lunes, 7 de diciembre de 2020

Donde la luna no llega II

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     La linterna rodó por el suelo al tiempo que mis rodillas se doblaban hasta contactar con la tierra. Ahora no había silencio. De cada rincón de aquel maldito bosque (o bosque maldito, para ser más exacto) parecían surgir ruidos de pisadas, ramas crujiendo o risas rasgando el aire. Me sentía observado, señalado, como si mi entorno cobrara vida y yo fuese el objetivo de un escarnio merecido por el mero hecho de adentrarme sin permiso y romper la tranquilidad que minutos antes reinaba.

 

 

     Gateé, buscando la linterna al principio, pero a media que notaba como me intentaban sujetar, lo hice más rápido con intención de huir. Tuve la sensación de que unas garras sujetaban mis tobillos y la certeza de que algo tiraba de la mochila que llevaba a la espalda. Me deshice de ella y, levantándome a la mayor velocidad que pude, intenté huir hacia lo que intuía como el sendero de vuelta a pesar de estar completamente desorientado. La mano que apresaba mi tobillo no cedió y volví a caer mientras un golpe en la cabeza abortaba mi intento de escapada. El bosque entero parecía continuar riendo mientras me desplomaba sobre el suelo húmedo y perdía el conocimiento.

 


 

 

      Despierto con el canto de los pájaros que anidan sobre mí. No sé cuánto tiempo ha pasado pero el Sol de la mañana, a pesar de llenar de luz el bosque, no ha avanzado demasiado en su paseo diario. Mi cabeza, que parece haber pasado un tiempo sobre una roca manchada de rojo, me recuerda mediante fuertes palpitaciones el tremendo golpe que ha provocado que parte de mi rostro esté decorado con sangre seca. Al intentar volver a ponerme en pie, parte de una hiedra cercana enredada en mi tobillo me vuelve a jugar una mala pasada y punto estoy de volver a caer. Mi mochila, con su enorme concha de peregrino enganchada en la parte superior, me observa burlona desde el otro lado del camino.

 

      Todavía aturdido, recupero mi equipaje, me lavo la cara con agua de la cantimplora y me decido a proseguir mi peregrinaje dubitativo, convencido de que las risas que había escuchado hace unas horas no habían sido una alucinación.

 

      Tardé tres días en darme cuenta que la cruz de Santiago que suele ir pintada en las conchas de peregrino aparecía invertida en la que adornaba mi mochila.

 

 

 

4 comentarios:

  1. Eso de la cruz invertida da mucho miedo. Se ve que su Camino está un poco gafado. Yo me volvía a casa y lo intentaba en otra ocasión. eso sí, fijándome muy bien en la concha y la cruz.
    Genial relato.
    Un beso.

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  2. Inquietante esa cruz invertida,... quizás no todo fue un tropiezo y un golpe...

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  3. Estupendo cierre, David. Sin duda que esa cruz invertida y el tiempo en el que estuvo inconsciente e indefenso lo acompañará toda la vida. Un abrazo!

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  4. Buen remate, David. Hay que tener respeto a la magia, oculta en los tenebrosos bosques que atraviesa el Camino, una verdadera cruz en sí mismo.
    Un saludo.

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