jueves, 30 de abril de 2020

La cena


El entorno era idílico. Chozas de madera y barro, con techos de cañizo, readeaban el lugar en le que se hacía vida, como si de la plaza del ayuntamiento de cualquier pueblo se tratara. Alrededor solo selva. Un único sendero llegaba al poblado y se bifurcaba poco antes de llegar para adentrarte en la espesura o llegar al río a por agua.



Siempre pensé que ese tipo de tribus solo existían en las películas, por eso, cuando al llegar a Brasil surgió la oportunidad de visitar un auténtico poblado, no lo dude y me adentré en el Amazonas.



No lo supe identificar. Era un olor desconocido para mí, pero fuese lo que fuese lo que lo desprendía, tenía que probarlo. Una mezcla de ahumado dulzón y de frescas hierbas emergía de aquel cuenco confuso con caldo oscuro y trozos de carne y plantas. No miento si os digo que en aquel momento poco me importaba lo que fuese. Ese olor entraba en mi cuerpo a través de mi nariz y me hacía salivar nublándome el conocimiento. No fui consciente del hambre que tenía, o tal vez no la tenía, hasta que me senté en aquella incomoda silla y me pusieron el plato delante. Humeaba. Apenas podía controlarme, pero no era de buena educación comenzar hasta que todos estuviésemos servidos. Mejor así, no quería quemar mis papilas con mis ansias y no poder saborear aquella delicia como se merecía. 



     Una enorme marmita humeaba en el centro del círculo que formábamos. La receta siempre era similar pero el guiso nunca tenía el mismo sabor. La base era multitud de plantas y raíces que mujeres y niños recolectaban diario en el interior de aquel peligroso paraíso. La recolección no siempre traía la misma cosecha pero, aunque variaban las cantidades, los ingredientes eran muy similares. La cocinera intentaba no abusar de los de sabor más fuerte y si le traían mucha candad de alguno, los almacenaba para futuros guisos.



     La carne era otra historia. Solían tener carne y pescado ahumados para cuando la caza escaseaba, pero lo ideal era cocinar con carne fresca; eso era lo que hacía que la comida tuviera un toque diferente cada día ya que no siempre se trataba del mismo animal. Me dijeron que la pieza de hoy no era de las mejores, demasiado dura para el gusto de los nativos. Lo solucionaron apaleándola bien antes de cocinarla y aumentado el tiempo de cocción. El guía me comentó que para el día siguiente tenían controlada otra pieza que parecía más tierna y jugosa a la que llevaban cebando unos días para capturarla con más facilidad.


lunes, 27 de abril de 2020

La casa del bosque



    Apenas tendríamos doce años cuando decidimos afrontar la que sería nuestra gran aventura de ese día. Nos acercamos con cautela a la vieja puerta de madera y la empujé sin mucha confianza al principio y un poco más decidido después. La madera emitió un leve sonido pero no cedió. Miré a mi compañero que observaba un par de metros a mi espalda.



-Ese debe de ser el agujero.



    Le señalé un hueco un par de palmos bajo la cerradura. Un chico que decía haber entrado solo meses atrás, nos explicó que si metías el brazo por ese agujero podías llegar a descorrer el cerrojo que bloqueaba el acceso. Tenía claro que David no metería la mano, así que en un arranque de coraje, me arrodillé e intenté que el temblor de mi brazo no fuera demasiado inconveniente para lograr nuestro objetivo. Subí la mano por la parte interior de la puerta y la saqué asustado al notar que algo me envolvía.



-¡Joder que susto! –solté al ver mi mano cubierta de telarañas− Me parece que he rozado el pasador al sacar la mano- le confesé con la adrenalina recorriendo mi pequeño cuerpo.



    Volví a introducir el brazo hasta el codo y no tarde en localizar el frio metal que se deslizó con suavidad, dando la sensación de estar recién engrasado. Los goznes no, chirriaron como si la puerta llevará siglos sin abrirse y quisiera avisar al resto de la casa de nuestra llegada.



 Las hermanas que la habitaban desaparecieron hace casi un siglo. Dicen que eran brujas, que la mayor se volvió loca y la pequeña no tuvo más remedio que encerrarla. En las noches de tormenta todavía se escuchan sus risas desquiciadas.




   El interior estaba vacío. Algunas telarañas colgaban caprichosas, adornando unas paredes repletas de desconchones que una vez debieron ser blancas. A cada lado del pasillo había dos puertas y algo más adelante, la que debió de ser la sala de estar. Caminamos muy juntos, despacio, intentando hacer el menor ruido posible, temerosos de despertar a los fantasmas que las leyendas situaban entre aquellos muros. Asomamos la cabeza a las habitaciones que iluminadas por unos altos ventanucos, nos mostraron sendas camas desnudas y una cómoda con varios cajones que no nos atrevimos a abrir. En la sala grande, la luz que entraba por el enorme hueco que daba al patio trasero mostraba una chimenea que controlaba la estancia desde un rincón y una escalera estrecha que ascendía al piso de arriba. Nos estremecimos cuando un gato negro paso disparado entre nosotros para perderse en la maleza que se había adueñado del patio hasta el punto de comenzar una huida que no fue más allá de los tres primeros pasos.



    Nos miramos e intentamos reír y aunque la risa fue todo lo falsa que cabía esperar, nos infundió valor suficiente para acometer el ascenso al piso superior.



    Al final de las escaleras nos esperaba un pequeño distribuidor con tres puertas, dos abiertas y una cerrada. Las ventanas de las habitaciones eran bastante más grandes que las del piso inferior y eso nos tranquilizó un poco. Estaban vacías. Tan solo el retrato de una mujer de intensa mirada colgaba en la pared desnuda de una de ellas. En la otra, restos de una hoguera hace tiempo apagada, en un rincón, y una lona bajo la ventana que no nos atrevimos a levantar.



    Afrontamos expectantes la puerta cerrada. La luz que entraba a través de las otras habitaciones nos tranquilizó lo suficiente como para no plantearnos salir de allí sin ver la casa entera. Al empujar la madera, el chirrido provocó un escalofrío que eliminó de buenas a primeras toda nuestra entereza. Una bocanada de aire glaciar salió a recibirnos cuando dimos los primeros pasos hacia el interior de una habitación más oscura que el resto. La ventana que daba justo encima de la puerta de entrada, estaba cubierta por una cortina que impedía la entrada del sol. Caminamos juntos hacia ella y la descorrimos. Dos pájaros aletearon sobre nuestras cabezas escapando al exterior. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la luminosidad, descubrimos una figura de un medio metro en la esquina más alejada de la puerta.



    Quedé petrificado al ver lo que parecía una figura en porcelana de una niña vestida de blanco, de un blanco riguroso e impecable, sin una mota de polvo. La tela de su vestido se movía empujada por la brisa que entraba por la ventana. Tenía el pelo rubio y largo, por debajo de la cintura, las manos extendidas y unos cristalinos ojos azules cuya mirada se perdía más allá de la puerta. La huida de mi compañero me trajo de vuelta a la realidad. Se me aceleró el corazón al verlo salir disparado escaleras abajo, pero aún más cuando volví a mirar la muñeca y vi sus ojos clavados en los míos.


     Corrí y corrí sin mirar atrás. Bajé aturullado las escaleras, notando pasos que me perseguían y manos que tiraban de mi camiseta. Estuve a punto de caer varias veces antes de salir al bosque y escuchar un portazo tras de mí. Recuperamos la respiración apoyados en un árbol a una distancia prudencial. Desde allí, todavía temblando, observamos la puerta cerrada, no quisimos comprobar si con cerrojo. En el piso superior, justo encima de la entrada, una cortina impedía que la luz entrara en la habitación a través de la ventana.

martes, 21 de abril de 2020

TIC - TAC




     Miro el reloj de la pared y tengo la sensación de que va más rápido de lo que debería. A pesar de ser digital y tenerlo a más de diez metros, su maldito tic-tac me vuelve loco. Ese ruido inexistente se ha metido en mi cabeza y me impide concentrarme en el examen. No es posible. No me lo puedo creer. Había preparado el temario durante los últimos meses tanto en la academia como en casa. Las sesiones de relajación y yoga habían dado sus frutos y llevaba tiempo sin alterarme, pero ese tic-tac parecía resucitar problemas enterrados, paranoias que hacía años que creía lejos de mi mente.


     Levanto la cabeza y vuelvo a mirar el reloj. Ahora sucede lo contrario. Los números avanzan muy despacio, pero ese ya no es el problema. Es ese maldito ruido. Tengo tiempo de sobra para terminar los ejercicios pero ese tic-tac lo inunda todo. No encuentro modo de concentrarme, de avanzar, de pensar en algo que no sea ese maldito sonido. Es como cuando en el silencio de la noche te desvelas y escuchas el goteo de un grifo. No puedes escuchar otra cosa. Capta toda tu atención y termina por obligarte a levantarte a comprobar si es uno de los tuyos o es de tu vecino. Si lo descubres, lo cierras con todas tus fuerzas, pero en el momento en que Morfeo vuelve a llamarte el goteo vuelve.


     Un paso. Otro. El profesor camina por el pasillo que tengo a mi derecha. Parece que lleve zapatos de claqué. El tic-tac desaparece pero… clack, clack. Sus zapatos relucientes no dejan de sonar contra el suelo. Puedo escuchar incluso el rozar de sus pantalones a cada paso, cada inspiración y expiración de su respiración. Ese latido que suena sin piedad marcando un ritmo acelerado, cada vez más acelerado, parece indicarme que mi tiempo se acaba… 





     Rio a carcajada limpia. Ya ha terminado todo. En mi rostro alguna salpicadura de sangre se mezcla con el sudor que llevaba un rato castigándome. El resto de estudiantes me miran aterrorizados, pero el profesor no; ahora descansa en el suelo, sobre un enorme charco carmesí con mi bolígrafo clavado en la yugular. Todo parece volver a la calma cuando el tic-tac del reloj digital vuelve a retumbar en mi cabeza.

miércoles, 15 de abril de 2020

LA MISION



    

     Esto es una locura. Hace tres días que no para de nevar pero eso no ha sido problema para echarme a los leones en plena tormenta. Todo está cubierto por un blanco manto en el que apenas se aprecian por unos instantes las huellas que dejo a mi paso, ya que la ventisca y los copos que caen de forma incesante, se encargan de volver a taparlas. El frío azota mi rostro en los pocos milímetros cuadrados que no he podido cubrir con el gorro y el pasamontañas. Tirito de frío, pero avanzo decidido. Si pienso en que esto es un sinsentido, será peor. Si dudo, no llegaré y, a pesar de que todavía no puedo verlo, sé que el objetivo de mi misión está cada vez más cerca.




     Me parece vislumbrar unas luces parpadeantes unos metros por delante de mí y eso me anima. Acelero el ritmo de mis pasos ignorando la humedad que comienza a recorrer mis huesos. Cuanto antes lo consiga, antes volveré al calor, porque volver a atrás es una opción que no se contempla. Las consecuencias serían estremecedoras.




     Alcanzo la puerta de entrada sin ningún atisbo de duda y, al entrar, una bocanada de aire cálido hace que, por un momento, mis gafas se empañen cegando mi visión más allá de los entelados cristales. Me las quito un instante y respiro profundamente en un intento vano de entrar en calor.




−Pero… ¿qué haces aquí?




     Reconozco la voz de Pedro. No sabía a quién me encontraría de guardia aquella noche, pero agradecí que fuera alguien familiar.




−Dime que tienes helado de fresa.




     Esta vez una sonora carcajada se adelantó a su respuesta, inundando la tienda con su estridente sonido.



−Mira en la nevera del fondo que algo queda. Como Marta no tenga pronto a ese niño, te va a matar a golpe de antojo.


miércoles, 8 de abril de 2020

OTRO DIA EN CASA



     Me despertaron los pájaros. Puede resultar extraño que no me acostumbre a esto, aún más si tenemos en cuenta que toda mi vida me levanté con el canto del gallo, pero estos graznidos son demasiado molestos para cualquier ser humano que no tenga el oído atrofiado. Reconozco que la mayoría son bonitos, con sus colores chillones y esa forma tan elegante de planear, pero su forma de comunicarse dista mucho de ser agradable.






     Me levanté con la urgencia que puede tener alguien que sabe que no va a salir de casa en todo el día. Subí las persianas para que entrara algo de luz a la habitación y miré al exterior. Allí estaban los escandalosos causantes de mi desvelo. No sé quien tuvo la brillante idea de soltar al primero. Supongo que alguien se cansó de que un ave exótica no le dejara ver la tele con normalidad. Al principio es muy divertido observarlos, pero si en libertad son así, no quiero ni pensar cómo pueden llegar a ser en cautiverio. El caso es que se habían adaptado a la perfección al ecosistema de la zona hasta hacerse dueños.






     Bajé las persianas dejando solo unos agujeros y abrí la ventana para ventilar la habitación. Me preparé un café y al llegar al salón, observé la barandilla de la terraza. Seis o siete descansaban posados mirando hacia fuera, pero había uno que no. Un ave verde con el pico rojo miraba desafiante hacia el interior de la casa, hacia el lugar en el que yo me encontraba. Al acercarme más, vi en el suelo uno de los gatos que solían deambular por el barrio, saltando libremente de patio en patio, tumbado en un charco de sangre.





     Ese día tampoco podría salir de casa.