ÉL
El atardecer es tibio y despejado, ideal para trotar un rato a la orilla del mar. El largo paseo marítimo que conduce hasta el puerto y las canciones que suenan en mis auriculares me motivan a continuar con un ritmo vivo, quizás demasiado para mi actual estado de forma. A medida que me acerco al puerto deportivo, las montañas del Garraf, que se pegan al Mediterráneo formando indescriptibles acantilados, sirven de refugio a un sol que, cansado tras un largo día de trabajo, comienza a ocultarse. Sigo hasta la pequeña cala que hay al final del puerto y paro un momento para recuperar el aliento antes de la vuelta. En el cielo comienza a vislumbrarse la silueta perfecta de lo que en breve será una preciosa luna llena que me acompañará durante mi regreso a casa.
ELLA
Trota grácilmente por la orilla del mar. No me preguntéis por qué, pero encanta observarlo desde lejos. Para ser sinceros, me encanta, en general, y verlo de lejos es mi única opción viable. El mismo sudor que moja su camiseta, perla su rostro mientras sus labios parecen tatarear una canción luchando contra la respiración regular que debería hacer más provechoso su esfuerzo. De vez en cuando parece mirarme y un gélido escalofrío me zarandea. Se detiene y parece trastear con su teléfono hasta que lo enfoca en mi dirección para tomar una fotografía. Me estremezco y comienzo a temblar como una adolescente enamorada, estoy segura de que me sonrojaría si pudiera hacerlo.
ÉL
Miro decepcionado la fotografía y vuelvo a levantar la mirada hacia esa luna perfecta que baña el mar con su luz. No hay manera de que salga bien. Siempre que intento captar una imagen que haga justicia a la realidad la pantalla me devuelve una luna borrosa, como si se moviera cada vez que intento inmortalizarla y esa quietud que transmite desde su atalaya no fuese más que un espejismo.