No eran
unas manos suaves, aunque cuando acariciaba lo hacía con una ternura inusitada.
El paso de los años había ido dejando su huella en forma de cicatrices y marcas
de quemaduras con los utensilios de cocina. Gruesas venas surcaban su dorso recorriendo
unos huesos en los que la edad había provocado un desgaste que a veces parecía
deformarlas por completo. La artrosis no perdonaba.
La
recuerdo en la puerta de su casa del pueblo. Estaba sentada bajo la sombra de
un parral en un pequeño taburete de madera. Todo olía a jazmín. En las largas
temporadas de soledad, en las que solo su perro y el canto de los pájaros le
hacía compañía, se entretenía cuidando las plantas que al llegar la primavera florecían
adornando la terraza del viejo cortijo de la familia. El lugar, orientado al
río y bañado por el sol durante gran parte del día, era ideal para el
crecimiento de esas flores en las que ella volcaba todo su cariño cuando sus
nietos estábamos lejos.

Pelaba
patatas. Entre sus piernas tenía un pequeño barreño amarillo y yo me quedaba
embobado viendo su habilidad. Las pelaba como si de naranjas se tratase,
sacando toda la piel de una sola tira con la pequeña navaja que siempre usó
para pelar verduras. Las mondas a una bolsa, las patatas a una cacerola y así
una y otra vez. Éramos muchos para comer aquel día y a pesar del trabajo que le
dábamos, la ilusión por juntarnos a la mesa se dibujaba en su cara.