro acompañado por dos escoltas que vigilaban atentamente cualquier movimiento extraño.

 

     Vestuario, maquillaje… todo ese ajetreo me ayudó a abstraerme de las amenazas y centrarme en el personaje. En el momento de aparecer en escena, vi a un hombre correr hacia el escenario con una pistola en la mano y una detonación sonó justo antes de que lo placaran. Casi se me para el corazón, pero enseguida comprendí que había fallado. Reconocía a mi primer agente, muy castigado por el paso de los años o quizás por una vida con demasiados excesos. Respiré al ser consciente que no había podido cumplir su promesa hasta que su risa y su voz me hicieron estremecer…

 

-¡Te advertí! ¡Se acabó tu vida! ¡Tan solo he fallado el cuarto disparo!

 

     Levanté la cabeza y me derrumbé al ver que el palco vacío en el que debería estar mi familia le daba la razón. 

 

 

miércoles, 27 de octubre de 2021

LA TRENZA DE PAJA

 

La trenza de paja se colocaba a las jóvenes mujeres que habían quedado embarazadas sin haberse casado aún. Se les rapaba el pelo y lo sustituían por incómodas trenzas de paja, situándolas en la plaza de las iglesias en días festivos para que todos se enteraran y pudieran dirigir hacía ellas sus insultos y desprecios.

 

 

    


 
 

 

     Las sogas laceran mis muñecas, pero no me quejo, tengo claro que esto es tan solo el principio. Abren la puerta y tiran de mí con fuerza haciéndome caer sobre el duro empedrado. La gente me grita, me insulta por lo que hice, a pesar de que lo volvería a hacer una y mil veces.

 

 

 

     Desde la primera vez que vi esos ojos azules supe que sería con él o con nadie. Éramos apenas unos críos que ni siquiera habían comenzado la adolescencia y que pasaban el día corriendo y jugando juntos. El siempre mi príncipe valiente y yo la damisela en apuros que rescataba de las garras de los infieles. Los años pasaron, nuestros cuerpos cambiaron y los juegos también. Sabíamos que no era lo correcto pero, a pesar de todo, nos dejamos llevar.

 

 

     Un tomate golpea mi rostro volviendo a traerme a la realidad. Sabía a lo que me arriesgaba, pero el amor me cegaba y, aun conociendo el castigo que podían infringirme si quedaba embarazada, jamás me imaginé lo que está sucediendo. Mis vecinos, amigos a los que hasta hace dos días consideraba parte de mi familia, se ceban conmigo y mi desgracia. O eso creen… para mí no es una desgracia. Sus besos, sus caricias, las noches de pasión escondidos en las cuadras o en el claro del bosque, arrullados por el sonido del río y vigilados por miles de estrellas, es algo por lo que habría dado mi vida.

 

 

     Me hacen subir la escalinata de la iglesia y un sacerdote, el mismo que me bautizó hace más de diecisiete años, me rapa el pelo a trasquilones, tirando de él con una fuerza desmedida antes de utilizar unas tijeras oxidadas que no distinguen pelo de cuero cabelludo. Intento aislarme concentrándome en la causa del castigo. El niño “sin padre” que crece en mi interior, una nueva razón para seguir luchando por la vida. Levanto la vista y observo como su mirada temblorosa me pide perdón sin decir palabra. Ponerme la trenza de paja va a ser el primer castigo que imponga como príncipe heredero. Al tenerlo tan cerca y notar su olor no puedo evitar sonreír. Espero que nuestro hijo tenga sus ojos.