Su
vida era de lo más plácida. Nadie le molestaba ni se quejaba de sus ruidos.
Sola, sin problemas, con la única preocupación de encontrar alguna mosca que
llevarse a la boca de vez en cuando. Sus días transcurrían entre chapuzones en
el estanque y ratos al Sol tumbada sobre cualquier roca o alguna de las hojas
que flotaban en el agua imaginando como sería su vida fuera de la charca. Algunos
días veía pasar cerca de ella excursionistas que si le descubrían se quedaban
mirando extrañados (curioso cuando los que estaban fuera de lugar eran ellos).
Los más pequeños miraban con cara de sorpresa hasta que algún animal terminaba lanzando
una piedra para hacerle saltar. Por suerte, solían tener mala puntería y le
daba tiempo a zambullirse mientras se preguntaba si habría hecho algo malo para
que le atacasen así.
Por
la noche, mientras croaba a la luna, soñaba despierta que se transformaba en
uno de esos seres que caminaban erguidos, vestían ropas elegantes y hablaban
con esa melodiosa voz que no tenía nada que ver con su vulgar manera de
comunicarse. Así, imaginando que se transformaba en humano, solía quedarse
dormida iluminada por la poca claridad que las estrellas proporcionaban al
claro del bosque en el que se encontraba su hogar.
Una
mañana, cuando el astro rey apenas proyectaba los primeros rayos de luz sobre
la arboleda, despertó alertada por una voz aguda que pedía ayuda. Al abrir los
ojos vio un pequeño ser que chapoteaba intentando permanecer a flote sin
demasiado éxito. Sin dudarlo, se lanzó al agua y situándose debajo y con suaves
impulsos de sus ancas, llevó a la extraña criatura hacia la orilla.
El
pequeño duende tardó unos minutos en recuperar el aliento. Tosía y aspiraba
profundamente, lo que le hacía volver a toser. Al final se presentó como
Selegna, príncipe de los Trabubus del Sur, que se encontraba de paso y al
acercarse al estanque a beber un sorbo de agua, había resbalado de la piedra
que, cubierta de musgo, a veces hacía la función de cama a la ranita. Después
de gritar y patalear, cuando ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando, el
pequeño batracio le había salvado de una muerte segura.
Aunque
cuando estaban mojados perdían todos sus poderes, los Trabubus del Sur eran seres
de luz que, una vez secos e iluminados por los rayos del Sol, eran capaces de
hacer cosas inverosímiles sobre todo cuando se acercaba el ocaso. Selegna, en
agradecimiento, le dijo a la ranita que le concedería un deseo. Podía pedir lo
que quisiera, pero solo una cosa.
-
Piénsalo bien- le aconsejó con su cantarina voz- Una
vez concedido no podrás pedir otro y no habrá vuelta atrás. Te dejo de tiempo
hasta el atardecer.
La
ranita tuvo el impulso de contestar rápidamente, sin embargo, advertida por las
palabras del duende, reflexionó hasta que el sol comenzó a ocultarse. Por
muchas vueltas que le dio no encontró ningún inconveniente. Lo había soñado
desde que apenas era un renacuajo y ahora podía hacerlo realidad. Miró a
Selegna a los ojos y le pidió ser humano. El duende asintió entristecido y, de
repente, todo se volvió oscuro…
Despertó
rodeada de agua, pero en cuanto vio la luz decidió dirigirse a la pequeña
rendija para salir a la superficie. Al salir la claridad le cegó hasta el punto
de tener que cerrar los ojos. Solo escuchaba voces. Voces como las de los
excursionistas de los fines de semana y alguien con un estridente tono que no
paraba de llorar. Tardó en darse cuenta que era él quien lloraba. Tardó en
darse cuenta de que era un humano que acaba de nacer.
Pocos
días después abandonó el hospital con sus padres. Todavía no entendía lo que
decían, pero destilaban amor por todos los poros de su cuerpo. Él (porque
resultó que como humano era sapo y no rana) no podía comunicarse con ellos con
otra cosa que no fuesen llantos y alguna que otra sonrisa, pero con eso tenía
suficiente de momento. Lo cuidaban y mimaban las veinticuatro horas del día
hasta el momento en que pasó lo inevitable: se olvidó del pasado, de su bosque,
de su charca y se convirtió en humano con todas las consecuencias.
Se
hizo mayor rodeado de comodidades. Resultó ser hijo único y sus padres
trabajaron duro para que no le faltase nada. Cuando empezó a crecer, le
llevaron a los mejores colegios. Era un buen estudiante. Se le daban
bien los animales y le encantaba la naturaleza, sin embargo, se decantó por las
nuevas tecnologías. Su madre siempre intentó hacerle ver que se equivocaba, que tendría que
estudiar veterinaria o algo parecido, pero él siempre tenía la misma respuesta:
-Mamá, la informática también me gusta y se me da
bien. Cuando tenga que buscar trabajo me resultará más sencillo encontrar si me
dedico a algo que está en continua evolución…
Y así fue. A los veinticinco años terminó su carrera y no tardó en encontrar trabajo en una pequeña empresa como programador. Fue escalando posiciones laboralmente hasta que una multinacional les absorbió.
Pasó a ser un simple número.
Tenía
su vida personal bastante abandonada. Un bonito piso y un buen coche, pero
pocos amigos fuera de los compañeros de trabajo y ahora todo se complicaba. Los
recortes que venían desde la central le obligaron a trabajar más horas para
poder ganar menos dinero. Apenas tenía tiempo para visitar a sus padres y pasó
de ser jefe de proyectos que realmente le apasionaban, a introducir datos como
un autómata. Llegaba a casa tarde y cansado, calentaba la cena mientras se daba
una ducha y daba cuenta de ella sentado en el sofá. En la tele siempre había
algún reality que le demostraba lo poco que había que trabajar para triunfar en
esta vida si estabas dispuesto a pagar el precio adecuado.
Los
sábados eran su día. Cogía una pequeña mochila con dos bocadillos y una botella
de agua, subía al coche y conducía hasta una sierra cercana. Descubrió una ruta
por el bosque hace algún tiempo y ahora la repetía semanalmente a modo de
terapia. Caminaba un rato entre los enormes árboles intentando no pensar en su
hipoteca ni en sus desengaños, ni en su jefe ni en su trabajo, en definitiva,
intentando no pensar en nada. Después de un largo paseo se sentaba en una roca cubierta
de musgo que había en un claro del bosque, justo al lado de un pequeño
estanque. Más de una vez se sorprendió, al escuchar croar a las ranas, pensando
en lo feliz que sería si pudiese convertirse en una de ellas.
Precioso cuento con mucha moraleja.
ResponderEliminarNo es oro todo lo que reluce y ser humano no es tan fabuloso como una rana puede creer.
Un abrazo, David.
Una fábula moderna para pararse a reflexionar, David, enhorabuena por el tono ameno que le has dado. Besos de año nuevo :)
ResponderEliminarExcelente y conmovedor cuento de los sueños y absurdos deseos, que impiden ver lo que nos rodea. Me ha gustado mucho. Cariños.
ResponderEliminarQuizá la moraleja sea que nunca nos contentamos con lo que somos. Mal decisión la de esa ranita, y todo porque no conocía realmente a los humanos y la vida a la que se ven empujados. Siempre he pensado que, si existiera la reencarnación, sería bueno recordar quienes fuimos en nuestra vida anterior, para así aprender de nuestros errores pasados.
ResponderEliminarUn estupendo cuento, muy bien contado, del que todos deberíamos tomar nota.
Un abrazo.
Excelente fábula
ResponderEliminarUn texto actual de hoy del momento...
ResponderEliminarQue seguir escribiendo
te llene de buenos momentos.
Un abrazo desde Miami
Estupenda narración. Te la agradezco.
ResponderEliminarDicen que hay que tener cuidado con lo que se sueña porque puede hacerse realidad, y nuestra protagonista rana (convertida en hombre) lo ha sufrido en primera persona.
ResponderEliminarBonita fábula moderna, David.
Un abrazo
Wow, desde mi infancia que no leia algo asi. Es realmente hermosa, me ha encantado como no tienes idea.
ResponderEliminarSaludos.
Asi es la vida, nunca apreciamos lo realmente hermoso ni lo que realmente es valioso, ni disfrutamos con ellos. Besos
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