Cada vez era más complicado encontrar un momento para reunirnos. El paso de los años había trazado diferentes caminos para nuestras vidas y aquel grupo de amigos que en la adolescencia parecía imposible de separar, había terminado por diseminarse por medio mundo. Hacía casi un lustro que gran parte de nosotros había cogido como costumbre juntarse en una casa rural, perdida en la montaña, una vez al año. Este año, en el que la mayoría de nosotros cumpliríamos los cuarenta, incluso los que vivían más lejos hicieron un esfuerzo por asistir.
Llegué el último (el trabajo va a terminar conmigo) así que el recibimiento fue una copa de vino, un alud de besos y abrazos y la mesa dispuesta para la cena. No pude evitar aspirar su olor cuando se acercó a saludarme. Llevaba media vida sin coincidir con ella pero habría reconocido ese olor aunque hubiese pasado la otra media.
-¡Ya era hora! Me estaba muriendo de hambre…
-Yo también te he echado mucho de menos, simpática.
Comenzamos a cenar y a reír, a beber y a reír, a recordar y a seguir riendo. A través de la ventana se veía una bonita puesta de sol que bañaba una pradera de alta hierba mecida por la suave brisa. Con los cafés aparecieron los licores y un par de enormes bizcochos de chocolate.
-¡Cuidado con el postre que tiene premio!
Una afirmación que, viniendo de quien venía, invitaba a probar un pedacito pequeño para no sufrir en exceso los efectos secundarios.
Salí buscando tranquilidad y aire fresco. Noté como mis pulmones se llenaban y aumentaban de tamaño como si de dos globos se tratasen. Me mire las manos. Dedos largos, muy largos, demasiado largos para ser míos. Las piernas me aguantaban, pero parecían laxas y los brazos, elásticos, se estiraban bajo el peso delas manos hasta llegar prácticamente al suelo. Escuche una voz y, al girarme, un pequeño duende me señaló lo que hacía unos minutos era un enorme prado.
-Has visto el mar. Cuando la luna sale, las olas se esconden, pero la brisa sigue meciendo el agua...
El agua bailaba al son que el viento marcaba. Un mar verdoso, sin espuma, sin peces pero lleno de vida. Desde el cielo una luna redonda me sonrió y me guiñó un ojo.
-Te echaba de menos… ¡Y tu sirena también!
Me giré siguiendo la mirada de la luna y la vi aproximarse. Caminaba lenta, calmada, con la media melena meciéndose al mismo ritmo que las olas sin espuma de aquel mar verde que nos rodeaba. Su mirada brillaba por encima de las estrellas que se intuían tras ella. Una calló. Miró el suelo contrariada mientras se llevaba la mano al cuello. Apenas tuve que agacharme para alcanzarla. Mis brazos se alargaron una vez más para recoger la minúscula estrella que había aterrizado a sus pies. Me miró agradecida cuando se la di.
-Solo es una estrella. Te bajaría hasta la luna si decidieses no volver al mar y quedarte a mi lado.
Se acercó a mí y un olor familiar y el roce de sus labios me hizo perder la consciencia.
Despierto desorientado, desnudo en la cama de una habitación que me resulta familiar. Al abrir la ventana una ráfaga de aire fresco golpea mi rostro, el mismo aire que hace bailar los campos de trigo verde que hay al otro lado del muro. Inhalo con fuerza y mi mente parece empezar a despejarse. Me pongo el bañador, seguro que un paso por la piscina y un buen desayuno consiguen traerme de vuelta al mundo de los vivos.
-¡Buenos días! - me saluda sonriente, creo (o quiero) apreciar un ligero rubor en sus mejillas- ¿Qué tal has dormido?
-Pues no lo tengo muy claro... Creo que el bizcochito de tu amiga me hizo delirar. Pero ya bastante mejor, un café y acabo de arreglarme.
Ríe y noto que el corazón se me acelera. Me cruzo con ella al acercarme a la cafetera y un olor dulce, entre miel y canela, vuelve a inundar mi mundo. Sobre su pecho brilla una estrella de David colgada de un fino cordón de cuero. Se da cuenta que la miro y ahora sí se sonroja.
-Me llevas pegado a tu pecho...
-Pues me la colgué cuando me fui, pero ahora que he vuelto tal vez me la quite.
-¿Te vas a quedar?
Se acerca a mí y coloca su boca junto a mi oído para susurrarme.
-Solo si me bajas la luna...