No eran
unas manos suaves, aunque cuando acariciaba lo hacía con una ternura inusitada.
El paso de los años había ido dejando su huella en forma de cicatrices y marcas
de quemaduras con los utensilios de cocina. Gruesas venas surcaban su dorso recorriendo
unos huesos en los que la edad había provocado un desgaste que a veces parecía
deformarlas por completo. La artrosis no perdonaba.
La
recuerdo en la puerta de su casa del pueblo. Estaba sentada bajo la sombra de
un parral en un pequeño taburete de madera. Todo olía a jazmín. En las largas
temporadas de soledad, en las que solo su perro y el canto de los pájaros le
hacía compañía, se entretenía cuidando las plantas que al llegar la primavera florecían
adornando la terraza del viejo cortijo de la familia. El lugar, orientado al
río y bañado por el sol durante gran parte del día, era ideal para el
crecimiento de esas flores en las que ella volcaba todo su cariño cuando sus
nietos estábamos lejos.
Vestía de un negro riguroso desde la muerte de
mi abuelo. Solo un delantal gris claro se acercaba al tono de una piel blanca
que en otro tiempo el campo y las inclemencias meteorológicas habían curtido y
teñido de oscuro. Recogía su pelo gris en un pequeño moño, dejando al
descubierto el único “adorno” que siempre le acompañaba: los pendientes que le dio
su madre y, que algún día no muy lejano, ella regalaría a su hija menor.
Pelaba
patatas. Entre sus piernas tenía un pequeño barreño amarillo y yo me quedaba
embobado viendo su habilidad. Las pelaba como si de naranjas se tratase,
sacando toda la piel de una sola tira con la pequeña navaja que siempre usó
para pelar verduras. Las mondas a una bolsa, las patatas a una cacerola y así
una y otra vez. Éramos muchos para comer aquel día y a pesar del trabajo que le
dábamos, la ilusión por juntarnos a la mesa se dibujaba en su cara.
Una mirada de ese joven que anuncia la madurez, que va aprendiendo a fijarse en lo importante. Que es capaz de aparcar sus juegos para observar a su madre o abuela y comprender la felicidad que la embriagaba por reunir a la familia. Saludos!
ResponderEliminarGracias David! Con el paso de los años vamos viendo las cosas de otro modo.
EliminarCuando se es feliz, ni el trabajo más duro es pesado, y pelar patatas para una familia no tiene precio para esa anciana vestida de negro.
ResponderEliminarPrecioso relato.
Gracias Bruno! Mucho que aprender de nuestros mayores
EliminarUn relato muy tierno David. He conseguido visualizar a esa mujer que todos tenemos en la cabeza y que solemos ver en pueblos pequeños, y cuya sabiduría se esconde entre esas arrugas y esa tez morena.
ResponderEliminarBonito relato, enhorabuena.
Un fuerte abrazo.
Gracias!!! Imágenes tiernas de una España que va desapareciendo poco a poco.
EliminarUn abrazo
Entrañable, David. Dibujas la escena con tal nitidez que es como si estuviéramos a la puerta de esa casa, bajo el emparrado y junto a ella. Me has traído mucho recuerdos...
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Julia! Creo que es fácil identificarse con esa figura a la que todos amamos y añoramos.
EliminarUn abrazo.
Una foto cercana,... un relato entrañable.
ResponderEliminarEntonces misión cumplida!!! Mil gracias.
ResponderEliminarUn relato muy visual David, enterneces el corazón del lector.
ResponderEliminar¡Precioso!
Un abrazo, :)
Gracias Irene! Me alegra que te haya gustado. :)
EliminarUna madre o abuela que representa a muchas y la mirada de quien sentía que ese pequeño acto de cortar papas simbolizaba todo el amor que ponía en su familia. La vida es una suma de instantes, dicen muchos. Y este instante brilla en el recuerdo.
ResponderEliminarImágenes que se nos quedan grabadas...
EliminarUn abrazo