Sigo
avanzando. Hace ya un rato que no escucho sus pasos detrás de mí pero no puedo
relajarme. Me ha costado demasiado llegar hasta donde estoy como para dejarme
ir ahora. Aunque no les oiga sé que siguen al acecho, esperando cualquier signo
de flaqueza para abalanzarse y darme caza. Salgo del bosque y sin el cobijo de
los árboles la lluvia vuelve a rociarme. Llueve sobre mojado. Tanto la camiseta
como el pantalón están pegados a mi cuerpo como una segunda piel y con cada charco
que piso, mis zapatillas se vuelven un poco más pesadas. El sol ya se ha escondido, lo que, unido al viento que azota mi cuerpo empapado provoca
una enorme sensación de frío que eriza mi piel. Veo unas luces al fondo del
valle. Un par de kilómetros más y podré abrazar a mi hijo. Todo este sufrimiento
habrá valido la pena sólo por ver la sonrisa de mi niño.
De
repente noto una presencia y sin detenerme giro la cabeza con la esperanza de
estar equivocada. No lo estoy. Dos sombras aparecen del interior del bosque y
se lanzan a tumba abierta intentando darme alcance. Me pongo tensa y por unos
momentos los nervios me atenazan. Dura apenas unos segundos. Fijo la vista en
las luces del pueblo, cada vez más cercanas. No voy a bajar los brazos, no
estando tan cerca. Acelero el ritmo sin pensar en lo que dejo atrás, sin hacer
caso de mis pies doloridos ni a unas piernas que se contraen al límite de sus
fuerzas. Aprieto el paso mientras entro en las primeras calles del pueblo y
voces de ánimo retumban en mi cabeza intentando darme un último aliento. Unos
focos enormes aparecen al fondo de la calle y noto como mis piernas flaquean
aunque siguen aumentando la velocidad. Miro hacia atrás y parece que nadie me
sigue. Vuelvo a mirar. Nadie. Me relajo y ahora sí, me dejo llevar. Cruzo la
meta exhausta, pero sonriente.
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