martes, 15 de diciembre de 2020

LA REINA NEGRA

 

 

     El cansancio comenzaba a vencerme cuando encendí mi enésima pipa del día. Había escuchado hablar de sus robos en Italia primero y en Francia después, siempre en grandes museos, siempre piezas famosas sobre las que había vigilancia especial, siempre haciendo que se esfumasen durante la noche y dejando en su lugar una pieza de ajedrez. La Reina Negra, así era como firmaba sus fechorías y como los tabloides londinenses bautizaron a mi nuevo adversario.

 

             



 

     Miré todo aquello desde la distancia, con cierta curiosidad profesional, hasta que Scotland Yard se puso en contacto conmigo. Había desaparecido una figura de cristal de Buckingham Palace. No era una pieza de gran valor, un regalo de un duque bávaro a nuestra reina. En otras circunstancias no habrían necesitado de mis servicios, habrían investigado a los empleados de palacio hasta encontrar al culpable, pero el hecho de encontrar esa maldita pieza de ajedrez en su lugar hizo encender todas las alarmas.

 

     El palacio de la reina no era de los lugares más inaccesibles de Inglaterra. Los guardias de las puertas y los que patrullaban cada cierto tiempo el interior, eran suficientemente disuasorios para los ladrones habituales. La investigación se prolongó durante todo día. Hablé con el servicio, con los guardias, incluso con algún miembro de la familia real y no fui capaz de encontrar ni una sola pista. Al salir, me pareció ver una figura oculta observándome entre las sombras del anochecer que se alargaban antes de que la niebla hiciera acto de presencia engullendo todo con su húmeda capa.

 

     Di otra calada a mi pipa, repasé todas las declaraciones en busca de una pista, releí los informes recibidos de la policía del resto de Europa y me quedé dormido sobre un montón de recortes de periódico.

 

     Apareció en mis sueños como una sombra oscura en la que solo destacaba una corona dorada. Estaba apenas a una decena de metros de nosotros, dándonos la espalda y caminando hacia la niebla mientras reía. El doctor y yo comenzamos a correr en su dirección pero por más que corríamos no lográbamos acercarnos a ella. Me quedé solo, intentando darle alcance mientras seguía riendo. Desaparecieron el doctor, la niebla y Londres, dejándonos a los dos solos sobre un inmenso tablero de ajedrez. Cada vez que parecía que la tenía acorralada, levitaba y se colocaba a mi espalda con una sonora carcajada. No sé cuánto duró, pero justo en el momento en que comenzaba a girarse, unos golpes en la puerta me trajeron de nuevo a la realidad.

 

     Durante el trayecto Watson no paraba de repetir que era una locura, que tenía que haber algún error en la notificación, que seguro que el mensajero se había confundido. No entró en detalles, tan solo me condujo hasta el British Museum, inusualmente acordonado por los cuerpos policiales.

 

     El inspector Johnson nos esperaba a los pies de la escalera y nos acompañó por las galerías mientras nos explicaba lo sucedido: museo cerrado, ronda de vigilante cada media hora, a las seis de la mañana todo correcto pero a las seis y media… Conocía bien el museo. Sabía que en el centro de la gran sala en la que acabábamos de entrar se encontraba la Piedra Rosetta, pero no estaba allí. El lugar que solía ocupar la pesada roca rosada que contiene los secretos del antiguo Egipto se podían observar dos objetos mucho más pequeños. No me sorprendió ver una reina negra, me sorprendió apreciar la corona dorada que adornaba su cabeza y que a su lado descansara una pipa, la misma que había utilizado antes de irme a dormir y que creía haber olvidado sobre la mesa de mi despacho tras mi precipitado despertar.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

Donde la luna no llega II

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     La linterna rodó por el suelo al tiempo que mis rodillas se doblaban hasta contactar con la tierra. Ahora no había silencio. De cada rincón de aquel maldito bosque (o bosque maldito, para ser más exacto) parecían surgir ruidos de pisadas, ramas crujiendo o risas rasgando el aire. Me sentía observado, señalado, como si mi entorno cobrara vida y yo fuese el objetivo de un escarnio merecido por el mero hecho de adentrarme sin permiso y romper la tranquilidad que minutos antes reinaba.

 

 

     Gateé, buscando la linterna al principio, pero a media que notaba como me intentaban sujetar, lo hice más rápido con intención de huir. Tuve la sensación de que unas garras sujetaban mis tobillos y la certeza de que algo tiraba de la mochila que llevaba a la espalda. Me deshice de ella y, levantándome a la mayor velocidad que pude, intenté huir hacia lo que intuía como el sendero de vuelta a pesar de estar completamente desorientado. La mano que apresaba mi tobillo no cedió y volví a caer mientras un golpe en la cabeza abortaba mi intento de escapada. El bosque entero parecía continuar riendo mientras me desplomaba sobre el suelo húmedo y perdía el conocimiento.

 


 

 

      Despierto con el canto de los pájaros que anidan sobre mí. No sé cuánto tiempo ha pasado pero el Sol de la mañana, a pesar de llenar de luz el bosque, no ha avanzado demasiado en su paseo diario. Mi cabeza, que parece haber pasado un tiempo sobre una roca manchada de rojo, me recuerda mediante fuertes palpitaciones el tremendo golpe que ha provocado que parte de mi rostro esté decorado con sangre seca. Al intentar volver a ponerme en pie, parte de una hiedra cercana enredada en mi tobillo me vuelve a jugar una mala pasada y punto estoy de volver a caer. Mi mochila, con su enorme concha de peregrino enganchada en la parte superior, me observa burlona desde el otro lado del camino.

 

      Todavía aturdido, recupero mi equipaje, me lavo la cara con agua de la cantimplora y me decido a proseguir mi peregrinaje dubitativo, convencido de que las risas que había escuchado hace unas horas no habían sido una alucinación.

 

      Tardé tres días en darme cuenta que la cruz de Santiago que suele ir pintada en las conchas de peregrino aparecía invertida en la que adornaba mi mochila.