Ya
era de noche cuando llegaron al pueblo. Manuel se despidió de sus compañeros de
tajo y aceleró el ritmo rumbo a su hogar. El trabajo en el campo era duro, pero
a pesar de que el cansancio engarrotaba su cuerpo, las ganas de ver a Isabel le
proporcionaban una energía adicional. Llevaban tres años casados, los más felices
de su vida, pero la última semana su salud se había complicado. Cuando se fue
de casa por la mañana la dejó tiritando por la fiebre. Sólo se tenían el uno al
otro y su escaso jornal para subsistir, así que muy a su pesar, cerró la puerta
al salir y se marchó rogando a Dios que cuidase de ella.
Tembló
al doblar la esquina. Las noches de diciembre estaban siendo más frías que
otros años y de todas las chimeneas brotaba humo procedente de las fogatas que
calentaban el interior impregnando el ambiente ese olor tan peculiar. Sólo la
luna iluminaba levemente las hileras de casas por lo que hasta que no estuvo
cerca de la suya no pudo ver lo que realmente provocó que su cuerpo se
estremeciese. Tumbado junto a la puerta, dormía un enorme perro negro.
Nadie
recordaba cuando había llegado al pueblo, pero su imagen siempre iba ligada a
la de Juanillo “El Negro”. Solía pasear a su lado de un lado para otro durante
el día y al llegar la noche, marchaba al monte meneando el rabo. Era un perro
negro, grande y pacífico que siempre parecía feliz hasta que un día apareció
sentado en la puerta de la casa de su amigo. Nadie le hizo caso hasta que tres
días después un vecino preocupado encontró el cuerpo sin vida del viejo
Juanillo junto a las cenizas de un fuego que hacía días que no ardía. Moro, que
así se llamaba el perro, permaneció inmóvil durante todo ese tiempo y cuando se
llevaron el cuerpo para darle sepultura, acompañó a la comitiva con el rabo
entre las piernas y la cabeza gacha.
A
partir de aquel día la historia de Moro en el pueblo dio un giro inesperado.
Volvía a ser un perro jovial, pero de vez en cuando, aparecía dormido en la
puerta de una casa en la que algún habitante se encontraba enfermo. La muerte solía
llegar en un par de días. Moro continuaba su ritual y acompañaba a los
familiares durante el velatorio y hasta que el cuerpo de su ser querido era llevado
al cementerio. La gente del pueblo le quería. Le alimentaba y agradecía al
animal su compañía en los momentos duros.
Pero
esta vez la enferma era Isabel.
Intentó
espantarlo aun sabiendo que era inútil. Moro se separó un poco de la puerta pero
no se marchó. La casa estaba fría cuando Manuel cruzó el umbral. Si dirigió
directamente a la habitación donde Isabel, empapada en sudor, seguía tiritando.
Encendió el fuego y puso sopa a calentar antes de entrar con un trapo húmedo
para intentar refrescar su frente. Deliraba en sueños. Avivó el fuego e intentó
tomar algo de sopa caliente para alejar el frio que se apoderaba de su cuerpo.
Cuando se dio cuenta que no podría vencer el tipo de frío que helaba su alma,
se metió con ella en la cama, la cogió de la mano y lloró desconsoladamente.
Así, entre el llanto de él y las palabras ininteligibles de ella, se quedó
dormido.
Le
despertó el canto de un gallo. Isabel dormía. Había dejado de hablar en sueños
pero su piel ardía igual que durante los días anteriores. En su cara se
apreciaba algo distinto, una serenidad que no era propia de ella. Manuel se
levantó. Se vistió, echó más leña al fuego para mantener el calor el mayor
tiempo posible y con la cuerda que usaba a modo de cinturón se ajustó los
pantalones antes de salir y encontrarse con Moro. Le dio una palmadita con
lágrimas en los ojos y decidido, siguió su camino.
Isabel
abrió los ojos a media mañana. Estaba muy cansada pero no sudaba y parecía que
la fiebre había remitido. Se levantó torpemente y se alegró al ver que Manuel
había alimentado el fuego antes de irse a trabajar. Salió al pequeño huerto de
la parte de atrás a asearse y se puso ropa seca antes de dar cuenta de un buen
plato de sopa. Pasó el resto del día descansando y limpiando la casa ya que con
Manuel en el campo y ella en cama la tenían un poco dejada. Cogió algunas
hortalizas del huerto y se dispuso a preparar la cena para cuando llegara su
marido.
Hacía
mucho que había anochecido cuando se asomó a la puerta en busca de su amado,
pero lo único que vio fue un enorme
perro negro sentado junto a la entrada.
Encontraron
a Manuel al día siguiente. Se había colgado con la soga que usaba de cinturón en
el bosque que limitaba con la finca de olivos en la que trabajaban. Durante su
camino hacia el camposanto, Moro no se despegó de Isabel.
Nota: mi pequeño homenaje a Moro, el perro de Fernan Núñez
Muy buen relato, David. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Mirna!
EliminarEstupendo David. Los animales (perros en este caso) tienen sentidos de los que nosotros carecemos, creo que es así.
ResponderEliminarUn abrazo.
Yo creo que también los tenemos, pero los hemos olvidado o simplemente están dormidos. Muchas gracias.
Eliminarla semana pasada ,jueves por la tarde mi perra aullo como lobo ,jamas lo habia echo fue muy raro ,no sabiamos el porque ,y esa madrugada murio el gato que teniamos ( 17 años).quedamos sorprendidos cuando lo asociamos...
ResponderEliminarLos animales nos sorprenden a menudo. La historia no es real, pero el perro sí que existió en un pueblo de Granada. Siento lo de tu gato. Un abrazo Marcela.
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