Bajo del
coche después de conducir durante siete horas y me estiro justo delante de la
casa que fue de mis abuelos. Nada ha cambiado. La puerta azul con desconchones
y ese zócalo gris granulado que se extiende bajo las ventanas como siempre
recordé. Todavía no ha anochecido y el sol se empeña en seguir haciendo que
brille ese escalón de mármol en el que el abuelo se sentaba a contarnos
historias cuando éramos críos.
-Nadie
recordaba cuando había llegado al pueblo, de hecho, nadie recordaba el pueblo
sin ella. Ni siquiera los más viejos del lugar se atrevían a aventurarse con su
edad, parecía que toda la vida había sido una anciana. Su apariencia era la
típica de abuelita de pueblo en la postguerra: riguroso negro, siempre con una
falda hasta los tobillos y mandil gris atado a la cintura. Un pañuelo de la
misma tela del mandil cubría su pelo blanco azulado. Era de piel oscura, se
notaba curtida por el Sol y el aire durante largos años invertidos en trabajar
la tierra.
Vivía
en el cortijo que ya conocéis, esa que hay a las afueras del pueblo si caminas
río arriba. Normalmente, se le veía trabajando el huerto que tenía enfrente de
su casa o cuidando los animales que tenía en el corral que había en la parte
más cercana al río.
Bajaba
poco al pueblo. Solo se le veía por allí los días de mercado, siempre
acompañada de un gran perro negro, para comprar los artículos de los que no se
podía autoabastecer. No hablaba con nadie. Paraba siempre en los mismos puestos
y compraba las mismas cosas.
Decían
que su buena salud se debía a la brujería. Había quien afirmaba que las noches
de luna llena, una tía Chumina mucho más joven de lo que aparentaba de día,
salía a pasear. La larga melena seguía siendo plateada y llegaba casi hasta la
cintura de su cuerpo erguido, un cuerpo que no proyectaba sombra. A su lado, un
gato negro ocupaba el lugar de su fiel sabueso y el silencio a su paso era
digno de cualquier camposanto. Los animales callaban, el viento dejaba de
silbar entre las ramas de los árboles e incluso el río, tan cantarín como es
habitualmente, daba una tregua a su melodía por miedo a lo que le pudiera
pasar.
Una
de esas noches, cuando volvía a casa, me sentí observado y vi su figura
caminando en dirección contraria a la que yo estaba. No me miraba, pero estoy
seguro de que me estaba viendo. Corrí como alma que lleva el diablo hasta
llegar a casa y meterme debajo de la manta.
-¿Y
hace mucho que murió?- me atreví a preguntar con un hilillo de voz.
Todos
mirábamos a mi abuelo expectantes. Conocíamos perfectamente la casa, pero nunca
nos habíamos preguntado por sus propietarios.
-Pues
igual que nadie sabe cuándo llegó, nadie advirtió cuando se fue. Cuando nos
dimos cuenta que no bajaba al mercado y el huerto estaba descuidado, unos
cuantos nos acercamos a su casa. Todo estaba ordenado pero no había ni rastro
de la anciana ni de sus animales. Al salir, un enorme gato negro nos miró desde
el otro lado del camino antes de adentrarse en el bosque.
Yo
no me lo creo, pero hay quien dice que las noches de luna llena, si subes por
el camino del río, puedes cruzarte con una joven sin sombra que camina con un
gato negro pegado a sus piernas.
Nota: Posiblemente, si la Tía Chumina existió, su historia tenga poco que ver con la que cuento; pero seguro que en la mayoría de pueblos hay historias similares de las que nunca sabremos si son ciertas o no...
Pues sí, David, en muchos pueblos se contaban historias semejantes. Mi abuela, por ejemplo, nos había contado hechos insólitos ligados a la brujería.
ResponderEliminarSon historias que siempre atrapan la curiosidad y la atención de pequeños y mayores.
Un abrazo.
Me encantan esas historias. Tal vez el haber adoptado el pueblo de mis padres como mio, a pesar de visitarlo menos de lo que me gustaría, ha hecho que crezcan un poquito dentro de mi.
EliminarUn abrazo
Atrapante relato, misterioso, tan pegado a las historias que se cuentan en los pueblos que terminas convenciéndote de la existencia de la tía Chumina y cuando caminas por alguna vereda te sientes observada y te obliga a girar la cabeza, aunque desaparece y nunca llegas a verla. Pero estar, está.
ResponderEliminarCierto!! Los pueblos rodeados de bosques tienen esa magia siempre. Nunca sabes si hay algo o no, pero la sensación está ahí.
EliminarGracias por tu visita!
Es que haberlas, hailas, David, aunque yo soy más de ir detrás sigilosamente a ver qué hacen, en lugar de taparme la cabeza con el edredón. Relato con sabor a lareira, como diríamos por aquí, porque las historias de miedo se le contaban a los niños alrededor de la lumbre, por aquello de que el clima es más propicio para quedarse en casa calentito junto al fuego... Y tienes razón, no creo que haya muchos pueblos sin su tía Chumina (el nombrecito se las trae, jajaja, eso de hacerle caso a los fans tiene su precio ;)) Abrazos de cuento :)
ResponderEliminarSi sabrás tú que haberlas, hailas!!!
EliminarUn cuento propio de Cuarto Milenio, David. Me imagino a Iker Jiménez, sentado ante esa mesa repleta de elementos extraños, contándonos la leyenda de la Tía Chumina.
ResponderEliminarMuy buen relato para pasar una noche de miedo.