Apenas
tendríamos doce años cuando decidimos afrontar la que sería nuestra gran
aventura de ese día. Nos acercamos con cautela a la vieja puerta de madera y la
empujé sin mucha confianza al principio y un poco más decidido después. La
madera emitió un leve sonido pero no cedió. Miré a mi compañero que observaba
un par de metros a mi espalda.
-Ese debe de ser el agujero.
Le señalé un hueco un par de palmos bajo la cerradura. Un chico que decía haber
entrado solo meses atrás, nos explicó que si metías el brazo por ese agujero
podías llegar a descorrer el cerrojo que bloqueaba el acceso. Tenía claro que
David no metería la mano, así que en un arranque de coraje, me arrodillé e
intenté que el temblor de mi brazo no fuera demasiado inconveniente para lograr
nuestro objetivo. Subí la mano por la parte interior de la puerta y la saqué
asustado al notar que algo me envolvía.
-¡Joder que susto! –solté al ver mi mano
cubierta de telarañas− Me parece que he rozado el pasador al sacar la mano- le
confesé con la adrenalina recorriendo mi pequeño cuerpo.
Volví a introducir el brazo hasta el codo y no tarde en localizar el frio metal
que se deslizó con suavidad, dando la sensación de estar recién engrasado. Los
goznes no, chirriaron como si la puerta llevará siglos sin abrirse y quisiera
avisar al resto de la casa de nuestra llegada.
Las hermanas que la habitaban desaparecieron
hace casi un siglo. Dicen que eran brujas, que la mayor se volvió loca y la
pequeña no tuvo más remedio que encerrarla. En las noches de tormenta todavía
se escuchan sus risas desquiciadas.
El interior estaba vacío. Algunas telarañas colgaban caprichosas, adornando
unas paredes repletas de desconchones que una vez debieron ser blancas. A cada
lado del pasillo había dos puertas y algo más adelante, la que debió de ser la
sala de estar. Caminamos muy juntos, despacio, intentando hacer el menor ruido
posible, temerosos de despertar a los fantasmas que las leyendas situaban entre
aquellos muros. Asomamos la cabeza a las habitaciones que iluminadas por unos
altos ventanucos, nos mostraron sendas camas desnudas y una cómoda con varios
cajones que no nos atrevimos a abrir. En la sala grande, la luz que entraba por
el enorme hueco que daba al patio trasero mostraba una chimenea que controlaba
la estancia desde un rincón y una escalera estrecha que ascendía al piso de
arriba. Nos estremecimos cuando un gato negro paso disparado entre nosotros
para perderse en la maleza que se había adueñado del patio hasta el punto de
comenzar una huida que no fue más allá de los tres primeros pasos.
Nos miramos e intentamos reír y aunque la risa fue todo lo falsa que cabía
esperar, nos infundió valor suficiente para acometer el ascenso al piso
superior.
Al
final de las escaleras nos esperaba un pequeño distribuidor con tres puertas,
dos abiertas y una cerrada. Las ventanas de las habitaciones eran bastante más
grandes que las del piso inferior y eso nos tranquilizó un poco. Estaban
vacías. Tan solo el retrato de una mujer de intensa mirada colgaba en la pared
desnuda de una de ellas. En la otra, restos de una hoguera hace tiempo apagada,
en un rincón, y una lona bajo la ventana que no nos atrevimos a levantar.
Afrontamos expectantes la puerta cerrada. La luz que entraba a través de las
otras habitaciones nos tranquilizó lo suficiente como para no plantearnos salir
de allí sin ver la casa entera. Al empujar la madera, el chirrido provocó un
escalofrío que eliminó de buenas a primeras toda nuestra entereza. Una bocanada
de aire glaciar salió a recibirnos cuando dimos los primeros pasos hacia el
interior de una habitación más oscura que el resto. La ventana que daba justo
encima de la puerta de entrada, estaba cubierta por una cortina que impedía la
entrada del sol. Caminamos juntos hacia ella y la descorrimos. Dos pájaros
aletearon sobre nuestras cabezas escapando al exterior. Cuando nuestros ojos se
acostumbraron a la luminosidad, descubrimos una figura de un medio metro en la
esquina más alejada de la puerta.
Quedé petrificado al ver lo que parecía
una figura en porcelana de una niña vestida de blanco, de un blanco riguroso e
impecable, sin una mota de polvo. La tela de su vestido se movía empujada por
la brisa que entraba por la ventana. Tenía el pelo rubio y largo, por debajo de
la cintura, las manos extendidas y unos cristalinos ojos azules cuya mirada se
perdía más allá de la puerta. La huida de mi compañero me trajo de vuelta a la
realidad. Se me aceleró el corazón al verlo salir disparado escaleras abajo,
pero aún más cuando volví a mirar la muñeca y vi sus ojos clavados en los míos.
Corrí y corrí sin mirar atrás. Bajé aturullado las escaleras, notando pasos que
me perseguían y manos que tiraban de mi camiseta. Estuve a punto de caer varias
veces antes de salir al bosque y escuchar un portazo tras de mí. Recuperamos la
respiración apoyados en un árbol a una distancia prudencial. Desde allí,
todavía temblando, observamos la puerta cerrada, no quisimos comprobar si con
cerrojo. En el piso superior, justo encima de la entrada, una cortina impedía
que la luz entrara en la habitación a través de la ventana.