Siempre
hablaban hasta las doce, aunque él intentara dormirse antes, casi nunca lo
conseguía. Comenzaban la conversación durante la cena y continuaban en el sofá
donde, a pesar de prestar más atención a la televisión que a lo que ella tenía
que decirle, seguía escuchando su voz de fondo…
Esa
noche el dolor de cabeza era insoportable, así que se tomó un ibuprofeno y un
somnífero y se metió en la cama antes de lo habitual. Ella no se callaba. Como
de costumbre, no paraba de hablar de la chica que vivía en el piso de arriba.
Que si ponía la música muy alta, que si caminaba con tacones para hacer más
ruido, que si no paraba de arrastrar muebles… A él le parecía una buena vecina
(dejando de lado que estaba buenísima) pero prefería no decir nada. Antes vivía
allí su abuela y también se quejaba. Solo
dejó de quejarse durante el tiempo que el piso estuvo deshabitado
después de que encontrasen el cadáver de la anciana a los tres días de su muerte.

Agradeció
la calma durante la ducha de la mañana. Los escasos cinco kilómetros que corría
al levantarse eran más que suficientes para activarse y olvidar los problemas
que le machacaban día tras día. Desayunó un café con leche y dos tostadas,
disfrutando del momento mientras hojeaba el periódico, y salió hacia la
estación para coger el metro que le dejaría cerca de la oficina en la que
trabajaba.
El metro iba
lleno, como casi siempre, pero consiguió colocarse cerca de la puerta. Justo
antes de que se cerrase, entró su vecina de arriba. Se saludaron y comenzaron a
charlar. Trabajaba en una oficina bancaria del centro hasta muy tarde, por lo
que solía salir a correr por la noche. Le daba mucha pereza madrugar. Rieron.
La verdad es que se le notaba un poco adormilada, pero aun así estaba preciosa.
Un frenazo hizo que sus cuerpos se pegasen y un dulce aroma a canela inundó sus
pulmones. Al separarse, se abrieron las puertas y ella bajó deseándole un feliz
jueves. Tras recorrer varios metros, se giró sin detenerse y le sonrió. Las
puertas se cerraron y el metro siguió su marcha.
De vuelta a
casa empezó a notar la cabeza embotada. El sol de la mañana había desaparecido
y los días de lluvia siempre le provocaban ese efecto. Esperaba que ese día la
charla fuese tranquila, o mejor, que no hubiera charla. No le diría que había
estado hablando con la vecina, solo le faltaba un ataque de celos para que
terminase de darle la noche. Se tomaría la pastilla nada más llegar e
intentaría dormirse pronto. Esperaba que no hubiese truenos, no soportaba el
ruido cuando intentaba descansar…
Sentado en
la cocina intentaba terminar de despertarse. Como imaginaba, la noche anterior
había sido una tortura… ¡por lo menos se había dormido pronto! Volvió al eterno
tema de que estaría mejor con otra vecina, o incluso sin ninguna. Cuando
cometió el error de decirle lo que pensaba los gritos retumbaron en su
maltrecha cabeza como el chirrido de las uñas sobre la pizarra de un aula. Una
discusión que le llevo a doblar la dosis de somníferos y meterse en la cama
antes de las diez. La situación era insoportable, solo esperaba que el fin de
semana comenzara pronto. Pasar dos días en el apartamento de la playa seguro
que lo calmaría todo.
