Corrió las
cortinas y la luz del día inundó la pequeña habitación de una pensión del casco
antiguo de Barcelona. Una cama, un carcomido armario y una silla junto a una
sencilla mesa era todo el mobiliario. Sobre las paredes, un cuadro de flores y
un espejo sobre la mesa completaban la
austera decoración. Abrió la ventana y aspiró el aire de la mañana: ni puro, ni
fresco. Nada que ver con el que años atrás respiraba en la terraza de su casa
junto a la costa catalana. Se giró, cogió la mochila que descansaba a
los pies de la cama, un pequeño taburete y salió con destino a la rambla.
Se colocó
en el lugar habitual, junto a un quiosco de venta de flores y sentado en el
taburete y ayudado por un pequeño espejo, comenzó a maquillarse. Un antifaz de
pintura blanca sobre sus ojos, una peluca rizada de color amarillo y una nariz
de goma roja se complementaban con una enorme sonrisa para convertirle en un
payaso de circo, de esos que tienden a desaparecer.
Subido en
el taburete permanecía inmóvil como si de una estatua se tratase hasta que
alguien depositaba una moneda en su raído bombín. Entonces, tras agradecer la
donación con una exclamación y un exagerado aspaviento, adoptaba otra posición
en la que volvería a pasar un tiempo hasta que otro donante anónimo tuviera a
bien contribuir con su causa.
El grupo
que le rodeaba iba creciendo. Intentaba no mirar a nadie a la cara y para
evitar distracciones, fijaba su vista en un punto al otro lado del grupo hasta
que dos coletas rubias llamaron su atención. No tendría más de seis años y las
coletas caían a los lados de una cara pálida desde la que dos ojos azules le
miraban ilusionados poniendo una nota de alegre color. Vestía con uniforme
escolar y agarrada a la mando de una preciosa mujer de pelo dorado (seguramente
su madre) observaba con admiración aquel payaso que tan solo se movía tras el
sonido de las monedas al caer en su sombrero.
Sacó unas
monedas de su pequeño bolsillo y las introdujo en el bombín. Con un rápido
movimiento, el payaso infló un globo que había aparecido de la nada y antes de
que pudiera reaccionar, la niña tenía en sus manos un bonito perro de color
verde. Sonrió mientras la gente aplaudía y al momento siguió su camino.
De vuelta
en su cuarto de la pensión se quitó nariz y la peluca y los lanzó sobre la
cama. Se miró en el espejo y vio la foto que había sujeta al marco. Una niña de
unos seis años con falda a cuadros, calcetines altos y una camisa blanca
parecía mirar al payaso. Las lágrimas rodaron por sus mejillas borrando poco a
poco una enorme sonrisa blanca.
Bonito relato de un payaso mimo que hay en muchas ciudades pidiendo unas pocas monedas. Mañana aquí en mi pueblo voy a salir a la calle a ver unos cinco artistas mimos que van a disfrazarse no se de qué para el deleite de unas miradas por unas monedas. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Maria del Carmen. Me gustan los artistas callejeros, aunque nunca sabemos lo que hay detrás de ellos. Un abrazo.
ResponderEliminarEs una historia triste, por más que la función del payaso sea salir a la calle cada día y ser parte de las ilusiones y las sonrisas de los demás. Sin duda las apariencias son solo eso, apariencias. A saber qué esconde un corazón maquillado...
ResponderEliminarMuy entrañable y conmovedor, David, me ha gustado mucho.
¡Un saludo!
Gracias Julia!!!
EliminarConmovedor relato, David. La cruda y triste realidad tras la sonrisa de un payaso.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Gracias Bruno! Nunca se sabe lo que una sonrisa esconde.
EliminarWoow tan lleno de nostalgia hermosa de esa que se puede sentir a flor de piel.
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato amigo David Serrano, es fantástico, saludos.
Gracias Jorge!! Un abrazo.
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