El
entorno era idílico. Chozas de madera y barro, con techos de cañizo, readeaban
el lugar en le que se hacía vida, como si de la plaza del ayuntamiento de
cualquier pueblo se tratara. Alrededor solo selva. Un único sendero llegaba al
poblado y se bifurcaba poco antes de llegar para adentrarte en la espesura o
llegar al río a por agua.
Siempre
pensé que ese tipo de tribus solo existían en las películas, por eso, cuando al
llegar a Brasil surgió la oportunidad de visitar un auténtico poblado, no lo
dude y me adentré en el Amazonas.
No
lo supe identificar. Era un olor desconocido para mí, pero fuese lo que fuese
lo que lo desprendía, tenía que probarlo. Una mezcla de ahumado dulzón y de
frescas hierbas emergía de aquel cuenco confuso con caldo oscuro y trozos de
carne y plantas. No miento si os digo que en aquel momento poco me importaba lo
que fuese. Ese olor entraba en mi cuerpo a través de mi nariz y me hacía
salivar nublándome el conocimiento. No fui consciente del hambre que tenía, o
tal vez no la tenía, hasta que me senté en aquella incomoda silla y me pusieron
el plato delante. Humeaba. Apenas podía controlarme, pero no era de buena
educación comenzar hasta que todos estuviésemos servidos. Mejor así, no quería
quemar mis papilas con mis ansias y no poder saborear aquella delicia como se
merecía.
Una enorme marmita humeaba en el centro del
círculo que formábamos. La receta siempre era similar pero el guiso nunca tenía
el mismo sabor. La base era multitud de plantas y raíces que mujeres y niños
recolectaban diario en el interior de aquel peligroso paraíso. La recolección
no siempre traía la misma cosecha pero, aunque variaban las cantidades, los
ingredientes eran muy similares. La cocinera intentaba no abusar de los de
sabor más fuerte y si le traían mucha candad de alguno, los almacenaba para
futuros guisos.
La carne era otra historia. Solían tener
carne y pescado ahumados para cuando la caza escaseaba, pero lo ideal era
cocinar con carne fresca; eso era lo que hacía que la comida tuviera un toque
diferente cada día ya que no siempre se trataba del mismo animal. Me dijeron
que la pieza de hoy no era de las mejores, demasiado dura para el gusto de los
nativos. Lo solucionaron apaleándola bien antes de cocinarla y aumentado el
tiempo de cocción. El guía me comentó que para el día siguiente tenían
controlada otra pieza que parecía más tierna y jugosa a la que llevaban cebando
unos días para capturarla con más facilidad.
Me estoy imaginando lo peor, David, ¡qué mal rollo! Espero que tu protagonista tuviera buen instinto y se pusiera en lo peor a tiempo de evitarlo... Se me ha puesto realmente mal cuerpo de pensar en la carne de los guisos y su posible procedencia.
ResponderEliminar¡Buen relato!
Un abrazo.
Corre Forrest corre!!!!! Jajajajajaja
EliminarUn abrazo
Ay, madre. Esto es como lo de la pandemia. Nos ceban para comernos luego. Yo, en esos pueblos, no comería nada a gusto. No por el miedo al canibalismo (si no se me ocurre), sino a otros animales que no me resultan nada agradables.
ResponderEliminarInquietante relato.
Un beso.
Bueno, puede ser que algunos animales exóticos tengan buen sabor, pero que me digan lo que como y ya decido yo...
EliminarUn beso
Has desplegado el velo de la incertidumbre de una forma fantástica...
ResponderEliminarGracias Norte!!!
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