El sol apenas se ha despertado cuando cojo el pequeño desvío que se adentra en la montaña. Ha sido una noche fría, no sé cómo estará el sendero, pero no es una ruta ni larga ni complicada así que dudo que suponga un problema. Aparcó en la cuneta, en el lugar en el que se ensancha ligeramente junto al cartel que informa sobre la fauna de la zona. Siempre te parabas a leerlos, aunque pasases mil veces por delante del cartel, siempre te parabas…
Me adentro sin prisa en ese mar de árboles de colores. El otoño mezcla el verde de las especies perennes con los marrones rojizos de las que dejan escapar las hojas que crujen bajo mis pies con cada nuevo paso. Hojas muertas y húmedas que cubren el camino sin llegar a ocultarlo y rompen el silencio acrecentando la sensación de soledad que buscaba al salir de casa tan temprano. No me cruzaré con ningún humano, es lo último que me apetece esta mañana.
Un pequeño cartel con el dibujo de un duende me advierte de lo que puedo encontrar si sigo adelante. Era una de tus fotos innegociables. La niña pequeña que habitaba en tu interior aparecía justo en ese momento, hacías la foto y corrías sobre los troncos que a modo de puente descansan un palmo por encima del cauce del riachuelo riendo a carcajada limpia. Unos metros río arriba, un cervatillo que intenta saciar su sed matutina levanta la cabeza y me observa. No se asusta, tan solo se sorprende de ese animal que camina erguido y parece completamente fuera de lugar caminando entre los árboles. Se gira y se pierde en la frondosidad trotando, sin que los arbustos que parecen inundarlo todo supongan un problema.
El camino comienza a despejarse y picar hacia arriba. Esta zona rocosa, que siempre me resulta la más incómoda del trayecto, me hace poner toda la atención a cada paso que doy. El musgo que crece en la zona norte de las piedras unido a la humedad de la noche, provoca que no pueda disfrutar del paisaje que me rodea; de los caballos que sé que pastan unos pocos metros a mi derecha a los pies de una montaña con la cima nevada; de la pared cortada que me vigila desde la izquierda y que siempre quisimos escalar sin llegar hacerlo nunca; de la entrada ascendente a un nuevo bosque que tengo justo delante y representa la última etapa de mi camino.
Al adentrarme comienzo a escuchar el sonido del agua, es un salto grande y en esta época del año el deshielo se encarga de hacerlo todavía más espectacular. Subo hasta el mirador desde el que casi se puede tocar el agua y recuerdo la primera vez que estuvimos allí. Comenzó a llover cuando estábamos llegando pero no quisiste dar la vuelta, incluso corriste el último tramo para llegar antes que yo y mirarme, triunfal, desde arriba. El agua mojaba tu pelo a pesar de la capucha roja que intentaba evitarlo, y te besé; temblando más por los nervios que por el frío, te besé. Fue el primero de muchos, pero fue el primero y fue justo aquí, al abrigo de las ramas bajas de este pino. Escarbo junto al tronco y me quito la cadena que sujeta los dos anillos que cuelgan de mi cuello. Siempre fuimos muy sencillos para estas cosas así que nos decidimos por dos anillos completamente lisos con una letra en su interior, el mío la de tu nombre, el tuyo la del mío.
Deposito un pequeño saquito de piel en el agujero y el anillo con la “D” que te acompañó durante los últimos cuarenta años antes cubrirlo con tierra, sentarme en silencio y volver a colocarme la cadena con el otro anillo alrededor del cuello. Me parece escuchar tu voz, tu risa mezclándose con el sonido de la cascada. Ya tengo el rostro húmedo cuando comienza a llover.